Desentrañar significados ocultos, concebir el texto como espejo, invocar la palabra detrás de la palabra y desvelar palimpsestos: todo esto nos proponemos hacer los días 20 de cada mes. Elisabeth Falomir Archambault, traductora y otras cosas, hablará de etimología y corrientes traductológicas, descubrirá curiosidades sobre el oficio del trujamán e intentará desenmascarar a traductores y traidores.
Hasta hace apenas unas décadas, el traductor parecía condenado a la ausencia y a la invisibilidad, o al menos a la falta de reconocimiento social: se hacía evidente solo al revelarse un error o una decisión desafortunada. Su tarea, siempre realizada en la sombra, consistía de hecho en no hacerse notar —aún se repite a menudo que la traducción es buena cuando no es leída como tal, cuando no se percibe la presencia del traductor—. Relegado a la página de créditos, su huella debía ser imperceptible en la escritura, pero a la vez se esperaba de él que hiciera de médium, que tuviera acceso al espíritu del escritor para descifrar exactamente lo que quería decir. Esta idea del traductor ninja (enmascarado y silencioso, eficaz pero sin ansias de gloria) es heredada de la tradición medieval en la que solía ejercer de copista o escriba. Sin embargo, su concepción como mediador neutro y fiel a un mensaje definitivo y acabado, subordinado en todo punto al autor del original y a su obra, impide la difusión del contexto sociocultural que rodea su práctica. Solo poniendo en relieve dicha práctica podremos ir más allá del discurso limitado a los problemas de fidelidad a un texto original, y abandonaremos la idea del análisis traductológico como mera enumeración de logros e imposibilidades lingüísticas. Solo así se podrá evitar concebir la traducción como forma de falsificación.
Las reflexiones filosóficas alrededor de los problemas de la traducción han constituido uno de los espacios para entenderla como proceso interpretativo y como forma de escritura (por oposición al acto de copiar o transferir).
Las perspectivas postestructuralistas han destacado la importancia de hacer del traductor un agente visible. Roman Jakobson explica su labor como un proceso de decodificación cuyo producto y resultado es una recodificación. Eugene Nida amplía esta consideración y la establece en tres etapas más complejas (análisis, traslado y reestructuración) pero ambos coinciden en que la traducción no debe evaluarse en términos de pérdida, traición o fracaso. Por su parte, Walter Benjamin señala que es la prolongación de la vida de la obra literaria, la condición para que pueda sobrevivir y el medio mediante el cual dicha obra se inscribe en la historia: se trata de un acto creativo, transformador. Para él, la fidelidad no consiste en permanecer lingüísticamente cerca del texto original.
Lawrence Venuti prefiere las estrategias de traducción que desplazan los valores lingüísticos estándar y desafían el canon de la fluidez a aquellas que normalizan y asimilan conceptos extranjeros, para conservar el carácter del texto. Su definición de extranjero abarca tanto lo geográfico y lingüísticamente remoto como aquello que es social o institucionalmente marginal.
Derrida, por último, observa que los traductores se perciben como sujetos en deuda cuya misión es restituir, reencontrar el significado: su posición es secundaria respecto a la del autor, que sigue siendo sagrado.
Traducir implica, por definición, un intercambio que ocurre en espacios colectivos y un movimiento interlingüístico. Umberto Eco propone añadir a esta idea la de negociación: un acto no exento de conflictos en el que el traductor ajusta las diferencias lingüísticas y culturales para que lo extranjero sea recibido. Al lector en lengua meta (lengua hacia la que se traduce un texto) se le ofrecen dos posibilidades: por un lado, entrar en contacto con lo foráneo; por otro, asimilarlo a su cultura. Pero la traducción es también conocimiento del otro; se trata de entender un sistema y una estructura literarias y elaborar un sosias con distintas características semánticas y sintácticas, pero siempre respetando la esencia del texto.
En conclusión, la tarea del traductor está determinada por el espacio y el tiempo colectivo en el que interactúa. La traducción nunca puede ser ni es inocente: los traductores son participantes de la construcción del imaginario narrativo en el que a su vez están inmersos. Su labor siempre es ideológica y debe por tanto estudiarse en relación con la comunidad en la cual se produce y circula. El acto de traducir no es un mal menor sino una práctica intelectual y legítima de reescritura.
2012-05-22 13:16
Elisabeth, me fascina la idea del traductor ninja. El concepto en sí, digo.
Felicidades por la nueva columna mensual. ¡Promete muchísimo!
Besos
2012-05-23 23:09
Amén a la frase de cierre (y apertura, espero).
Se te leerá por aquí.
¡Salud!