En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Visité Nueva Inglaterra a los diecisiete años. Mi abuelo me llevó cuando, al fallecer un antiguo amigo suyo, le fue entregada su vasta biblioteca en herencia así como la obligación de ejecutar ciertos aspectos del testamento. Por aquel entonces yo era un adolescente huraño, apesadumbrado y con los destrozados nervios de un personaje de novela rusa, por culpa de una mujer, una mujer desaparecida, una mujer más en la larga lista de mujeres muertas y desaparecidas de mi familia, pero la primera, pues a mi madre apenas la recuerdo, con cuya ausencia tuve que lidiar.
La casa, una mansión en realidad, estaba en zona ballenera. En el trayecto desde el aeropuerto, por una carretera sinuosa que bordeaba la costa, pudimos ver cachalotes a lo lejos, entrando y saliendo del frío océano como eslabones de una misma cadena, y el ocasional chorro de vapor de los espiráculos. Recuerdo de aquel trayecto una luz extraña, crepuscular, que se filtraba por los cristales del coche de alquiler, una luz que me pareció americana pero que no respondía a otra cosa que a mi estado de ánimo, e iluminaba como volviéndolo de piedra el rostro marcado de mi abuelo, los cañones de sus cicatrices de jaguar que le cruzaban el puente de la nariz, una ceja, un pómulo y que, tantos años después de haber sido herido, habían perdido el aspecto agusanado y rosa de los costurones convencionales. Parecían acanaladuras tribales de guerrero caníbal, de doctor brujo, de cacique bajo el volcán, cosas que mi abuelo era a su manera particular, tan cierto como si tuviera el rostro pintado con sangre y ceniza y no solo con la luz de aquel crepúsculo americano y frío.
La mansión era blanca y de estilo colonial, con un porche lleno de columnas y una galería acristalada que había sido usada como invernadero en el pasado. Tres plantas y una veintena de habitaciones. Los criados permanecían en la finca y la mantenían impoluta. Eran dos, muy ancianos, hombre y mujer. Matrimonio, supuse. Se hicieron cargo de nuestro equipaje y nos instalaron en unas habitaciones de la segunda planta. Como una suite de hotel mi habitación tenía un pequeño recibidor, sala de lectura y café, las paredes forradas con volúmenes encuadernados en piel y cuadros de escenas náuticas, balleneros alzando arpones contra el leviatán y la tempestad, el dormitorio propiamente dicho, con una cama con dosel historiado de motivos boscosos, los cortinajes recogidos por cordeles dorados, y un baño marmóreo en el que se sostenía una bañera de porcelana sobre patas de león o grifo. Todo tenía el aspecto de ser mucho más viejo que yo, de llevar una inmensidad de tiempo allí.
Una vez instalados mi abuelo se desentendió de mí y se dispuso a expurgar la biblioteca de la mansión. Apenas me atreví a entrar en la estancia. Si los libros en la sala de lectura de la habitación me habían impresionado un tanto, en la biblioteca perdí el aliento. Estanterías y estanterías de libros, miles de ejemplares, ninguno con la apariencia de haber salido de una imprenta moderna. En vitrinas se exhibían papiros y manuscritos ilustrados por monjes y alquimistas muertos siglos antes, la mayoría tratados herméticos, encriptados y simbólicos. Supe que lo que se veía, lo que se mostraba, sólo era la punta de un iceberg de misterio arcano. Mi abuelo había dispuesto una docena de incunables encuadernados en piel, algunos con remaches y guardas metálicas, en atriles y esparcido multitud de legajos por la larga mesa de roble de la biblioteca. Las luces de lectura creaban isletas amarillas en la penumbra de la estancia sin ventanas.
Vagabundeé por la casa, sin nada mejor que hacer. Algunas habitaciones estaban cerradas pero la mayoría no. En la primera planta encontré una sala de esparcimiento, en la que había una mesa de billar, los tacos pulcramente dispuesto en un soporte en la pared, una barra y un mueble bar muy bien surtido. Vi una botella abierta de Talisker, una marca que recordaba del propio mueble bar de mi abuelo, y me serví una copa generosa, sin hielo. El whisky nunca me sienta bien. Olisqueé la bebida y solo el aroma me pareció repugnante. Seguí paseando por la casa, con la copa intacta en la mano. El matrimonio de criados se había desvanecido. Quizá dormían en otra casa, dentro de la propiedad, quizá estaban en una de las múltiples habitaciones cerradas. Ya se había hecho de noche. En un salón alfombrado con cabezas de oso y huesos de ballena en las paredes contemplé por un ventanal a ras de suelo el mundo exterior, los jardines traseros, abandonados y cubiertos de maleza oportunista, y un pequeño pero denso bosque de árboles de corteza oscura y hoja negra. Viejas estatuas y esculturas de piedra descollaban entre la vegetación salvaje, figuras mitológicas, monstruos, un Bomarzo americano. Los jardines terminaban en una loma en la que no crecía más que la hierba, una hierba gris, mortecina, y algún árbol solitario, tras la cual, imaginé, se encontraba la playa y el océano. Comenzó a nevar. Pasé mucho rato allí de pie, la nariz inundada por los vapores del whisky, temblando de frío pues nadie había encendido la calefacción, contemplando la nieve que caía azulada por la luz de la luna. Al principio apenas reparé en las sombras que se movían en la linde del bosque. Algo sinuoso y estilizado, fluido. Casi derramé la copa, convenciéndome de que no veía lo que creía ver. Pensé primero en ella, en Giovanna, porque no había dejado de pensar en ella en ningún momento. Salí tan deprisa que no se me ocurrió ni abandonar la copa ni coger mi abrigo. Anduve por los jardines, escrutando la oscuridad, la luz lunar electrizando el paisaje tan blanco y tan negro, sin lograr ver más sombras. La nieve se posaba lenta y cerraba los ojos de la Hidra y de la Medusa, velaba los rasgos toscos de un hombre de piedra en lucha con una jauría de perros, llenaba las fauces abiertas de un ogro que surgía de la tierra. Caminé hasta el bosque en el que creía haber visto las sombras fluidas. Los árboles eran tenebrosos. Tenía el pelo y la ropa húmedos pero seguí avanzando. Había lápidas entre los árboles, muy desgastadas y muy viejas, algunas trituradas por las raíces, aplastadas entre troncos, y un sendero que llevaba hasta la entrada de una cripta. Prefería evitar ese camino y me interné entre los árboles hasta salir del bosque y llegar a la loma. Tenía los pies calados y no dejaba de temblar. Subí hasta lo más alto, no mucho en realidad, y en efecto, allí estaba la playa y el océano. Bajo la nevada no parecía un escenario de este mundo. Era un lugar para elementales, para pies feéricos, delicados y desnudos, que pisaran y danzaran sin dejar huella. Giovanna. Apuré la copa de un trago que me abrasó la garganta. Sabía a nieve, a humo y a sal marina. Se me subió a la cabeza al instante y me hizo lagrimear y tener arcadas. Contuve el vómito. Pensé en Giovanna y en su pelo negro. En Giovanna y su acento napolitano. En Giovanna y el País Borroso. Vomité de vuelta a la casa, bajo la estatua de Diana Cazadora, y al día siguiente me sentí terriblemente enfermo y melancólico.