Desentrañar significados ocultos, concebir el texto como espejo, invocar la palabra detrás de la palabra y desvelar palimpsestos: todo esto nos proponemos hacer los días 20 de cada mes. Elisabeth Falomir Archambault, traductora y otras cosas, hablará de etimología y corrientes traductológicas, descubrirá curiosidades sobre el oficio del trujamán e intentará desenmascarar a traductores y traidores.
No resultará sorprendente saber que admiro profundamente la obra y trayectoria de Consuelo Berges. También conocida como «la voz de Stendhal en español», esta maestra, articulista, ensayista y, por último, traductora, luchó por el reconocimiento de los derechos de autor de las traducciones, publicó obras como escritora y defendió los derechos de la mujer. Me propongo hacer un breve repaso a su biografía: sirva esta columna como homenaje y agradecimiento a su impagable labor.
Nace a finales del XIX en una aldea de Cantabria. Hija de madre soltera, perteneciente a una familia librepensadora y de convicciones republicanas, no asiste a la escuela y su formación es completamente autodidacta. Siendo adolescente, se traslada a Santander para preparar el examen de ingreso a la Escuela Normal de Maestras, cuyos métodos se inspiraban en las nuevas teorías pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza. En esta época conoce a Víctor de la Serna, fundador en Santander del periódico de la tarde «La Región», donde Berges publica sus primeros artículos con el seudónimo de Yasnaia Poliana —la casa donde Tolstói concibió Guerra y paz y Anna Karenina—.
Sus puntos de vista, siempre polémicos, despiertan el interés en los intelectuales del momento, y mantiene correspondencia y amistad con Azorín, José Ortega y Gasset, Francisco Ayala, María Zambrano y Rafael Cansinos Assens.
Durante la dictadura de Primo de Rivera emigra a Perú y permanece en Sudamérica cinco años, visitando Bolivia y Argentina, dando conferencias y colaborando en varias publicaciones, hasta que vuelve a Europa en 1931, cuando en España se proclama la República. Colabora como articulista, defendiendo sus ideas libertarias y el voto femenino hasta que su amiga y congresista Clara Campoamor le ofrece volver a Madrid, a finales de 1931. Poco después entra a formar parte de la Logia masónica de Adopción Amor.
En julio de 1936 es enviada a la Guindalera para hacerse cargo de un orfanato de hijos de republicanos. Una vez en Barcelona, trabaja en la revista «Mujeres Libres» donde secunda activamente las misiones de alfabetización, de defensa del uso de la píldora anticonceptiva y la reivindicación de los derechos laborales, sociales y familiares de las mujeres.
En febrero de 1939 se une a la marea humana que huye a pie hacia Francia. Son retenidos en la frontera hasta que los llevan a Cerbère en un tren con destino desconocido. En Perpiñán logra huir, pero es detenida y acaba confinada en un campo de concentración. Se escapa de nuevo, sin papeles, sin dinero, y llega a París, donde vive en clandestinidad durante cuatro años: sobrevive dando clases de español y escribiendo artículos para medios extranjeros, hasta que en 1943 es detenida por los alemanes, que la entregan a las autoridades en la frontera española.
Logra evitar la cárcel gracias a unos amigos, aunque no se le permite ejercer como maestra, ni escribir en la prensa, ni firmar con su nombre los artículos sin temer graves represalias. Por ello se dedica a traducir del francés: se trata al principio de un puro ejercicio de subsistencia.
Resulta llamativo que Berges no decidiera hacerse traductora, sino que se viera forzada a ello por circunstancias históricas; en su caso, la traducción fue literalmente un refugio, una actividad en la que era posible pasar desapercibida, convertirse en invisible, paradójicamente visibilizando a la vez a autores galos. Esto hace que encarne el ideal de traductora: alguien que logra pasar de puntillas por su propio texto, cederle el protagonismo al autor, hacerse medio —y no forma— para transmitir el mensaje.
A partir de entonces traduce a Saint-Simon, Flaubert, Balzac, Rousseau, Descartes*… Sigue luego con *Proust, completando la traducción de En busca del tiempo perdido que ya iniciara Pedro Salinas.
En su lucha por la mejora de las condiciones laborales de los traductores, Consuelo Berges funda en 1955 la Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes. En 1982 crea el Premio Stendhal, que goza de un gran aprecio entre los profesionales de la traducción y se concede por primera vez en 1983, con motivo del centenario de Stendhal.
Berges afirmaba que «una buena traducción no debe de ser nunca una transposición. Es ya de por sí un género literario, porque si el autor pone el alma y el hueso, el traductor pone la piel».