Libro de notas

Edición LdN
El detective del País Borroso por Francisco Serrano

En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.

Infernalia. Parte Tercera

Algo dentro de la oscuridad se desplegó, más negro y más denso que aquella negrura total, dos nubes, dos alas, dos brechas continentales. Al parpadear se quedaba en mi retina, quizá en el lóbulo frontal, una imagen residual, como una quemadura de magnesio, algo que tenía ojos de gato y astas de antílope, lomo de búfalo y zarpas de león, morro de oso y lengua bífida y al volver a parpadear se quedaba de nuevo grabado el cráneo escamoso, la cara de araña, las enhiestas placas dorsales y casi se podía escuchar las pezuñas hendidas chirriar contra la piedra negra. Deja de hacer eso, dije. Da dolor de cabeza.

Yo soy el que soy, dijo la cosa con una voz que atronó por toda la suite. ¿Tú qué eres, humano? Miserable criatura, póstrate ante mí y tu tormento no será infinito.

Me puse en pie. Joder, dije. Algo de la cocaína suspendida en el aire me había llegado y comenzaba a sentir los efectos, una sensación anestésica en las fosas nasales y el fondo de la garganta.

Soy el Príncipe de los Infiernos, dijo la cosa. General de las Huestes Rojas, Mariscal de las Brigadas Ardientes, Supremo Diácono del Sufrimiento y…

Te llaman Doreclestes, dije. Lo he visto escrito ahí.

Señalé la mesa volcada.

La cosa quedó en silencio. Solo se escuchaba un rumor como de llamas.

¿No dices nada? Bueno, a ver, si no recuerdo mal, porque la demología nunca me ha interesado mucho, eras objeto de algún culto hace tres o cuatro milenios. Ni por aquel entonces eras muy poderoso…

Se te hinchará la lengua dentro de la boca por eso que has dicho, dijo la cosa. Durante mil años. Tanto que tendrás que arrancártela a mordiscos para poder respirar pero nunca dejará de crecer y de hincharse. Mil años y solo entonces comenzaré a torturarte.

Ya. Vale.

Arrastraré contigo a todos tus seres queridos y sufrirán los mismos tormentos mientras tú miras.

Señalé la mesa volcada de nuevo. Sabes, dije. Dentro de tu nombre he visto escrito otro nombre. Uno mucho más complicado.

No conoces mi nombre, dijo la cosa con volumen que hizo temblar las ventanas. No conoces ninguno de mis nombres.

Doreclestes, dije. No me obligues porque te va a doler y todavía tenemos una oportunidad de solucionar esto por las buenas.

El suelo tembló, la oscuridad del dormitorio tembló.

Y dije el auténtico nombre de la cosa. El grito que surgió de la habitación fue horrible, de una agonía y una sorpresa espeluznantes. La oscuridad se desvaneció y el dormitorio quedó en penumbra.

Por favor, dije. Sal de una vez. Con alguna forma que no me dé dolor de cabeza, a ser posible.

Lo que salió de la habitación tenía el tamaño de un niño de cinco años pero la piel arrugada y el pelo blanco de un anciano medio calvo. Llevaba un taparrabos deshilachado y los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes deteriorados, constelaciones que habían cambiado, signos inescrutables. Imaginé que era el aspecto aproximado de sus primeros cultores, algún pueblo de más allá del delta del Nilo. Amo, dijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y se tiró al suelo y arrastró por la moqueta hasta mis pies. Amo, por favor, no me dañes, amo, solo soy un pobre infeliz, solo soy una rata, amo, amo, no me dañes más, te obedeceré en todo. Por favor, amo, por favor, acéptame como tu siervo, como tu esclavo, haré todo lo que quieras, amo.

Lloraba con lágrimas grandes y tenía las manos llenas de mataduras, las articulaciones hinchadas.

¿Te apareces así para que no te dé una paliza?, dije. Compórtate.

No dejó de llorar pero se puso de rodillas. Oh, amo, lo siento tanto, dijo. Todo ha sido una equivocación. Un terrible error.

Extendió las manos hacia mí. Pero podemos solucionarlo, dijo. Si me aceptas como siervo. Seré tu más abyecto esclavo. Cualquier cosa que quieras que haga será hecha. Cualquier cosa que haya hecho será deshecha según tu voluntad. ¿Me aceptas?

