Desentrañar significados ocultos, concebir el texto como espejo, invocar la palabra detrás de la palabra y desvelar palimpsestos: todo esto nos proponemos hacer los días 20 de cada mes. Elisabeth Falomir Archambault, traductora y otras cosas, hablará de etimología y corrientes traductológicas, descubrirá curiosidades sobre el oficio del trujamán e intentará desenmascarar a traductores y traidores.
Existen miles de historietas y chascarrillos más o menos verídicos sobre el mundo de la traducción literaria: que si tal autor insistía en revisar la traducción a otro idioma aunque no lo conociera —aunque solo fuera para comprobar que los nombres propios estaban bien escritos—, que si Nabokov nunca hubiera aceptado que una mujer volcara sus obras a una lengua extranjera, que si las traducciones de Virginia Woolf o de Henry James a cargo de Yourcenar eran más «libres» de lo que parecían…
Quizá las mejores sean las que ejemplifican el eterno conflicto del traductor: alcanzar un equilibrio (siempre precario) entre la poesía y el sentido. Surge el dilema, cuando se enfrentan fondo y forma, entre conservar la idea original intacta o iluminarla bajo una luz, si bien distinta, quizá más favorecedora. Traducir de manera fiel pero fea, respetando lo que se dice pero haciéndolo de forma que nos duela el oído (y por tanto un poco el alma) quizá contentará al autor pero le hace un flaco favor a los lectores.
De la necesidad de conservar la poesía hasta en la traducción —quizá sobre todo en la traducción, donde las decisiones del texto final están en manos de otro— y de huir de palabras malsonantes sabía mucho Borges, que durante una sesión de supervisión a su traductor al inglés, Norman Di Giovanni, se dio cuenta que este último andaba atascado en su labor al toparse con la expresión «laborioso rasgueo de guitarra». Para traducir rasgueo, Di Giovanni propuso strumming; Borges preguntó qué era eso del strumming. El traductor contestó, explicó, matizó; Borges le dijo que no, que con rasgueo se refería a esos momentos en los que uno va a una fiesta esperando que haya música y en lugar de música hay un hombre que pinza una cuerda de guitarra, ajusta la clavija, después prueba de nuevo con otra cuerda, y así. ¿No es eso laborioso?, dice Borges. Di Giovanni responde que sí, pero que eso en inglés se llama tuning. ¿Acaso no hay en español una palabra para tuning? Sí, responde Borges, pero es tan fea que no he podido usarla.
Otro ejemplo de estrecha colaboración entre autor y traductor en busca de la proporción adecuada entre la fidelidad y la similitud lírica es la de Anthea Bell y W.G. Sebald. En efecto, después de varias décadas de vida en Inglaterra y de contacto con la traducción en la facultad de East Anglia, Sebald conocía la lengua inglesa tan bien que el método era casi una escritura a cuatro manos: Bell enviaba un borrador con una serie de preguntas y Sebald añadía, recortaba o suprimía cuanto fuera necesario para producir en el texto inglés un efecto equivalente al de su prosa en alemán. Esta fórmula tuvo resultados curiosos, entre los que cabe citar una extensa correspondencia sobre polillas y varios intercambios epistolares que versan sobre la dificultad de volcar al inglés la última frase la novela Austerlitz, que en el original tiene nueve páginas. La traductora confesó haber tenido la tentación de poner un punto en alguna parte, pero entendió de inmediato que esa frase de nueve páginas no era un ejercicio ni una demostración de destreza, sino una metáfora de lo que esa misma frase refleja: la «inútil industria» de los nazis que intentan maquillar el campo de concentración de Theresienstadt antes de que llegue la Cruz Roja.
Las polillas, por su parte, eran una de las grandes aficiones de Sebald, y un largo extracto de Austerlitz está lleno de polillas, siempre denominadas con su apelativo científico. La traductora debió lanzarse en busca de los equivalentes en inglés, y esta tarea, ya de por sí tediosa, se convirtió para ella en una tortura, pues le tenía fobia a estos insectos voladores. En este caso la fobia ayudó a la traductora que, en un intento por curarse en el pasado, había optado por enfrentarse al objeto de su temor irracional estudiando imágenes de polillas en un libro de ciencias. Después de un tiempo se dio cuenta de que había comenzado a concentrarse en los nombres para no tener que fijarse en las imágenes: cuando tuvo que traducir Austerlitz, todo ese conocimiento se reveló extremadamente útil. Pero lo más interesante (y quizá más frustrante para Bell) es que Sebald acabó eliminando del extracto los apelativos de las polillas, porque consideró que en inglés sonaban mucho más siniestros que en alemán y rompían el efecto buscado del extracto.
Dos ejemplos, por tanto, de autores partidarios de mantener la belleza aún a costa de perder la palabra exacta. O, como indicaba Valéry, que el empeño por mantener la fidelidad al sentido suele verse abocado al sacrificio de valores poéticos.
La obligación de renunciar bien a la precisión textual, bien a los valores poéticos, establece desde siempre los obstáculos a los que se enfrentan los traductores literarios.