El homúnculo me miró e hizo parpadear sus ojos de barro. Amo, dijo.
Ya estamos, dije. No me llames así.
Se quedó quieto, mirándome.
¿Sabes quién soy?, le dije.
Eres el detective.
Mi nombre, ¿lo conoces?
No.
¿Tu creador lo conoce?
No lo sé.
Conocía a mi abuelo. Dijo que me conocía a mí.
El homúnculo volvió a parpadear, una única vez.
No sé nada de todo eso.
Lo contemplé con cuidado. Era idéntico, el taparrabos y los tatuajes en distintos tonos de marrón. Su olor a tierra mojada y casi fértil y casi fétida, aumentó al acercarme.
¿Y entonces qué sabes?
Dónde están las ofrendas, dijo el homúnculo. Cómo llegar hasta ellas. Que tengo que servir al detective y después se agotará mi aliento y seré polvo y nada más.
Bien, dije. Llévame hasta las ofrendas.
Las ofrendas están en tres sitios diferentes, tendremos que ir muy lejos.
¿Cuánto tardaremos?
Muy poco si me sigue, detective.
Recorrimos el pasillo en penumbra hasta que las paredes se fueron separando y hundiendo en la oscuridad. Tardé en darme cuenta de que la luz provenía del mismo homúnculo, un leve resplandor como si estuviera encendido, pero que no se percibía al mirarlo directamente. Nuestros pasos comenzaron a despertar ecos lejanos y noté un olor a mar. El suelo se volvió irregular, piedra desnuda y húmeda.
Las ofrendas han sido compartidas, dijo. Fueron entregadas por mi creador a los súbditos de él y ellos dispusieron de ellas a voluntad.
¿Quién es él?
Doreclestes no quiso decírmelo.
Mi creador no quiso que yo supiera su nombre para que no pudiera decírselo, detective, ni pensarlo ni tenerlo en la boca de ninguna manera.
¿Pero sabes quién es?
Los pies del homúnculo chapotearon en un charco lleno de algas. Sé quién es como sé qué es la oscuridad y qué es la luz, dijo.
¿Podrías darme alguna pista más?
No, dijo. Sé lo que sé y nada más.
Tu creador te cargó unos programas muy limitados.
El homúnculo no respondió a eso. Caminábamos ya al aire libre, bajo un cielo negro y cargado. Penachos de niebla se arremolinaban adelante, alrededor unas formas achaparradas y negras. Una empalizada podrida. Chozas.
¿Dónde estamos?, dije en un susurro.
En un pueblo de la gente del río.
¿Seguimos en la infernalia?
No, detective.
¿Es mi mundo?
En parte. Estamos en dos mundos a la vez.
El mío y otro.
Sí, detective.
¿Qué río es?
No tiene nombre que yo conozca, dijo el homúnculo, pero es uno de los tres que van a morir al lago Hali.
Me detuve. Hali, dije. No es posible.
El homúnculo se volvió parar mirarme. Tenemos que avanzar, dijo. Ya casi hemos llegado.
Si estamos cerca de Hali quiere decir que estamos cerca de…
Detective, tenemos que avanzar.
El homúnculo no iba a discutir conmigo ni a darme más información. Caminamos hacia el poblado, envueltos en la niebla. No había ni un alma a la vista, solo las chozas con techos de paja y musgo seco de los que caían además líquenes, manchados de mierda de pájaro. Los suelos eran barro negro. Me fijé en los pies que el homúnculo iba metiendo y sacando de charcos, temiendo que se deshiciera, pero no parecía afectarle el agua. Tenía los pelos de punta. El viento hacía crujir la paja de los tejados, movía fetiches hechos de pelo negro y plumas y raspas de pescado que colgaban de las ventanas y los marcos de las puertas. Llegamos a una especie de corral cubierto por un toldo. Había animales dentro, cabras, cerdos…
Aquí está la primera de las ofrendas, dijo el homúnculo.
Empujé la puerta del corral. El olor era insoportable. A mierda y a sangre. Las cabras me miraron y algunas tenían ojos de más, inflamados y rojos, cuatro y hasta seis cuernos y patas vestigiales y rosadas como los fetos en el vientre, y lo que se inclinaba sobre los restos del rico empresario, propietario de un equipo de fútbol con aspiraciones políticas no eran cerdos aunque tenían morros similares y pelo de perro y se acuclillaban como monos para comer de su pecho abierto. Habían dispuesto el cadáver, la cabeza sin ojos por un lado, el torso por otro, las piernas y brazos en una esvástica levógira, a los pies de una talla en madera de algo que dolía mirar, que era sólido y líquido a la vez, y cuya base estaba llena de cera de velas y cabezas de pescado y carroña de sacrificios diversos y que coronaba un rostro de extraña serenidad, casi hermoso, todo lo hermoso que puede ser algo creado en un arrebato de locura con un hacha desafilado. Cerré la puerta del corral. Vámonos, dije.
¿No quiere llevarse la ofrenda?, dijo el homúnculo.
No, no quiero. Vámonos.
Sígame.
Salimos del poblado. ¿Todas las ofrendas estarán así?, dije.
No lo sé.
¿Quién ha hecho esto?
La gente del río. Lo adoran a él, pero aquí no es seguro adorarlo porque otros tienen un ascendente mayor. Aunque quizá no mayor poder. Es un culto secreto.