Lo miré con atención. El rostro arrugado como algo que se ha podrido y secado. Tenía los ojos amarillos. No, dije.

La cosa levantó el labio superior. Tenía los dientes grises y comidos por la caries. Amo, dijo.

No soy tu amo, dije. Tú y yo no entraremos en tratos de ningún tipo. ¿Comprendes?

La cosa se puso en pie. Incluso con ese aspecto transmitía una sensación de amenaza, de veneno puro. Pese a lo que le había dicho, sí que era una criatura de cierto poder, algo muy peligroso para manejar. Bufó como un gato. Sus ojos ya no lloraban y estaban entornados con rabia. Yo sólo sé hacer tratos, dijo. Conmigo se negocia.

Nunca hagas tratos con demonios, dije. Es lo que decía mi tutor, aunque él no os llamaba demonios. Porque es lo que mejor se os da. Los tratos y las mentiras. Siempre ganáis porque no tenéis nada que perder. No haré tratos contigo ni con ninguno de tu condición. Sin embargo me obedecerás.

Aquellos eran consejos de Devries. Él los llamaba Fuerzas Exteriores o Espíritus del Vacío, entes ciegos y sin voluntad que podían ser traídos a nuestro mundo. Una vez aquí estaban obligados a vivir en un mundo intermedio, en planos inmateriales o en infernalias, eternamente fascinados, intrigados y maravillados por la materia, por sus posibilidades, por los sentidos, adictos al mundo tangible al que sólo podían acceder de manera incompleta.

¿Por qué?, dijo la cosa. Se había alejado un par de pasos. Me lo imaginé saltándome a la cara. Tenía unas manos de dedos largos y uñas duras, perfectos para sacar ojos. Me señaló con un índice huesudo y sucio. Tienes que pactar conmigo o de lo contrario…

Entonces me limité a coger su dedo con una mano y a retorcerlo hasta que el hueso se rompió. La cosa aulló. Aquél era un truco de mi abuelo y la sensación de los tendones desgarrándose y el chasquido del hueso me revolvió el estómago. Pero miré a la cosa con un rostro duro, inmutable, una mueca sin expresión. Una máscara de mi abuelo.

Porque conozco todos tus nombres, dije, lo que era mentira. Los nombres que te ensalzan y los nombres que te dañan. Porque te daré una paliza. Porque te arrojaré al vacío del que provienes y que es lo que más temes. No es un trato, es una amenaza. No descarto hacerlo de todas maneras.

Mi voz había bajado, se había vuelto más grave, casi rasposa. Aquello tampoco era mi voz.

Solté el dedo y la cosa se retiró, bufando y babeando. Hijo de puta, dijo. Estas no son formas.

Bueno, así hago yo las cosas.

Se metió el dedo en la boca y chupó con fuerza. Al sacarlo brillaba de saliva y ya no estaba roto. ¿Qué quieres, entonces?, dijo.

A la gente que te has llevado, dije.

Me he llevado a mucha gente, dijo. Hubo un tiempo en que me los llevaba de cien en cien en fiestas que duraban toda una estación y…

Me refiero a los que te has llevado esta noche, de esta habitación.

La cosa miró a su alrededor. Ah, dijo. Los tres. El hombre, la mujer y la bruja.

Se acuclilló de una manera peculiar, con las plantas de los pies planas en la moqueta. No sabía que estábamos en el mismo sitio. ¿Cuándo fue eso?

Hace unas horas, dije y por la manera en que me miró me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que le hablaba. ¿Cuánto tiempo ha pasado para ti?

¿Tiempo?, dijo. Eso es lo que me da dolor de cabeza a mí.

Metió la mano en el taparrabos y sacó una pequeña pipa, la encendió chasqueando los dedos sobre la cazoleta y se puso a fumar.

¿Me lo vas a decir?, dije, intentando disimular lo atónito que estaba por su cambio de actitud. El humo de la pipa olía a cáñamo.

No quiero meterme en problemas, dijo. No quiero que me hagas más daño.

Te haré mucho daño, dije. Te expulsaré de este mundo.

La cosa negó con la cabeza. Hay destinos peores, dijo. Por increíble que te parezca.

