En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
El homúnculo de Doreclestes era una copia idéntica de su forma de anciano diminuto, con color de arcilla y un vago olor terroso. Me estaba esperando muy quieto, al otro lado de la puerta del baño, en lo que parecía un pasillo en penumbra.
El homúnculo me miró e hizo parpadear sus ojos de barro. Amo, dijo.
Ya estamos, dije. No me llames así.
Se quedó quieto, mirándome.
¿Sabes quién soy?, le dije.
Eres el detective.
Mi nombre, ¿lo conoces?
No.
¿Tu creador lo conoce?
No lo sé.
Conocía a mi abuelo. Dijo que me conocía a mí.
El homúnculo volvió a parpadear, una única vez.
No sé nada de todo eso.
Lo contemplé con cuidado. Era idéntico, el taparrabos y los tatuajes en distintos tonos de marrón. Su olor a tierra mojada y casi fértil y casi fétida, aumentó al acercarme.
¿Y entonces qué sabes?
Dónde están las ofrendas, dijo el homúnculo. Cómo llegar hasta ellas. Que tengo que servir al detective y después se agotará mi aliento y seré polvo y nada más.
Bien, dije. Llévame hasta las ofrendas.
Las ofrendas están en tres sitios diferentes, tendremos que ir muy lejos.
¿Cuánto tardaremos?
Muy poco si me sigue, detective.
Recorrimos el pasillo en penumbra hasta que las paredes se fueron separando y hundiendo en la oscuridad. Tardé en darme cuenta de que la luz provenía del mismo homúnculo, un leve resplandor como si estuviera encendido, pero que no se percibía al mirarlo directamente. Nuestros pasos comenzaron a despertar ecos lejanos y noté un olor a mar. El suelo se volvió irregular, piedra desnuda y húmeda.
Las ofrendas han sido compartidas, dijo. Fueron entregadas por mi creador a los súbditos de él y ellos dispusieron de ellas a voluntad.
¿Quién es él?
Doreclestes no quiso decírmelo.
Mi creador no quiso que yo supiera su nombre para que no pudiera decírselo, detective, ni pensarlo ni tenerlo en la boca de ninguna manera.
¿Pero sabes quién es?
Los pies del homúnculo chapotearon en un charco lleno de algas. Sé quién es como sé qué es la oscuridad y qué es la luz, dijo.
¿Podrías darme alguna pista más?
No, dijo. Sé lo que sé y nada más.
Tu creador te cargó unos programas muy limitados.
El homúnculo no respondió a eso. Caminábamos ya al aire libre, bajo un cielo negro y cargado. Penachos de niebla se arremolinaban adelante, alrededor unas formas achaparradas y negras. Una empalizada podrida. Chozas.
¿Dónde estamos?, dije en un susurro.
En un pueblo de la gente del río.
¿Seguimos en la infernalia?
No, detective.
¿Es mi mundo?
En parte. Estamos en dos mundos a la vez.
El mío y otro.
Sí, detective.
¿Qué río es?
No tiene nombre que yo conozca, dijo el homúnculo, pero es uno de los tres que van a morir al lago Hali.
Me detuve. Hali, dije. No es posible.
El homúnculo se volvió parar mirarme. Tenemos que avanzar, dijo. Ya casi hemos llegado.
Si estamos cerca de Hali quiere decir que estamos cerca de…
Detective, tenemos que avanzar.
El homúnculo no iba a discutir conmigo ni a darme más información. Caminamos hacia el poblado, envueltos en la niebla. No había ni un alma a la vista, solo las chozas con techos de paja y musgo seco de los que caían además líquenes, manchados de mierda de pájaro. Los suelos eran barro negro. Me fijé en los pies que el homúnculo iba metiendo y sacando de charcos, temiendo que se deshiciera, pero no parecía afectarle el agua. Tenía los pelos de punta. El viento hacía crujir la paja de los tejados, movía fetiches hechos de pelo negro y plumas y raspas de pescado que colgaban de las ventanas y los marcos de las puertas. Llegamos a una especie de corral cubierto por un toldo. Había animales dentro, cabras, cerdos…
Aquí está la primera de las ofrendas, dijo el homúnculo.
Empujé la puerta del corral. El olor era insoportable. A mierda y a sangre. Las cabras me miraron y algunas tenían ojos de más, inflamados y rojos, cuatro y hasta seis cuernos y patas vestigiales y rosadas como los fetos en el vientre, y lo que se inclinaba sobre los restos del rico empresario, propietario de un equipo de fútbol con aspiraciones políticas no eran cerdos aunque tenían morros similares y pelo de perro y se acuclillaban como monos para comer de su pecho abierto. Habían dispuesto el cadáver, la cabeza sin ojos por un lado, el torso por otro, las piernas y brazos en una esvástica levógira, a los pies de una talla en madera de algo que dolía mirar, que era sólido y líquido a la vez, y cuya base estaba llena de cera de velas y cabezas de pescado y carroña de sacrificios diversos y que coronaba un rostro de extraña serenidad, casi hermoso, todo lo hermoso que puede ser algo creado en un arrebato de locura con un hacha desafilado. Cerré la puerta del corral. Vámonos, dije.
¿No quiere llevarse la ofrenda?, dijo el homúnculo.
No, no quiero. Vámonos.
Sígame.
Salimos del poblado. ¿Todas las ofrendas estarán así?, dije.
No lo sé.
¿Quién ha hecho esto?
La gente del río. Lo adoran a él, pero aquí no es seguro adorarlo porque otros tienen un ascendente mayor. Aunque quizá no mayor poder. Es un culto secreto.
Llegamos a un embarcadero. Iremos río abajo, dijo el homúnculo.
Espera, dije. ¿Vamos a llegar hasta el lago?
No será necesario.
El homúnculo se puso a los remos y yo me senté frente a él. Desató la soga del embarcadero y empujó con el remo. La corriente nos arrastró despacio. El poblado se alejó.
¿Dónde estaban los habitantes del pueblo, esa gente del río?
Escondidos.
¿Por qué?
Porque le temen, detective.
Suspiré. ¿Por qué me iban a temer a mí?
El homúnculo no hizo ningún gesto pero fue como si se encogiera de hombros. No han visto a nadie como usted, dije. O le conocen, como le conoce mi creador.
Ya, dije. Ya.
La ribera se alejaba, llena de juncos y maleza. La niebla era un muro denso unos metros tierra adentro y apenas se distinguían ya las siluetas de las chozas. Giré la cabeza hacia el curso del río. Soplaba un viento frío que me hizo temblar pero que alejó la fetidez. Río abajo estaba el lago Hali, si lo que decía el homúnculo era cierto, el lago de profundidad desconocida que baña las murallas de la ciudad de Carcosa, un lugar de tal espanto que hasta para mí era complicado considerarlo otra cosa que leyenda. Un lugar que no quería visitar bajo ningún concepto y en el que me obligué a no pensar. Todavía faltaba un año, un año que pasaría rápido y lleno de peligros, para que tuviera que hacer algo más que visitarlo. Pero eso es otra historia, una que todavía no estoy preparado para contar.