Desentrañar significados ocultos, concebir el texto como espejo, invocar la palabra detrás de la palabra y desvelar palimpsestos: todo esto nos proponemos hacer los días 20 de cada mes. Elisabeth Falomir Archambault, traductora y otras cosas, hablará de etimología y corrientes traductológicas, descubrirá curiosidades sobre el oficio del trujamán e intentará desenmascarar a traductores y traidores.
A las claras: si todo lenguaje es ideológico, abandonemos desde ya la idea de que una traducción puede ser inocente y estar desprovista de huellas (intencionadas o no, pertinentes o no) del traductor. Resultan mucho más interesantes las intencionadas, que el traditore va diseminando en el texto a modo de migajas de pan con las que embaucarnos hasta su casa: no se pretende ahora analizar la legitimidad en cualquier contexto de una reescritura activa con fines ideológicos, pero parece interesante detenerse a reflexionar sobre las estrategias que se emplean y su porqué.
La posición más radical de esta práctica de intervención política en un texto se da quizá en las defensoras de una aproximación feminista a la traducción, que conciben su práctica como una actividad emancipadora y buscan activamente la visibilidad de la mujer en el texto mediante la subversión del lenguaje convencional, percibido como herramienta de manipulación que la había relegado a la sombra académica, como elemento misógino al servicio del patriarcado. El inicio de esta corriente se da en Québec a mediados de los años setenta, quizá debido a la influencia del postestructuralismo y el deconstructivismo francés, así como a la existencia de dos lenguas en un mismo territorio, que exacerba el interés por la lingüística, la teoría traductológica y sus implicaciones sociales.
Nadie podrá negar que la historia de la traducción está repleta de metáforas de naturaleza sexual que describen el acto de traducir, y quizá el chascarrillo que mejor ha resistido las embestidas del tiempo es aquel atribuido al gramático francés Gilles Ménage (1630-1692) resumido en «les belles infidèles», que daba a entender que las mujeres, al igual que las traducciones, pueden ser bellas o fieles, pero nunca ambas cosas a la vez.
La traductora quebequense Susanne de Lotbinière-Harwood retoma a principios de los noventa la expresión «belles infidèles» para darle una vuelta de tuerca y englobar así toda la corriente de la aproximación feminista a la traducción: se convierten entonces en «re-belles et infidèles», traductoras doblemente bellas (se crea el juego de palabras por obra y gracia del guion), rebeldes e infieles.
Las partidarias de un enfoque feminista de la traducción, particularmente activas en las décadas de los setenta y ochenta, tenían como objetivo reescribir «lo inédito», lo inefable, aquello que no puede ser transmitido por carecer el lenguaje de un recurso apropiado y que se compensa mediante estrategias léxicas y gramaticales, mediante la innovación lingüística, la creación de nuevos significados o la exploración etimológica. Se trataba en definitiva de rechazar categóricamente no solo la figura del traductor invisible, sino de afirmar su condición y autoridad de creadoras a través de su visibilización en el texto, así como de defender una traducción deliberadamente intervencionista, al servicio de los intereses personales del traductor. Un traductor, dicho sea de paso, más traidor que nunca.
2012-06-25 13:57
<3