Desentrañar significados ocultos, concebir el texto como espejo, invocar la palabra detrás de la palabra y desvelar palimpsestos: todo esto nos proponemos hacer los días 20 de cada mes. Elisabeth Falomir Archambault, traductora y otras cosas, hablará de etimología y corrientes traductológicas, descubrirá curiosidades sobre el oficio del trujamán e intentará desenmascarar a traductores y traidores.
La traducción ficticia (o pseudo-traducción) se da cuando un autor finge que su obra es la traducción de un texto de otro autor, redactado originalmente en otra lengua. Tiene razones políticas o literarias: en el primer caso, el autor se ve desprovisto de cualquier responsabilidad directa sobre el contenido de la obra; el segundo le permite jugar con el lector e incluso innovar, experimentar con formas que supuestamente se importan como pertenecientes a otra tradición literaria. Se trata de una variante de la técnica llamada del manuscrito encontrado, en la que el autor actúa como mero transcriptor de un testimonio real.
El primer ejemplo de traducción ficticia es quizá el de la novela de caballería Tirante el Blanco: su autor, Joanot Martorell, afirma haberse limitado a verter la narración de la lengua portuguesa al valenciano. Algo más compleja es la técnica utilizada por Cervantes en su Quijote: de creer todo lo que nos cuenta, la responsabilidad de recopilar las aventuras de Don Quijote en los Archivos de la Mancha habría recaído en el árabe Cide Hamete Benengeli. Un traductor morisco habría traducido al castellano este manuscrito por orden de Cervantes, y de esta forma el Príncipe de los Ingenios logra posicionarse en el texto como segundo autor, encargado de transmitirnos la totalidad del proceso. Lo llamativo es que sabemos mucho más de Cide Hamete que del traductor, al que Cervantes ni siquiera da nombre pese a la importancia de su intervención (él mismo confiesa no saber descifrar los caracteres arábigos).
El ejemplo paradigmático de una traducción ficticia realizada para desafiar a la censura o, adelantando una hipótesis más arriesgada, para alentar cambio culturales en una sociedad, la francesa del siglo XVIII, rígida pero ávida de relatos orientales, sería las Cartas persas. El volumen de Montesquieu reúne unas ciento cincuenta epístolas que dos filósofos persas dirigen a sus conocidos en el extranjero y en las que comparten su asombro ante los usos y costumbres europeos en general, y parisinos en particular. La moda, el matrimonio y la monogamia, la monarquía e incluso el sistema de Law: nada escapa a la crítica acerba de los dos viajeros. Montesquieu, presintiendo que su obra no sería bien recibida, presenta las cartas como un intercambio epistolar real y esquiva así la censura de su época: el volumen se publicó por primera vez y sin nombre de autor en 1721, en Amsterdam. Algo parecido ocurrió con Voltaire, que, escondido tras la autoridad que le otorgaba el pseudónimo de un escritor extranjero, creía poder ofrecer así con menos riesgo algunas de sus ideas más controvertidas.
El uso de la traducción ficticia se intensifica a lo largo del siglo XIX: debido a un aumento de la demanda del público lector, ofrecer literatura extranjera traducida se convierte en un éxito de ventas casi asegurado. De ahí que empiecen a surgir en Francia y en Rusia numerosas novelas góticas supuestamente traducidas del inglés, pero cuyo original se hace a menudo imposible de rastrear… De esta forma, ciertas innovaciones narrativas llegan a percibirse de forma mucho menos ajena o amenazadora que si se hubieran escrito en el contexto de una cultura propia. Esto, a su vez, propicia que se allane el camino a la paulatina incorporación de estos elementos. Así ocurre, por ejemplo, con El castillo de Otranto, novela de Horace Walpole publicada en inglés en 1764 pero que se presentó como una traducción basada en un texto italiano impreso en Nápoles en 1529 y redescubierto por el propio Walpole, que sin embargo consta como autor a partir de la segunda edición.
Pero la traducción ficticia no siempre es creadora de espacios de experimentación y libertad: también puede usarse para lo contrario. En el género poético basta mencionar la obra del supuesto poeta kazajo Djambul Djabaiev para hacerse una idea de hasta qué punto la traducción ficticia puede convertirse en arma de manipulación ideológica. En las primeras décadas que siguieron a la revolución bolchevique, se lo presentó como un eminente poeta y sus versos, que alababan el nuevo poder, llegaron a todos los rincones de la Unión Soviética. Tras este nombre se encontraba en realidad un equipo de escritores soviéticos que ideaban los numerosísimos poemas de Djabaiev, y fingían entonces realizar la traducción al ruso. Este subterfugio se reveló por tanto como una iniciativa de los servicios de propaganda. En este caso, más que una simple curiosidad literaria, la impostura de la traducción ficticia se utilizó como herramienta de control político.
