Libro de notas

Edición LdN
El detective del País Borroso por Francisco Serrano

En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.

El Fantasma: Parte Primera

Me recibió en su apartamento, un sábado por la tarde. Se llamaba Rebeca y era joven, de unos veinticinco años. Vestía vaqueros y camiseta y parecía algo cansada. Me echó un largo vistazo antes de decir mi nombre, con una mano en la puerta como si estuviera dispuesta a cerrarla al mínimo sobresalto. Como si no pudiera reconocerme, conciliar su recuerdo con el tipo que tenía delante, el traje oscuro y arrugado, la corbata floja, el largo abrigo negro. Nos habíamos conocido diez años antes, cuando ambos éramos adolescentes huraños. Casi no habíamos hablado. Su abuela había conocido a mi abuelo en Brasil. Se apedillaba Dahlmann.

Pasa, por favor, dijo.

Cogió mi abrigo y lo dejó colgado en el perchero de la entrada.

Estoy haciendo café, dijo. ¿Quieres un poco? ¿Un té, quizá?
Un té, dije. Gracias.
   
La seguí hasta la cocina. La cafetera borboteaba ya y Rebeca apagó el fogón. Abrió un armario y sacó un par de tazas.

Sólo tengo Red Balk.
Es mi marca favorita, dije.
Gracias por venir tan deprisa, dijo. Nunca… Bueno, nunca había pensado que llamaría a alguien para esto.
No te preocupes.
   
La ventana de la cocina daba a un patio interior. Llovía ahí fuera y estaba oscuro. En la luz dura de los fluorescentes de la cocina pude observar los cercos oscuros bajo sus ojos. El pelo rubio y algo rizado recogido en la nuca. Me pareció muy atractiva. Sus manos tenían dedos largos y firmes, las uñas cuidadas y pintadas de verde, y me gustó mirarla mientras echaba agua del grifo en una de las tazas y la metía en el microondas. Después se sirvió una taza de café con una cucharada de azúcar.


   
¿Fumas?, dijo. Sacó un paquete de Marlboro Light.
   
Negué con la cabeza. Encendió el cigarrillo y removió el café con una cucharilla.
   
Mi abuela me dio tu número, dijo. Ya no sabía a quien recurrir.

Asentí, aunque no sabía que su abuela pudiera tener mi número de teléfono.
   
Veré qué puedo hacer.
¿Has trabajado en muchos asuntos así?
En algunos.
Tienes un trabajo extraño.
Alguien tiene que hacerlo, dije.
   
El microondas terminó de calentar el agua. Rebeca le puso la bolsita de té.
   
¿Azúcar?, dijo mientras me ofrecía la taza.
No, gracias.
Ven, dijo. Te enseñaré el apartamento.
   
Era bastante pequeño, a excepción de un largo y tétrico pasillo sin ventanas que unía el recibidor con el salón. Un cuarto de baño frente a la cocina, un pequeño salón en el que se apiñaban estanterías, un sofá en forma de ele y una mesita, y una estancia amplia que utilizaba como habitación y estudio. En las estanterías había algunas novelas y muchos deuvedés. ¿A qué te dedicas?, pregunté.

Soy ayudante de dirección, dijo. Mencionó una serie que yo nunca había visto, pero que tenía mucho éxito entre los adolescentes. Romances de instituto e intrigas misteriosas.
Te va bien, entonces, dije.
Digamos que trabajo mucho. No hago otra cosa, me parece.
¿Y eso?

Hizo un gesto vago. Esta situación no favorece mucho mi vida social, dijo.

Entiendo, dije.
   
Apagó el cigarrillo a medias en un cenicero y bebió café. Ya sé que tú te dedicas a estas cosas, pero, dime, ¿crees que estoy loca? Todo me parece una locura.
   
Sonreí. No necesariamente, dije.
   
No necesariamente, dijo con una mueca. Es un alivio.
   
