En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Que nadie entre después, dije. Hasta, no sé, el amanecer.
Avendaño me miró muy serio. Había costado convencerle de mi plan y todavía podía echarse atrás. ¿Qué pasará si te pilla el amanecer ahí dentro? ¿Perderás tu alma inmortal?
Aquello era su idea de un chiste.
Ah, ni idea, dije. Lo más probable es que me encontréis dormido en el sofá. Odio la magia, nunca se me ha dado bien.
Creía que era eso a lo que te dedicabas.
Mi oficio es algo más técnico.
Todo el mundo fuera, volvió a pedir Avendaño. En realidad ya estaban todos fuera de la suite, solo quedábamos el inspector y yo.
Detective, dijo en cuanto puso los pies en el pasillo. Me viene fatal que desaparezcas tú también.
A mí peor, dije, me he dejado la calefacción puesta en casa.
Avendaño hizo un amago de sonreír y cerró la puerta. Me permití un parpadeo largo, esperando los gritos, una legión de demonios con tridente brotando de las paredes, los muebles transmutados en potros de tortura manchados de carroña. Pero no sucedió nada, todo permaneció en silencio. Mucho más silencio del esperable, pues al otro lado de la puerta había una docena de personas. Me acerqué a la puerta y pegué el ojo a la mirilla. Un pasillo vacío y enmoquetado, idéntico al que acababa de abandonar. Puse la mano en el pomo de la puerta, pensando en qué pasaría si tiraba de él. Me aparté. No estaba del todo seguro de que fuera a salir al mundo en el que estaba Avendaño, no de momento.
Resoplé y me di una vuelta por la suite. Ya había estado antes, durante una visita de mi padre. La clase de estancia al mismo tiempo lujosa y austera que iba con su carácter. Había estado sentados alrededor de la mesa del sacrificio, ahora llena de vevés de cocaína, un diseño imbricado hecho con cuchilla de afeitar y uña afilada. Reconocí algunos de los menores, similares a ciertos símbolos alquímicos arcanos, y logré descifrar cómo se relacionaban con los demás, superponiéndose, enredándose, creando vevés mayores. Filiaciones y jerarquías, coordenadas de destino, las de los invocadores, las de la otra cosa, la que estaba al otro lado del umbral. Aquello era un mapa y al mismo tiempo un nombre. Bueno, dije. Espero que no seas igual de feo que tu nombre.
Me senté el sofá que había ocupado mi padre. Hablábamos sobre la desaparición de mi abuelo, los tremendos restos de su fortuna que estaban emergiendo. Mi padre sólo quería desentenderse del asunto y volver a Estados Unidos. Muy serio, muy envarado. En la puerta me había dado el pésame por el viejo, al que dábamos por muerto, como si no hablase de su propio padre.
Esperé unos minutos, aburrido. ¿Tengo que decir tu nombre en voz alta?, dije. ¿Tengo que ofrecerte algún sacrificio?
Se me ocurrió buscar por la habitación, los instrumentos del rito tendrían que estar en alguna parte, si los policías no los habían retirado. Algo con lo que hacerme un corte en el dedo, dejar caer unas gotas de sangre en la mesa. Quizá eso bastase. Pero eso me haría entrar en tratos con la cosa, que es lo peor que puedes hacer. No es lo que quería. Me incliné soplé la cocaína, había bastante y en trazos gruesos, así que tuve que emplear a fondo los pulmones. Soplé hasta emborronarlo todo y después, porque sí, volqué la mesa con el pie. La madera hizo un sonido apagado en la moqueta.
Me retrepé de nuevo en el sofá. Me di cuenta de que tenía las manos enlazadas de la misma manera que mi padre y las dejé sobre las rodillas. La luz del dormitorio de la suite se encendió. Miré con curiosidad. La cama enorme, un armario con espejos en los que algo… Las luces parpadearon, chisporrotearon, hubo un estallido de cristales en el techo y la oscuridad que enmarcaba la puerta del dormitorio se hizo absoluta, una negrura espacial de la que surgió un viento frío, gélido. Tú, dijo una voz profunda, cavernosa. Humano. Quién eres y cómo te atreves a tocar mis ofrendas.
Me froté los ojos. La oscuridad daba náuseas.
¿Eres quien creo que eres?
Soy el que soy, soy el que es, soy la fuerza que hace girar las ruedas del infierno, soy el chillido de los espíritus en la noche, soy…
Sólo quiero saber si estás muy cabreado conmigo, dije.
Se hizo un silencio largo. Serás violado y descuartizado mil veces por tu insulto, dijo la voz.
Sonreí. Vamos allá, dije.