Llegamos a un embarcadero. Iremos río abajo, dijo el homúnculo.
Espera, dije. ¿Vamos a llegar hasta el lago?
No será necesario.
El homúnculo se puso a los remos y yo me senté frente a él. Desató la soga del embarcadero y empujó con el remo. La corriente nos arrastró despacio. El poblado se alejó.
¿Dónde estaban los habitantes del pueblo, esa gente del río?
Escondidos.
¿Por qué?
Porque le temen, detective.
Suspiré. ¿Por qué me iban a temer a mí?
El homúnculo no hizo ningún gesto pero fue como si se encogiera de hombros. No han visto a nadie como usted, dije. O le conocen, como le conoce mi creador.
Ya, dije. Ya.
La ribera se alejaba, llena de juncos y maleza. La niebla era un muro denso unos metros tierra adentro y apenas se distinguían ya las siluetas de las chozas. Giré la cabeza hacia el curso del río. Soplaba un viento frío que me hizo temblar pero que alejó la fetidez. Río abajo estaba el lago Hali, si lo que decía el homúnculo era cierto, el lago de profundidad desconocida que baña las murallas de la ciudad de Carcosa, un lugar de tal espanto que hasta para mí era complicado considerarlo otra cosa que leyenda. Un lugar que no quería visitar bajo ningún concepto y en el que me obligué a no pensar. Todavía faltaba un año, un año que pasaría rápido y lleno de peligros, para que tuviera que hacer algo más que visitarlo. Pero eso es otra historia, una que todavía no estoy preparado para contar.
]]>Yo soy el que soy, dijo la cosa con una voz que atronó por toda la suite. ¿Tú qué eres, humano? Miserable criatura, póstrate ante mí y tu tormento no será infinito.
Me puse en pie. Joder, dije. Algo de la cocaína suspendida en el aire me había llegado y comenzaba a sentir los efectos, una sensación anestésica en las fosas nasales y el fondo de la garganta.
Soy el Príncipe de los Infiernos, dijo la cosa. General de las Huestes Rojas, Mariscal de las Brigadas Ardientes, Supremo Diácono del Sufrimiento y…
Te llaman Doreclestes, dije. Lo he visto escrito ahí.
Señalé la mesa volcada.
La cosa quedó en silencio. Solo se escuchaba un rumor como de llamas.
¿No dices nada? Bueno, a ver, si no recuerdo mal, porque la demología nunca me ha interesado mucho, eras objeto de algún culto hace tres o cuatro milenios. Ni por aquel entonces eras muy poderoso…
Se te hinchará la lengua dentro de la boca por eso que has dicho, dijo la cosa. Durante mil años. Tanto que tendrás que arrancártela a mordiscos para poder respirar pero nunca dejará de crecer y de hincharse. Mil años y solo entonces comenzaré a torturarte.
Ya. Vale.
Arrastraré contigo a todos tus seres queridos y sufrirán los mismos tormentos mientras tú miras.
Señalé la mesa volcada de nuevo. Sabes, dije. Dentro de tu nombre he visto escrito otro nombre. Uno mucho más complicado.
No conoces mi nombre, dijo la cosa con volumen que hizo temblar las ventanas. No conoces ninguno de mis nombres.
Doreclestes, dije. No me obligues porque te va a doler y todavía tenemos una oportunidad de solucionar esto por las buenas.
El suelo tembló, la oscuridad del dormitorio tembló.
Y dije el auténtico nombre de la cosa. El grito que surgió de la habitación fue horrible, de una agonía y una sorpresa espeluznantes. La oscuridad se desvaneció y el dormitorio quedó en penumbra.
Por favor, dije. Sal de una vez. Con alguna forma que no me dé dolor de cabeza, a ser posible.
Lo que salió de la habitación tenía el tamaño de un niño de cinco años pero la piel arrugada y el pelo blanco de un anciano medio calvo. Llevaba un taparrabos deshilachado y los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes deteriorados, constelaciones que habían cambiado, signos inescrutables. Imaginé que era el aspecto aproximado de sus primeros cultores, algún pueblo de más allá del delta del Nilo. Amo, dijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y se tiró al suelo y arrastró por la moqueta hasta mis pies. Amo, por favor, no me dañes, amo, solo soy un pobre infeliz, solo soy una rata, amo, amo, no me dañes más, te obedeceré en todo. Por favor, amo, por favor, acéptame como tu siervo, como tu esclavo, haré todo lo que quieras, amo.
Lloraba con lágrimas grandes y tenía las manos llenas de mataduras, las articulaciones hinchadas.
¿Te apareces así para que no te dé una paliza?, dije. Compórtate.
No dejó de llorar pero se puso de rodillas. Oh, amo, lo siento tanto, dijo. Todo ha sido una equivocación. Un terrible error.
Extendió las manos hacia mí. Pero podemos solucionarlo, dijo. Si me aceptas como siervo. Seré tu más abyecto esclavo. Cualquier cosa que quieras que haga será hecha. Cualquier cosa que haya hecho será deshecha según tu voluntad. ¿Me aceptas?
Lo miré con atención. El rostro arrugado como algo que se ha podrido y secado. Tenía los ojos amarillos. No, dije.
La cosa levantó el labio superior. Tenía los dientes grises y comidos por la caries. Amo, dijo.