Ya en el siglo XX, un francés llamado Boris Vian publica su primera novela, titulada Escupiré sobre vuestra tumba, en 1946. Nada de esto llamaría la atención de no ser porque para ello utilizó el heterónimo de Vernon Sullivan, supuesto autor negro estadounidense, y su nombre real figuraba como traductor de la obra. Víctima de la censura por su alto contenido violento y erótico (la novela mencionada relata los avatares de un personaje negro de piel blanca que se aprovecha de su condición para abusar de las mujeres; curioso que se aborde el tema del disfraz y de la otredad, ¿o no?), Escupiré sobre vuestra tumba se convirtió en un éxito que arrastró también a las siguientes publicaciones de Vernon Sullivan A.K.A Boris Vian: Todos los muertos tienen la misma piel, Que se mueran los feos y_ Con las mujeres no hay manera_. El escándalo fue tal que tras años de litigios y ataques por parte de la crítica, Vian tuvo que reconocer la «paternidad» de sus obras y fue condenado a una multa por inmoralidad.
Ya en España, y ante la imposibilidad de mencionar todas las obras que podrían enmarcarse en esta estrategia de traducción ficticia, cabe sin embargo acercarse a El ladrón de morfina, novela precedida de una nota introductoria que asegura que el libro es en realidad una traducción. El texto original, titulado The morphine thief, de S. K. Caplan, se publicó en lengua inglesa en 1981, y Mario Cuenca Sandoval consta como traductor al español. El artista plástico Samuel Kurt Caplan (Jericho, Vermont, 1921-Bogotá, 1997) narra sus experiencias como oficial norteamericano en la guerra de Corea; el volumen cuenta incluso con ilustraciones del propio autor. Pero esta historia, a priori verosímil, se desmorona al comprobar que Caplan no es más que un falso perfil de Facebook…
Llevadas con más o menos acierto, lo que es indudable es que las traducciones ficticias han logrado desdibujar las fronteras que tradicionalmente marcaban el límite entre obra original y obra traducida; también han contribuido a suscitar curiosidad por formas literarias nuevas y vienen a confirmar la importancia de la actividad de la figura del traductor en el mundo literario.
2012-09-21 11:02
Elisabeth, permíteme discrepar de tu primer párrafo. El autor de ficción jamás tiene ningún tipo de responsabilidad en torno su obra excepto, obviamente, la literaria. La responsabilidad política en narrativa de ficción no existe (la sola idea de que así sea me aterra; y hay varios episodios al respecto en la historia reciente de España, el de Hernán Migoya por ejemplo…). Existe, si quieres, el transfondo político, la temática política, el meollo político. Pero un autor de ficción no ha de explicarse en contextos políticos, sino literarios. De lo contrario, el propio y sagrado ejercicio de la libertad de creación se vería seriamente cuestionado.
2012-09-21 11:14
Yo ahí entiendo que quiere decir no que tenga responsabilidad política, sino que se protege de que se la adjudiquen.
2012-09-21 11:54
Este tema me interesa mucho porque determina los parámetros de la actividad literaria (y, par el caso, artística en general). Yo pienso, Alberto, que uno no debe protegerse preventivamente frente a aquello sobre lo que resulta imposible asumir responsabilidad alguna. Por otro lado, resultaría cobarde, ¿no? Tú eres editor: ¿Dejarías de editar un libro de ficción en el que, por ejemplo, el narrador exalta el nazismo? Es el narrador, no el autor quien lo hace. Y es una novela. Esa sobreprotección innecesaria es lastre para la creación. Me parece a mí…
2012-09-21 13:38
Alberto, estoy de acuerdo contigo aunque en este caso poco importa lo que opinemos nosotros: es el autor quien, al elegir un pseudónimo o publicar una traducción ficticia, decide «no responder» por el texto, no «dar la car» por las razones que sean. Juzgar esa elección no era lo que me interesaba; me limito a constatar que, al hacerse pasar por traductor, busca desligarse de toda responsabilidad, sea esto lícito o no.
Muchas gracias por tu comentario.
