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El concepto de lujo es mucho más relativo que el de belleza: los humildes rusos de la prerrevolución seguramente tomaban caviar con el desayuno, untado en grandes rebanadas de pan negro, y probablemente dejaban que sus hijos se lo arrojasen los unos a los otros a cucharadas durante las fiestas de cumpleaños sin darle mayor importancia al incidente.

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A veces lustro mis zapatos y me asomo por locales de cierto nivel: me finjo ya instalado en la comodidad de la burguesía y me gano la simpatía de los camareros que antes me miraban con recelo a base de espléndidas propinas.

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Pesca y venta de inmaduros: muchos de los que se pronuncian contra la pesca de los deliciosos peces inmaduros los comen después a escondidas: yo lo he visto y les entiendo bien: es como cuando los curas de pueblo van a putas o las putas van a misa de doce; si uno invierte su tiempo a combatir algo (la venta de inmaduros, la inmoralidad, la decencia), termina fácilmente por apreciar ese algo, por amar la emocionante ilegalidad de llevarse a la boca unos chanquetes o la blanda impudicia de una mujer experta o la paz que proporciona al espíritu un buen rosario. Es un fenómeno universal que explica la política de senectud de Manuel Fraga y guarda relación con el síndrome de Estocolmo.

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Quizá me siga gustando la comida rápida por eso: porque sé que debemos odiarla; porque cada noche le hablo a la almohada de la perversidad intrínseca de las hamburgueserías, de las ventajas de la dieta mediterránea y los guisos caseros y de la conveniencia de dedicar una parte del presupuesto del mes a pagar los servicios de un cocinero que prepare sabrosos menús con los productos más sanos en un restaurante cuyo personal deje las cuestiones monetarias para el final; porque soy consciente de la necesidad de ir periódicamente al mercado a procurarme yo mismo las saludables verduras y el pescado fresco para luego cocinarlo en casa sin prisa, sin estrés, a la plancha, y comerlo en familia sin encender el televisor; porque me consta que hay que masticar quince veces cada bocado y que con el marisco se bebe vino blanco y con la carne se bebe vino tinto y que sólo una copa y que no se habla con la boca llena y no se debe cantar en la mesa ni comer con los dedos mientras pueda evitarse; que el tenedor se coge con la mano izquierda y el cuchillo con la mano derecha y que esa cosa plana es la paleta de pescado y se utiliza, obviamente, para comer pescado, en lugar del tenedor.

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La sofisticada coartada de los palillos: he desarrollado una increíble destreza en el manejo de los mismos y en los restaurantes de menú a cinco euros me consideran una especie de chino honorario capaz de atrapar a la primera el más escurridizo trozo de bambú o la más díscola seta.