No soy tu amo, dije. Tú y yo no entraremos en tratos de ningún tipo. ¿Comprendes?
La cosa se puso en pie. Incluso con ese aspecto transmitía una sensación de amenaza, de veneno puro. Pese a lo que le había dicho, sí que era una criatura de cierto poder, algo muy peligroso para manejar. Bufó como un gato. Sus ojos ya no lloraban y estaban entornados con rabia. Yo sólo sé hacer tratos, dijo. Conmigo se negocia.
Nunca hagas tratos con demonios, dije. Es lo que decía mi tutor, aunque él no os llamaba demonios. Porque es lo que mejor se os da. Los tratos y las mentiras. Siempre ganáis porque no tenéis nada que perder. No haré tratos contigo ni con ninguno de tu condición. Sin embargo me obedecerás.
Aquellos eran consejos de Devries. Él los llamaba Fuerzas Exteriores o Espíritus del Vacío, entes ciegos y sin voluntad que podían ser traídos a nuestro mundo. Una vez aquí estaban obligados a vivir en un mundo intermedio, en planos inmateriales o en infernalias, eternamente fascinados, intrigados y maravillados por la materia, por sus posibilidades, por los sentidos, adictos al mundo tangible al que sólo podían acceder de manera incompleta.
¿Por qué?, dijo la cosa. Se había alejado un par de pasos. Me lo imaginé saltándome a la cara. Tenía unas manos de dedos largos y uñas duras, perfectos para sacar ojos. Me señaló con un índice huesudo y sucio. Tienes que pactar conmigo o de lo contrario…
Entonces me limité a coger su dedo con una mano y a retorcerlo hasta que el hueso se rompió. La cosa aulló. Aquél era un truco de mi abuelo y la sensación de los tendones desgarrándose y el chasquido del hueso me revolvió el estómago. Pero miré a la cosa con un rostro duro, inmutable, una mueca sin expresión. Una máscara de mi abuelo.
Porque conozco todos tus nombres, dije, lo que era mentira. Los nombres que te ensalzan y los nombres que te dañan. Porque te daré una paliza. Porque te arrojaré al vacío del que provienes y que es lo que más temes. No es un trato, es una amenaza. No descarto hacerlo de todas maneras.
Mi voz había bajado, se había vuelto más grave, casi rasposa. Aquello tampoco era mi voz.
Solté el dedo y la cosa se retiró, bufando y babeando. Hijo de puta, dijo. Estas no son formas.
Bueno, así hago yo las cosas.
Se metió el dedo en la boca y chupó con fuerza. Al sacarlo brillaba de saliva y ya no estaba roto. ¿Qué quieres, entonces?, dijo.
A la gente que te has llevado, dije.
Me he llevado a mucha gente, dijo. Hubo un tiempo en que me los llevaba de cien en cien en fiestas que duraban toda una estación y…
Me refiero a los que te has llevado esta noche, de esta habitación.
La cosa miró a su alrededor. Ah, dijo. Los tres. El hombre, la mujer y la bruja.
Se acuclilló de una manera peculiar, con las plantas de los pies planas en la moqueta. No sabía que estábamos en el mismo sitio. ¿Cuándo fue eso?
Hace unas horas, dije y por la manera en que me miró me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que le hablaba. ¿Cuánto tiempo ha pasado para ti?
¿Tiempo?, dijo. Eso es lo que me da dolor de cabeza a mí.
Metió la mano en el taparrabos y sacó una pequeña pipa, la encendió chasqueando los dedos sobre la cazoleta y se puso a fumar.
¿Me lo vas a decir?, dije, intentando disimular lo atónito que estaba por su cambio de actitud. El humo de la pipa olía a cáñamo.
No quiero meterme en problemas, dijo. No quiero que me hagas más daño.
Te haré mucho daño, dije. Te expulsaré de este mundo.
La cosa negó con la cabeza. Hay destinos peores, dijo. Por increíble que te parezca.
Di un paso hacia él y la cosa se encogió. Dio una calada nerviosa a la pipa.
¿Qué has hecho con ellos? Empieza por ahí.
Entregué mis ofrendas, dijo. A otros.
Ellos no eran ofrendas, la bruja y el hombre, dije. La ofrenda era la cocaína y la mujer joven.
La cosa sonrió. Oh, claro que eran ofrendas, dijo. Solo que ellos no lo sabían. Estaban deseosos de pactar conmigo.
¿Y los entregaste a otros?
Sí, dijo. Tengo, uh, deudas, ¿sabes? Compromisos adquiridos.
A quiénes.
La cosa negó con la cabeza.
Te mostraré el camino, dijo. Pero prefiero que me devuelvas al vacío a meterme en problemas con… él.
¿Quién?
No puedo decir su nombre o nos escuchará. Tú no quieres eso. No lo sabes pero no lo quieres. Rómpeme todos los dedos de la mano, arráncame todos los dientes, sácame los ojos, haz lo que quieras, no diré su nombre.
Vas a tener que traer tus ofrendas de vuelta, dije.
No podría aunque quisiera, dijo. Ya no son míos. Créeme.
Pensé en hacerle daño de nuevo. Aquellas cosas eran mentirosos sin solución, embusteros consumados incapaces de decir la verdad. Mentían porque sí, mentían por si acaso. Porque la verdad, el auténtico nombre de las cosas, siempre es fuente de poder y es mejor no compartir nada.