Saqué una libretita y un bolígrafo del bolsillo interior de mi chaqueta. A los clientes les gusta que tome muchas notas. Hago garabatos mientras hablamos.

¿Cuándo comenzaron los hechos?, dije.
Hará un año, dijo. Encendió otro cigarrillo. Al principio pasaban cosas raras, pero no les di mayor importancia. Hacía mucho frío aunque la calefacción estuviera puesta. Se acababa en seguida la batería del portátil o del móvil. Esas cosas. Pero sobre todo el frío. El frío me ponía muy nerviosa. Tocaba los radiadores de las paredes y estaban calientes, casi quemaban, pero yo me moría de frío. Me abrigaba más dentro de casa que fuera.
Ajá.
Luego comencé a verle… A verlo… Eso.
¿Dónde?
En el pasillo. La primera vez acababa de comer y llevaba los platos a la cocina y allí estaba, una silueta, una sombra. Se me cayeron los platos al suelo del susto. Creo que grité muy fuerte. Y desapareció. Me convencí de que era mi imaginación. Pero volví a verlo.
¿Cuántas veces ha sucedido eso?
Tres o cuatro veces. Cuando noto que la temperatura baja o falla la señal de la televisión no me muevo porque sé que puedo verlo. Me quedo aquí. Aterrorizada.
   
Lo dijo como si hiciera un gran esfuerzo. Corrientes de una silenciosa humillación bajo sus palabras. Verse reducida al papel de una chica asustada, recluida en su propio apartamento, le desazonaba profundamente.
   
¿Siempre se aparece en el pasillo?
Siempre. Hasta la última vez.
¿Cuándo fue eso?
La semana pasada. Estaba con, bueno, con un amigo. En mi habitación. Carraspeó. Ya sabes. Y eso apareció en la puerta. Me puse a gritar y luego a llorar. Te puedes imaginar cómo se quedó mi amigo. No intenté explicárselo. Le dije que se fuera.
¿Reconoces al fantasma? ¿Es alguien conocido?
   
Abrió la boca para decir algo, pero la cerró y negó con la cabeza.
   
¿Seguro?
Sólo es una silueta negra. He comprobado la historia de la finca en internet, en las hemerotecas de los periódicos publicados en Madrid, y no he encontrado nada en particular. Ninguna historia trágica. He leído que eso puede dejar una huella psíquica. Una imprimación. ¿Se dice así? ¿Imprimación?
Puede haber muchos motivos.
   
Probé el té y esperé. El apartamento estaba en un primero y se escuchaba el tráfico de la avenida, los coches rodando en el asfalto brillante y mojado. Las ramas peladas de un árbol se recortaban contra el ventanal del estrecho balcón.
   
¿No dices nada?
Tómatelo con calma, dije.
¿Ése es tu consejo?, dijo. ¿Tu consejo profesional?
Sí, dije.
Pues vaya mierda de consejo, dijo.
   
Soy detective privado. Me ocupo de casos atípicos. Busco gente desaparecida en extrañas circunstancias, llevo a vampiros a clínicas de rehabilitación, mi licencia me permite portar armas de fuego las noches de luna llena y, cuando no hay más remedio, me ocupo de asuntos de fantasmas. Sé leer y escribir en tres idiomas que no se hablan desde hace miles de años y tengo ciertas nociones de hiperbóreo. He memorizado a la perfección las Cuatro Fórmulas de la Piedra Filosofal, las dos Imperfectas, la Perfecta y la Perversa. Las cuatro son imposibles de completar desde la extinción de los grifos en el cuatro mil antes de Cristo. He hablado con un hombre que aseguraba ser el Conde de Saint Germain y tengo pruebas irrefutables de la existencia de un mono parlante de setecientos años de edad. Vive en Lisboa. He leído los libros prohibidos y no me he vuelto loco, sólo un poco más cínico y amargado. Llevo en el oficio desde los catorce años y he visto algunas cosas prodigiosas y muchas cosas aburridas. Mi abuelo cazaba vampiros en América del Sur para las compañías farmacéuticas en los años cincuenta. Me enseñó todo lo que sé. Una criatura invisible lo devoró a plena luz del día en un mercado de Tánger. Eso sucedió en mil novecientos noventa y siete. Soy bastante infeliz. Tengo veintiocho años. Cuando no trabajo doy largos paseos por el zoológico de El Retiro y tiro cacahuetes a la jaula de los dodos.
   