Di un paso hacia él y la cosa se encogió. Dio una calada nerviosa a la pipa.

¿Qué has hecho con ellos? Empieza por ahí.

Entregué mis ofrendas, dijo. A otros.

Ellos no eran ofrendas, la bruja y el hombre, dije. La ofrenda era la cocaína y la mujer joven.

La cosa sonrió. Oh, claro que eran ofrendas, dijo. Solo que ellos no lo sabían. Estaban deseosos de pactar conmigo.

¿Y los entregaste a otros?

Sí, dijo. Tengo, uh, deudas, ¿sabes? Compromisos adquiridos.

A quiénes.

La cosa negó con la cabeza.

Te mostraré el camino, dijo. Pero prefiero que me devuelvas al vacío a meterme en problemas con… él.

¿Quién?

No puedo decir su nombre o nos escuchará. Tú no quieres eso. No lo sabes pero no lo quieres. Rómpeme todos los dedos de la mano, arráncame todos los dientes, sácame los ojos, haz lo que quieras, no diré su nombre.

Vas a tener que traer tus ofrendas de vuelta, dije.

No podría aunque quisiera, dijo. Ya no son míos. Créeme.

Pensé en hacerle daño de nuevo. Aquellas cosas eran mentirosos sin solución, embusteros consumados incapaces de decir la verdad. Mentían porque sí, mentían por si acaso. Porque la verdad, el auténtico nombre de las cosas, siempre es fuente de poder y es mejor no compartir nada.

¿Entonces? Me estás enfadando lo suficiente como para hacerte daño por capricho.

La cosa no respondió. Siguió fumando en silencio. No haremos tratos ni cerraremos pactos, dijo al fin. Pero tendrás que hacerme una promesa.

No.

Sabes que no es lo mismo una promesa que un pacto, dijo. Tus amenazas eran promesas de dolor y no te comprometen con otro que contigo mismo. Yo te mostraré el camino a las ofrendas y después me dejarás ir.

¿Por qué?

Te lo acabo de decir, al otro lado hay destinos peores que el vacío.

De acuerdo, dije. Te prometo que te dejaré ir. También te prometo que si me engañas de alguna manera te traeré de vuelta usando todos tus nombres, te daré una paliza y te echaré para siempre de este mundo y de cualquiera en el que habites.

Confío en tu promesa, dijo. Metió de nuevo la mano en el taparrabos y sacó entre el índice y el pulgar una bolita marrón.

Dime que eso no es mierda, dije.

Es arcilla, dijo. Me miró con rencor. Cerró el puño entorno a la bolita y sopló dentro. Al abrirlo tenía la mano vacía. Mi homúnculo, dijo. Te espera al otro lado.

Por dónde…

La cosa señaló la puerta del baño. Por ahí mismo, dijo.

Si me mientes…

Descartó el asunto con un gesto despectivo de la mano. ¿Puedo irme ya?, dijo.

Puedes.

Se puso en pie, dio otra calada a la pipa y se volvió hacia la puerta del dormitorio. Que tengas buen viaje, dijo. Te vas a meter en muchos más problemas de los que crees.

Siempre me pasa, dije.

La oscuridad se condensó de nuevo dentro del dormitorio.

¿A dónde vas ahora?

Lejos, dijo. Lejos de una manera que no puedes ni concebir. Y ni así será lo bastante lejos si él se enfada conmigo. En serio, espero que se enfade solo contigo y te dé tu merecido. Se miró el índice que le había roto. Todavía me duele, dijo. Menudo hijo de puta eres, digno nieto de tu abuelo.

Yo me estaba volviendo hacia la puerta del baño. ¿Qué has dicho?, dije.

La cosa sonrió. Que eres un digno nieto de tu abuelo, dijo. Tu difunto abuelo cuya alma espero que esté siendo violada y despedazada en el peor círculo del infierno.

¿Conoces a mi abuelo?, dije. ¿Me conoces a mí?

La cosa dio un paso dentro de la oscuridad y desapareció. Todo el mundo te conoce, imbécil, dijo desde el otro lado y un segundo más tarde ya estaba demasiado lejos como para hacerle ninguna pregunta.

Francisco Serrano | 07 de noviembre de 2013

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