2012-09-21 14:04
Elisabeth, no sé si respondes a Alberto o a mí. Creo que a mí, por eso, me gustaría darte mi opinión al respecto de lo que dices: fingir una traducción no implica no «dar la cara» por el texto. Se trata de una simple estrategia literaria para narrar. Así de sencillo. La responsabilidad que el autor adquiere respecto de su texto, de su obra final, es siempre ajena a las técnicas y recursos literarios utilizados. Eso, o yo no he comprendido nada, cosa perfectamente posible. Saludos.
2012-09-21 14:31
Alber, es que no siempre es una simple estrategia literaria. Infinidad de veces es un recurso para lo que dice Elisabeth, una manera de intentar protegerse de posibles represalias o consecuencias diciendo “ah, es que no es mío”. Vaya, el caso de Boris Vian es cristalino, en este sentido: se finge traductor de otra obra sólo para protegerse, no como recurso.
Por otra parte, en el primer párrafo Elisabeth contempla las dos opciones: esta de la “protección” y la que dices tú en tu comentario 5, una estrategia literaria. Es decir, que no es que esté diciendo que fingir una traducción implique “no dar la cara” sino que esa es una de las posibles razones; y la otra es literaria.
2012-09-21 14:34
Ah, perdona, que me haces una pregunta directa en el comentario 3, no la vi antes. No, yo como editor no dejaría de editar un libro en el que su narrador —que no su autor— exaltase el nazismo, por supuesto que no.
En cualquier caso, creo que el texto no trata de ahondar en si es correcto o no hacerlo así, sino describir una situación que se ha dado a menudo en la historia de la literatura.
Por devolverte la pelota con otra pregunta: ¿crees que habría estado justificado que Salman Rushdie ocultase la autoría de Versos Satánicos y hubiese usado la técnica del falso traductor?
2012-09-21 14:35
Yo concibo la utilización de la traducción ficticia o bien como una estrategia narrativa o bien como una decisión personal del autor, que prefiere no revelar su identidad para no exponerse a las consecuencias de la publicación de su obra. A esos dos supuestos me refiero en el primer párrafo. Bien es cierto que los ejemplos que expongo parecen englobarse todos en la primera opción, a excepción quizá del de Voltaire, y en cierta medida, el de Montesquieu: en las Cartas persas se utiliza la pseudo-traducción como recurso literario, pero no solo. También hay una intención evidente de esquivar la censura y evitar acusaciones de antimonarquismo. Entiendo que el compromiso que un autor adquiere con su autor no depende de los recursos que utiliza, pero no puedo evitar pensar que la decisión de no hacerse visible en la cubierta, de utilizar ese subterfugio, sea en ocasiones política y no solo literaria.
¡Un saludo!
2012-09-21 15:15
Por devolverte la pelota con otra pregunta: ¿crees que habría estado justificado que Salman Rushdie ocultase la autoría de Versos Satánicos y hubiese usado la técnica del falso traductor?
¿Justificado? Por supuesto que sí. Desde la libertad de cada uno para hacer lo que desee, Rushdie podía haber elegido lo que él considerara oportuno. Pero los casos de la gente que se oculta (en el sentido real de ocultarse) tras un seudónimo, son cuatro. Lo normal es que los seudónimos se adopten por ser habituales en la tradición literaria. Bernardo Atxaga (que es seudónimo) explica que, cuando él empezó a escribir y publicar, era tan de pueblo que pensaba que usar seudónimo era lo correcto, lo adecuado, lo fetén.
Yo concibo la utilización de la traducción ficticia o bien como una estrategia narrativa o bien como una decisión personal del autor, que prefiere no revelar su identidad para no exponerse a las consecuencias de la publicación de su obra.
No digo yo que no existan casos en la historia de la literatura, pero son tan escasos que no sé hasta qué punto son representativos de algo. En ese pozo sin fondo que es el Kindle Direct Publishing hay cientos de autores que firman con seudónimo (y/o que utilizan el recurso del manuscrito encontrado) sólo porque les parece más glamouroso, más cool, menos chabacano que su corrientito nombre real.
(Me acuerdo ahora, para contradecirme un poco, de Gabriel Celaya, que sí usó este semiseudónimo porque no quería que en su ámbito profesional se enteraran de que escribía poemas).
2012-09-21 15:27
Eso último es el tercer caso que nos faltaba, Alber: pseudónimo porque te da vergüenza :D