¿Entonces? Me estás enfadando lo suficiente como para hacerte daño por capricho.
La cosa no respondió. Siguió fumando en silencio. No haremos tratos ni cerraremos pactos, dijo al fin. Pero tendrás que hacerme una promesa.
No.
Sabes que no es lo mismo una promesa que un pacto, dijo. Tus amenazas eran promesas de dolor y no te comprometen con otro que contigo mismo. Yo te mostraré el camino a las ofrendas y después me dejarás ir.
¿Por qué?
Te lo acabo de decir, al otro lado hay destinos peores que el vacío.
De acuerdo, dije. Te prometo que te dejaré ir. También te prometo que si me engañas de alguna manera te traeré de vuelta usando todos tus nombres, te daré una paliza y te echaré para siempre de este mundo y de cualquiera en el que habites.
Confío en tu promesa, dijo. Metió de nuevo la mano en el taparrabos y sacó entre el índice y el pulgar una bolita marrón.
Dime que eso no es mierda, dije.
Es arcilla, dijo. Me miró con rencor. Cerró el puño entorno a la bolita y sopló dentro. Al abrirlo tenía la mano vacía. Mi homúnculo, dijo. Te espera al otro lado.
Por dónde…
La cosa señaló la puerta del baño. Por ahí mismo, dijo.
Si me mientes…
Descartó el asunto con un gesto despectivo de la mano. ¿Puedo irme ya?, dijo.
Puedes.
Se puso en pie, dio otra calada a la pipa y se volvió hacia la puerta del dormitorio. Que tengas buen viaje, dijo. Te vas a meter en muchos más problemas de los que crees.
Siempre me pasa, dije.
La oscuridad se condensó de nuevo dentro del dormitorio.
¿A dónde vas ahora?
Lejos, dijo. Lejos de una manera que no puedes ni concebir. Y ni así será lo bastante lejos si él se enfada conmigo. En serio, espero que se enfade solo contigo y te dé tu merecido. Se miró el índice que le había roto. Todavía me duele, dijo. Menudo hijo de puta eres, digno nieto de tu abuelo.
Yo me estaba volviendo hacia la puerta del baño. ¿Qué has dicho?, dije.
La cosa sonrió. Que eres un digno nieto de tu abuelo, dijo. Tu difunto abuelo cuya alma espero que esté siendo violada y despedazada en el peor círculo del infierno.
¿Conoces a mi abuelo?, dije. ¿Me conoces a mí?
La cosa dio un paso dentro de la oscuridad y desapareció. Todo el mundo te conoce, imbécil, dijo desde el otro lado y un segundo más tarde ya estaba demasiado lejos como para hacerle ninguna pregunta.
]]>Avendaño me miró muy serio. Había costado convencerle de mi plan y todavía podía echarse atrás. ¿Qué pasará si te pilla el amanecer ahí dentro? ¿Perderás tu alma inmortal?
Aquello era su idea de un chiste.
Ah, ni idea, dije. Lo más probable es que me encontréis dormido en el sofá. Odio la magia, nunca se me ha dado bien.
Creía que era eso a lo que te dedicabas.
Mi oficio es algo más técnico.
Todo el mundo fuera, volvió a pedir Avendaño. En realidad ya estaban todos fuera de la suite, solo quedábamos el inspector y yo.
Detective, dijo en cuanto puso los pies en el pasillo. Me viene fatal que desaparezcas tú también.
A mí peor, dije, me he dejado la calefacción puesta en casa.
Avendaño hizo un amago de sonreír y cerró la puerta. Me permití un parpadeo largo, esperando los gritos, una legión de demonios con tridente brotando de las paredes, los muebles transmutados en potros de tortura manchados de carroña. Pero no sucedió nada, todo permaneció en silencio. Mucho más silencio del esperable, pues al otro lado de la puerta había una docena de personas. Me acerqué a la puerta y pegué el ojo a la mirilla. Un pasillo vacío y enmoquetado, idéntico al que acababa de abandonar. Puse la mano en el pomo de la puerta, pensando en qué pasaría si tiraba de él. Me aparté. No estaba del todo seguro de que fuera a salir al mundo en el que estaba Avendaño, no de momento.
Resoplé y me di una vuelta por la suite. Ya había estado antes, durante una visita de mi padre. La clase de estancia al mismo tiempo lujosa y austera que iba con su carácter. Había estado sentados alrededor de la mesa del sacrificio, ahora llena de vevés de cocaína, un diseño imbricado hecho con cuchilla de afeitar y uña afilada. Reconocí algunos de los menores, similares a ciertos símbolos alquímicos arcanos, y logré descifrar cómo se relacionaban con los demás, superponiéndose, enredándose, creando vevés mayores. Filiaciones y jerarquías, coordenadas de destino, las de los invocadores, las de la otra cosa, la que estaba al otro lado del umbral. Aquello era un mapa y al mismo tiempo un nombre. Bueno, dije. Espero que no seas igual de feo que tu nombre.
Me senté el sofá que había ocupado mi padre. Hablábamos sobre la desaparición de mi abuelo, los tremendos restos de su fortuna que estaban emergiendo. Mi padre sólo quería desentenderse del asunto y volver a Estados Unidos. Muy serio, muy envarado. En la puerta me había dado el pésame por el viejo, al que dábamos por muerto, como si no hablase de su propio padre.