Odio los asuntos de fantasmas. Son la cosa más aburrida del mundo. Pero no le dije eso, dije: Los fantasmas son inofensivos.
   
Ella frunció el ceño. Entonces no vas a ayudarme, dijo.
   
Claro que sí, dije. Por lo menos voy a intentarlo. Pero los fantasmas son, cómo decirlo, caprichosos. Inconstantes. Es difícil razonar con ellos.
¿Tendré que mudarme? No quiero mudarme. Me niego.
   
En ese momento, con una expresión orgullosa, casi engreída, en el rostro, me pareció bellísima. Recordé el día en que la había conocido, en un pueblo perdido de los Pirineos, una década antes. Una adolescente larguirucha y flaca, con aparato dental, a la que no hice mucho caso. La casa de mi abuelo tomada por los Dahlmann, una familia de desconocidos de visita. Niños en las habitaciones, sentados en los escalones de madera. Mi abuelo con sus cicatrices de jaguar en la cara y su abuela, rubia, alta, hermosa, conversando juntos en la lejanía, sin tocarse, fingiéndose sólo viejos amigos. Yo me atrincheré en el estudio, tras el escritorio de roble, y leí viejas enciclopedias, las mismas que mi abuelo leía conmigo cuando era niño, señalándome las ilustraciones y contando historias. Mi ilustración favorita mostraba a un dientes de sable acechando a una manada de caballos enanos en la meseta de Leng, Asia Central. Pasaba horas mirando ese dibujo. Y había otras igual de buenas. El luminoso vuelo nocturno de los alicantos en el desierto de Atacama. Las pirámides subterráneas de Rumanía. El hombre pez que apareció en Cádiz en 1679.
   
Es pronto para decir nada, le dije a Rebeca. Esto no es más que una reunión preliminar. Para evaluar la situación.

Encadenó cigarrillos. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Claro.
¿Cómo lo haces? Es decir, ¿tienes poderes o algo así?
¿Poderes?
Poderes, habilidades especiales… No sé. Te ganas la vida con estos temas. Supongo que tendrás algo… Sobrenatural.
No, no. Yo no. Pero conozco a gente que sí. Para estos asuntos no soy más que una especie de intermediario.
¿No tienes que hacer algún ritual? ¿Un exorcismo? ¿Algo?
Me encogí de hombros. No funciona así, dije.
¿Entonces qué vas a hacer?
Me gustaría pasar algún tiempo en la casa. Hacer alguna prueba. A ser posible a solas, para determinar cuál puede ser el precursor de las apariciones.
¿Quieres que me vaya?
No es necesario, pero ayudaría.
   
Rebeca miró su reloj de pulsera. Bueno, dijo. La verdad es que tendría que hacer la compra. El mercado está justo en frente. Se echó a reír. Parece una broma, ¿verdad? Tengo a un detective cazafantasmas en casa y me voy a hacer la compra.
   
Apuró lo que le quedaba de café y apagó el cigarrillo. Se puso en pie. Me iré en un momento, dijo. Entró en la habitación y cerró la puerta. Volví a beber té. En realidad no tenía ninguna prueba que hacer como no tengo ningún poder ni habilidad esotérica. No más que cualquiera. Pero en ocasiones si uno está atento puede percibir sutiles variaciones en el ambiente de una vivienda que es frecuentada por fantasmas y caer en un estado mental que propicie las apariciones.
   
Rebeca salió ataviada con una gabardina impermeable y un paraguas en la mano. ¿Cuánto tiempo necesitas?

No mucho, dije.
No creo que tarde más de media hora.
Perfecto, dije. Será suficiente.
De acuerdo, dijo. Sonrió. La primera vez que lo hacía desde que abrió la puerta. Una sonrisa nerviosa, desacostumbrada, muy cerca de quebrarse. Una sonrisa desesperada. De alguna manera esa sonrisa evocaba tribulaciones más profundas. Evocaba a la adolescente hosca que había conocido. Evocaba terribles formas de soledad.
   
Se despidió y escuché sus pasos por el largo pasillo, la puerta al abrirse y cerrarse. Paseé por el apartamento. Estaba limpio y ordenado. Quizá porque esperaba visita, la visita de un detective dispuesto a husmear y tocarlo todo. Quizá estaba siempre así. En su habitación la cama estaba hecha, había ropa doblada en una silla. Una mesa larga y blanca en la que no había otra cosa que su portátil apagado. Después volví al salón y me senté a terminar el té. Encendí el televisor y busqué un canal de noticias veinticuatro horas. Había explotado una bomba en una discoteca de Malasia. Horas después hombres armados con fusiles automáticos habían acribillado el vestíbulo de un hotel en Nueva Delhi. La Secta de los Profundos de Dagón había reivindicado ambos atentados mediante vídeos en youtube. Hombres lampiños y de repelente mirada fija en cavernas húmedas y goteantes. El presidente de Estados Unidos hacía vehementes declaraciones. Proclamaba la existencia de un eje del mal. Hablaba de la necesidad de un ataque preventivo contra archipiélago de Mu, en la costa occidental de África. Cuando comenzaron las noticias deportivas cambié a un canal de dibujos animados. Es lo único que veo en la televisión, noticias internacionales y dibujos animados. Es lo único que retiene mi atención.
   
Al rato también me aburrí de eso y me asomé al estrecho balcón del apartamento. Lloviznaba. Tráfico lento en el asfalto brillante. Paraguas abiertos como una proliferación de hongos en las aceras esperando a que los semáforos cambiasen de color. Un par de chicas guapas me pusieron melancólico. Vi a Rebeca en su camino de vuelta, en una mano la bolsa de la compra, en la otra un paraguas verde. Del color de sus uñas. Entré en el apartamento antes de que pudiera verme. Me quedé mirando el espacio que había ocupado en el sofá, la taza de café, los cigarrillos aplastados. La imaginé como había imaginado a los dientes de sable y los grifos cazando en las llanuras asiáticas y no me pareció menos formidable o feroz, envarada en la estancia gélida, con una manta sobre los hombros, encadenando cigarrillos, aterrorizada y aún así dispuesta a aguantar, a soportarlo todo. La misma veta de hierro que había podido encontrar en los preciosos ojos de su abuela. Yo, sin embargo, no soy como mi abuelo y no llevo cicatrices en el rostro.
   
Escuché la puerta de entrada y fui a encontrarla a la cocina. Estaba vaciando la bolsa. Me mostró una botella de vino. ¿Te apetece?, dijo. He pensado en invitarte a cenar.
   
Oh, dije. Gracias.

Sirvió un par de copas. He comprado pasta, dijo. De alguna manera tengo que pagarte este favor.
   
Cocinó mientras bebíamos vino. Nos trasladamos al salón con los platos y comimos sentados en el sofá. La conversación pasó de trivialidades a aquel par de días que la familia Dahlmann, convocada por su matriarca, había pasado en la casa de mi abuelo. Días raros. Yo era el único representante de mi familia en aquel cónclave. Conseguí sentirme un extraño, un exiliado, en una casa que conocía desde niño.
   
¿Qué crees que había entre nuestros abuelos?, dijo Rebeca. Estaba un poco borracha, el rostro pálido arrebolado, los ojos azules brillantes.
No lo sé, dije. No hablaba de esas cosas con mi abuelo.
Creo que eran amantes, dijo ella con una risita. Creo que se escabullían en la noche para encontrarse.
   