Esperé unos minutos, aburrido. ¿Tengo que decir tu nombre en voz alta?, dije. ¿Tengo que ofrecerte algún sacrificio?
Se me ocurrió buscar por la habitación, los instrumentos del rito tendrían que estar en alguna parte, si los policías no los habían retirado. Algo con lo que hacerme un corte en el dedo, dejar caer unas gotas de sangre en la mesa. Quizá eso bastase. Pero eso me haría entrar en tratos con la cosa, que es lo peor que puedes hacer. No es lo que quería. Me incliné soplé la cocaína, había bastante y en trazos gruesos, así que tuve que emplear a fondo los pulmones. Soplé hasta emborronarlo todo y después, porque sí, volqué la mesa con el pie. La madera hizo un sonido apagado en la moqueta.
Me retrepé de nuevo en el sofá. Me di cuenta de que tenía las manos enlazadas de la misma manera que mi padre y las dejé sobre las rodillas. La luz del dormitorio de la suite se encendió. Miré con curiosidad. La cama enorme, un armario con espejos en los que algo… Las luces parpadearon, chisporrotearon, hubo un estallido de cristales en el techo y la oscuridad que enmarcaba la puerta del dormitorio se hizo absoluta, una negrura espacial de la que surgió un viento frío, gélido. Tú, dijo una voz profunda, cavernosa. Humano. Quién eres y cómo te atreves a tocar mis ofrendas.
Me froté los ojos. La oscuridad daba náuseas.
¿Eres quien creo que eres?
Soy el que soy, soy el que es, soy la fuerza que hace girar las ruedas del infierno, soy el chillido de los espíritus en la noche, soy…
Sólo quiero saber si estás muy cabreado conmigo, dije.
Se hizo un silencio largo. Serás violado y descuartizado mil veces por tu insulto, dijo la voz.
Sonreí. Vamos allá, dije.
]]>El inspector Avendaño.
¿Qué ha ocurrido?
Una desaparición, dijo uno de ellos. Inexplicable.
Pasen, dije. Voy a cambiarme.
En cuanto pusieron un pie dentro comenzaron a estremecerse.
¿Quieren té?
Creo que sería mejor salir cuanto antes.
Los dejé en salón, mirando inquietos los vasos y las tazas acumuladas, los libros dispersos, apilados de cualquier manera en muebles, butacas, sillones, el mismo suelo, en torreones inestables y zigurats, el auricular del teléfono colgando del cable en la mesita junto a la ventana, y me atavié para el frío menos crudo del exterior. Justo antes de salir con mi estuche de instrumentos escuché que uno de los patrulleros exclamaba algo y el otro respondía en susurros rápidos.
No se preocupen, dije desde el pasillo. Es el fantasma.
¿El fantasma?
El frío es uno de los inconvenientes de tenerlo en casa.
Uno rió como si bromease y el otro empalideció considerablemente. ¿Ya está listo, detective?
Sí.
Una de las plantas más importantes del Hotel Corona, en pleno centro de la ciudad, había sido desalojada. El lugar estaba lleno de policías y empleados del hotel y huéspedes desorientados a los que tomaban declaración en cualquier parte, en las escaleras, frente a los ascensores. Avendaño estaba soplando un café en un vaso de plástico. Ya no tengo edad para trasnochar, dijo al verme. Estaba de pie frente a un monitor instalado en el pasillo sobre una camarera de comidas junto a un ordenador portátil.
Me gusta tu nuevo despacho, dije. ¿Qué ha pasado?
Una desaparición.
Eso he oído. Una inexplicable.
Bastante.
¿Quién es el desaparecido?
Quiénes, dijo Avendaño. Aunque todo este follón sólo es por uno de ellos.
Le hizo gestos a un técnico que pasaba por allí y señaló el ordenador. El técnico se acercó a la consola y reprodujo un vídeo en el monitor. La recepción del hotel. Un trío, dos mujeres y un hombre, se acercaban al recepcionista, recibían una llave, caminaban hacia los ascensores. Una de las mujeres era muy alta y rubia y llevaba un vestido de noche. La otra era muy vieja, vestía de negro y tenía el pelo blanco y larguísimo.
¿Lo reconoces?
¿A él? Me suena.
Tienes que reconocerlo.
Miré e hice memoria. Un hombre de unos sesenta años, con gafas, bien vestido.
Empresario de la construcción, dije. Propietario de un equipo de fútbol. Con aspiraciones políticas.
Avendaño asintió.
¿Ella es famosa? La rubia. Parece modelo o algo.
Prostituta. Rusa.
¿Y la vieja?
Buena pregunta, dijo Avendaño. No tenemos ni idea.
¿Crees que alguien podría subirme un té?
No. Llegaron cerca de las diez de la noche. La suite había sido reservada esa misma mañana.
Ajá.
¿Quieres ver la suite?
¿Es la Imperial? Aquí se aloja mi padre cuando viene de visita.
Avendaño me miró muy serio. Como vistes como un pordiosero siempre se me olvida que eres millonario, dijo. Sí, es la Imperial. ¿Quieres saber lo que pasó?
Cuenta, dije, pero ya me estoy imaginando cosas.