Forcé una sonrisa. No me gustaba pensar en mi abuelo. Puede ser, dije.
   
¿Se conocieron en Chile?
En Brasil, dije.
¿Qué harían allí? Mi abuela vivía en Buenos Aires.
Mi abuelo viajó mucho por sudamérica. Tenía negocios.
Negocios, dijo ella.
Sí. Algo así.
Tu abuelo se dedicaba a lo mismo que tú, dijo.
No, dije. Lo que hacía mi abuelo no se parece nada a lo que yo hago. Mi abuelo era… En fin, eran otros tiempos. Se podía hacer mucho dinero si no se tenían escrúpulos.
¿Y tu abuelo no los tenía?
Murió millonario.
Me pareció un hombre fascinante cuando lo conocí. Las cicatrices, el porte…
Solía causar ese efecto.
Tú me parecías muy interesante.
Ah, ¿sí?
Y ni me miraste.
Era un adolescente complicado, dije. Sufría mucho o creía que sufría mucho, que igual viene a ser lo mismo.
¿Y eso por qué?
No lo sé, dije. Ella sirvió más vino en las copas. La botella estaba casi vacía. Encendió otro cigarrillo, bebió, se me quedó mirando con fijeza.
¿Qué pasa?, dije.
Nada, dijo, pero extendió la mano y me tocó la mejilla. Aparté la cara para beber vino. Rebeca le dio un par de caladas al cigarrillo y lo dejó en el cenicero. Quizá somos parientes, dijo. Mi abuela enviudó muy joven de su primer marido, mi abuelo, y tuvo a mi madre cuando ya había muerto. Deberíamos investigar las fechas. Quizá somos medio primos o algo así. ¿Qué te parece?
Bueno, dije. Es imposible saberlo.
Cierto. Podemos hacer lo que queramos.
Volvió a tocarme la cara. Esta vez me dejé. Se acercó y me besó en los labios. Te pareces a tu abuelo, dijo.
No es cierto, dije. Me besó de nuevo. Afuera arreció la lluvia. El cielo oscuro se fue llenando de resplandores azules. Me arrastró hasta su habitación. Nos sacamos la ropa a tirones. Tenia el cuerpo tan pálido como cabía esperar. Mordía y arañaba. Se dejó caer en la cama y dijo: Quiero que me violes.
   
Le besé el cuello, le arañé con suavidad las costillas.
   
Quiero que me hagas daño.
   
Separé sus piernas con las rodillas y la inmovilicé contra el colchón. Me mordió los labios. Me dio una bofetada. Le sujeté las muñecas. Así, dijo. Átame con la corbata.

Francisco Serrano | 07 de junio de 2011

Comentarios

  1. Alberto
    2011-06-07 15:46

    Bienvenidos! Vaya arrancazo. Toda la atmósfera del noir francés más jodido y melancólico… pero con fantasmas. No creo que aguante el mes.

  2. Javi Sánchez
    2011-06-07 19:04

    ¿No hay ninguna manera de convencerles para que la hagan al menos quincenal? No sé, con Paypal o con drogas o con sexo con androides y ginoides… ¿Algo?

  3. Guillermo Zapata
    2011-06-07 19:51

    Muy bien, joder. MUY bien.

  4. Frunk
    2011-06-07 20:45

    Javi, vamos a ir primero con una periodicidad prudente (léase, COBARDER), pero no descartamos la quincenalidad.

  5. El Señor Snoid
    2011-06-08 12:21

    Estupendo. Me ha encantado.

    ¿De verdad vamos a tener que esperar un mes para seguir leyendo?.

  6. hijoeputa
    2011-06-16 14:23

    Bueno, teniendo en cuenta de que La Gente Terrible lleva un año en dique seco más o menos y no tiene visos de continuar, un mes por cada capítulo, con tal de que no me dejes esta vez a medias, bien vale la pena.


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