Gritos, dijo Avendaño. Aullidos, lloros, lamentos. Tras la puerta la suite comenzó a sonar como una cámara de torturas.
Pasadas las doce de la noche, dije. Miré el reloj. Hace cuatro horas.
Exacto.
La seguridad del hotel entró en la suite, dije.
Sí.
Y la encontraron vacía.
¿Cómo lo sabes?
Adivino, dije. Estoy aquí así que lo que ha pasado tiene que ser rarísimo, tanto que no puede esperar a la mañana.
¿Quieres seguir adivinando?
Vamos a mirar la habitación.
La suite era espaciosa, con diversas estancias, y estaba llena de hombres y mujeres enfundados en plástico peinando todas las superficies, todos los pliegues de la moqueta, en busca de cosas microscópicas inaventurables. Los de seguridad registraron la habitación, dijo Avendaño. Sin encontrar a nadie, como suponías. Las ventanas están aseguradas contra los suicidas y ninguna estaba rota ni forzada. Pasados unos minutos no sabían qué hacer. Por los gritos esperaban encontrarse un asesinato múltiple. Así que salieron de la suite y cerraron la puerta a su espalda. Los gritos comenzaron de nuevo al instante. Entraron y se hizo el silencio. Seguía vacía. Salieron de nuevo y al cerrar la puerta, imagina.
Gritos y más gritos. ¿Sigue pasando?
Sí. Pasó la última vez que lo comprobamos. Es bastante desagradable.
Me gustaría oírlo.
Avendaño negó con la cabeza. Te aseguro que no te gustará. Eh, dijo a los policías. Todo el mundo fuera. Vamos a cerrar la puerta.
Los forenses salieron deprisa, alguno demudado de manera evidente. Cuando estuvieron todos fuera Avendaño asió el pomo de la puerta y dijo: ¿Preparado?
Comenzaron a taparse los oídos. Sí, dije.
Aquello era la banda sonora del infierno, una cacofonía en la que las voces eran indistinguibles en número o género, lamentos de un dolor y espanto inimaginables, surgidos de gargantas convulsionadas, retorcidas, estrechadas por la agonía hasta ser finas como una brizna de hierba y dilatadas por el aullido hasta quebrarse y sangrar, un dolor que evocaba al mismo tiempo un tormento físico pero también espiritual, una soledad absoluta, bambú bajo las uñas, la traición de la persona amada, hierros candentes en los ojos, la mutilación, la locura, espuma de vómito en la comisura de los labios, una lengua podrida en la boca, la extenuación de una larga e incurable enfermedad.
Avendaño abrió la puerta y los gritos fueron sustituidos por un suspiro de alivio colectivo. Las manos plastificadas se retiraron de las orejas.
¿Qué te parece, dijo.
Este asunto no hace más que empeorar, inspector.
¿Alguna idea más concreta?
Déjeme echar un vistazo dentro.
Los forenses se quedaron fuera. No había mucho que ver, los desaparecidos no habían dejado más rastro que una copa de vino con rastros de carmín y un vaso de whisky aguado sobre el mueble bar.
Ella no tomó nada, dije.
¿Quién?
Ella. La vieja.
En la sala principal de la suite había una mesa baja de madera oscura, las patas muy ornamentadas. En su superficie una serie de complicados dibujos con polvo blanco.
¿Eso es lo que parece?
Cocaína, diría yo, dijo Avendaño. Han llevado una muestra al laboratorio, pero no quería borrar los dibujos hasta que los vieras. Una cosa más. En la declaración del recepcionista describió a una mujer por completo diferente a la vieja. Pelo negro, unos cuarenta años, atractiva. Cuando le enseñamos el vídeo de la cámara de seguridad los ojos casi se le salen de la cara. Decía que esa no era la mujer que había atendido.
Suspiré.
¿Qué pasa?
¿Quieres que te lo diga?
Por favor.
Brujas.
Brujas.
Por lo menos una. Odio a las brujas. Odio todo lo relacionado con brujas, magos, hechiceros…
Brujas, volvió a decir Avendaño. ¿Eso es lo que tengo que poner en el informe? ¿Brujas?
Me encogí de hombros. Te aseguro que a mí me gusta todavía menos que a ti este asunto, dije. ¿Alguien se ha quedado dentro de la habitación? Con la puerta cerrada, quiero decir.
No, dijo Avendaño. Los empleados del hotel estaba demasiado asustados y yo no iba a pedírselo a nadie de mi gente mientras no hablase contigo.
Inspector, dije.
Qué.
De verdad, ¿no podría alguien conseguirme un té?
Avendaño se pasó la mano por la barba. Veré lo que puedo hacer. Ahora bien, ¿me vas a explicar lo que pasa aquí?
¿Cómo de esotérico te sientes hoy?, dije. Ha sido una invocación que ha salido mal.
Invocación.
Tu informe se va a llenar de palabras divertidas.
Invocar a qué y para qué.
Yo qué sé, dije. Desde luego algo que no podían controlar. Él es un hombre poderoso con ambiciones desmedidas, ella es una conseguidora, una embaucadora, que le convence de que puede saciar sus ansias.
¿Y la prostituta?
El sacrificio, la ofrenda.
¿No se utilizaban vírgenes para eso?
Ni siquiera tienes que utilizar personas, dije. Aunque la sangre al final es lo más valioso. Te aseguro que esa cocaína de ahí tendrá una pureza casi absoluta, la más cara del mercado, solo para trazar unos símbolos. Ella era una mujer hermosa, con un valor establecido por ella misma, imagino que en varios miles de euros por noche. Creo que es la única inocente de todo este asunto, la única que no sabía lo que iba a pasar.
Así que invocan a algo y ese algo… ¿Qué?
Crea una infernalia. Una pequeña fracción del infierno contenida en nuestro mundo.
Avendaño silabeó la palabra de manera inaudible, quizá cansado de repetir todo lo que le decía. Por dios, detective.
En serio, ¿qué pasa con ese té?
Cállate. Avendaño paseó por la estancia, mirando la moqueta. ¿Estás seguro?
No, pero es una teoría sólida.
¿Qué hacemos ahora?
¿Tú? Nada. Yo voy a entrar para ver si queda algo que rescatar de ellos.
¿Y cómo vas a hacer eso?
De la manera más sencilla que se me ocurre, dije. Yo me quedo aquí y tú sales y cierras la puerta a tu espalda. ¿Qué te parece?
]]>¿Qué hacéis aquí?, dije. Los gules me miraron un instante y continuaron balanceando sus cabezas al ritmo de los lamentos. Un coro de dolientes, plañideros para los que cada funeral es un banquete. Entonces otro murmullo subió desde los túneles, más agitado. Los gules de una de las celdillas centrales treparon por la pared con sus largas extremidades de mono araña y se encajaron en otros huecos. Dirigí la linterna a la celdilla vacía hasta que vi aparecer una cabeza brutal, mutilada y cosida a cicatrices de dentellada. La piel era de un extraño color vino, con un brillo sinuoso en los flancos del gul, alrededor de las erosiones y los costurones de sus guerras secretas. Era el doble de grande que los demás pero no tenía problemas para retorcerse, desencajarse y amoldarse a la estrechez del túnel con sus extremidades interminables. Sacó la cabeza de la celdilla, un ojo amarillo y una cuenca vacía y roja, los belfos casi ausentes y recorridos por heridas viejas y estrelladas, los caninos grotescos y mojados sobre el sarro viejo. Dientes de hiena. La criatura puso el brazo delantero en el suelo polvoriento de la cripta, una zarpa de siete dedos y pulgar oponible. Era el único que había tocado el suelo. Entonces tuve miedo. Mucho miedo. Pero no me moví.
Debería haber permanecido despierto pero no lo hice. En algún momento, mientras yo me quedaba dormido, incapaz de oír las campanas de bronce pero arrullado por el sonido de mi propia sangre y la brisa que entraba por mi camisa abierta, Giovanna se puso en pie, acomodó sus ropas, también abiertas, descolocadas, y se internó en el bosque. No sé cuánto tiempo pasó. Al despertar la llamé a voces y me abroché pantalones y camisa y la brisa se volvió repentinamente fría, helada, como la que sopla en la Nueva Inglaterra que todavía no conocía ni sabía que iba a visitar sobre las ballenas grises y las olas grises y las estatuas grises junto al bosque negro, la misma brisa que recorre el mundo desde las criptas y los entramados subterráneos. La llamé a gritos y la encontré por fin junto a un arrollo, descalza y con los ojos muy abiertos. ¿Qué has hecho?, le dije.
No he hecho nada de lo que me dijiste que no hiciera, dijo.
Cálzate, dije.
Ella asintió pero no hizo nada más. No he hecho nada prohibido, dijo. Por favor, no me hagas daño.
¿Qué? No voy a hacerte daño.
Ya lo sé, dijo, pero no me hagas daño, Roberto.
¿Roberto? Por Dios, ¿qué es lo que has hecho?
No había nada en sus ojos, algo vidriosos, idos por completo.
Encontré sus zapatos tirados junto a una piedra, los calcetines dentro. Venga, dije. Tienes que calzarte.
Claro, dijo. Claro.
No se movió hasta que le agarré un tobillo y tiré de su pierna. Se sentó en el suelo y dejó que la calzase, sin ayudarme. Tenía los pies mojados.
¿Has metido los pies en el agua?
Me dijiste que no podía beber.
Mierda, Giovanna. Tenemos que irnos.
Hacía tanto calor y yo no podía beber, dijo. Tanto calor. Pensé que no pasaría nada por refrescarme un poco.
Joder.
Hacía tanto calor. Por favor, no me hagas daño. No he hecho nada malo.
Vámonos de una vez, tenemos que salir de aquí.
La llevé de la mano por el bosque. Todo había cambiado, los árboles eran más altos y los arbustos más densos, los senderos más estrechos. Ya he estado aquí muchas veces, dije. No me vais a confundir.
¿Tengo que mirar al suelo? Están por todas partes.
Lo estaban. Con sus rostros de madera, sus ojos tristes sobre sonrisas enigmáticas. Inmortales y medio muertos. En los arbustos, en las ramas de los árboles. Uno se sentó en el sendero, dándonos la espalda, como si estuviera allí sin más. Paré en seco, cerré los ojos y dije: Apártate, quítate de mi camino o te haré daño. Duende, hada, gnomo, lo que seas, si no me dejas llevarme a esta mujer de aquí te haré daño. Devolveré esa chispa miserable que llamas alma al pozo oscuro y serás menos que una brizna de hierba o una piedra del camino. No serás. No serás nada en absoluto.
Cuando abrí los ojos había desaparecido. No les gusta nada que los amenacen, dijo Giovanna. Te están llamando cosas horribles.
Contemplé las máscaras. Mudas. Los rasgos se habían vuelto esquemáticos, apenas hendiduras para los ojos y la boca. Que me llamen lo que quieran, no vas a quedarte aquí con ellos.
Oh, claro que no, dijo Giovanna. Qué tonterías dices, Roberto. Ese viejo de las cicatrices solo me estaba preguntando la hora. No sé quién es.
Tiré de su mano, intentado no escuchar lo que decía. Era como guiar a una niña distraída. Una niña un poco borracha.
Siempre estaré contigo, dijo. Nunca me iré de tu lado.
Seguimos caminando. Un viento frío, una amenaza de lluvia. Las ramas de los árboles se inclinaban y azotaban el sendero. Giovanna se puso a sollozar. Te quiero más que a mi vida, dijo. Nunca me iré. Nunca me iré.
Cállate, dije. Cállate de una vez.
No sé quién es esa persona. Deja de hacerme daño.
No te estoy haciendo daño, joder, dije, aunque sabía que no hablaba conmigo.
Caminamos durante mucho rato, yo con los ojos en el sendero, ella intentando pararse a cada instante, quejándose del daño que le hacía y dirigiéndose a Roberto, cuya cabeza imagino que había acabado quemándose en un bidón y del que ya no quedarían ni las cenizas. Roberto, que la reclamaba en sueños. Que invocaba pactos que trascienden la muerte.
Empezó a llover y ya estábamos fuera del País Borroso. Ella volvió poco a poco a la normalidad o algo parecido. Dejó de comportarse como una niña y se quedó muy callada. No hablamos hasta volver a casa. ¿Estás bien?, le dije.
No.
Medía casi tres metros sobre sus patas traseras. Unas fauces con las que podría rodear por completo el cuello de un hombre adulto. Baba ponzoñosa y fétida de carroñero. Su sombra todavía más alargada y monstruosa. Emitió por primera vez ruidos distintos a su lamento característico, ese gul inacabable. Tardé en darme cuenta de que eran palabras, muy antiguas y muy deformadas. Hablaba hiperbóreo, un hiperbóreo corrupto, envilecido por los milenios, una lengua, la más sofisticada y compleja que jamás había existido, convertida en latigazos. Pese a este reconocimiento no logré comprender nada.
La criatura extendió sus manos hacia mí. Me tomó por las sienes, las zarpas secas y tibias, casi afiebradas, las uñas duras en mi nuca. Expelió otra ronda de palabras en hiperbóreo. Intenté recordar mis nociones sobre la lengua, bastante aceptables, según mis tutores, pero no podía recordar nada. La lengua de la criatura era amarilla y bajo la mandíbula le colgaban unas barbas como helechos.
Entonces otra voz restalló en la caverna. En hiperbóreo. La criatura apartó sus manos de mí y alguien me tiró del cuello del abrigo. Caí al suelo. Desde abajó contemplé a mi abuelo, la cazadora de cuero de caballo cerrada hasta el cuello y los hombros y el pelo cubiertos de nieve. Muchacho, dijo.
Durante los días siguientes volvió a ser la que era al llegar a la casa de los Pirineos. Fumaba y bebía café y las ojeras crecían en su rostro. No quería ver películas ni dar paseos, se quedaba en la terraza trasera mirando hacia las montañas, hacia los bosques y los ibones secretos. La vigilé todo lo que pude, lo juro. La atendí y vigilé y la amé de la manera más abyecta y miserable de la que soy capaz, una manera que, imagino, aún así es distante e insuficiente. Lo hubiera hecho todo por ella. Ella lo sabía. No volvió a pedírmelo. Simplemente se dejó aplastar por el recuerdo de sus pies en el agua, el agua era como seda, dijo una vez, el agua era como el sonido de las campanas, hasta que no pudo soportarlo más, el agua era esa sensación en el vientre, el agua era entre mis dedos, el agua era un brillo y una música, el agua era alrededor de mis tobillos, y se escapó sin más tras el agua, el agua era como de hierba, el agua era como de tierra, el agua era, el agua era.
Quédate detrás de mí. Pero no me moví. La criatura balanceó la cabeza desde su altura, olisqueando al viejo. Restalló en hiperbóreo.
Creo que me está retando a un duelo, dijo mi abuelo. ¿A ti qué te parece?
Bajó la cremallera y sacó un revólver.
Abuelo, dije.
No me gustaría crear un conflicto diplomático con otros homínidos inteligentes, dijo. Otra vez no, por lo menos.
Y disparó al ojo de la criatura. La detonación fue fuerte y la explosión de la cabeza del gul poco espectacular, algunos fragmentos de hueso y sesos. El viejo abrió el tambor, sacó el casquillo de la bala usada, cargó de nuevo el revólver y lo cerró, sin quitar un ojo de los gules, que habían vuelto a aullar y lamentarse. Un par de ellos pusieron las manos en el suelo y mi abuelo les habló en hiperbóreo. Palabras sueltas. En su boca lograba comprenderlas mejor. Estaba usando una palabra que significaba al mismo tiempo esclavo, mendigo y súbdito, entre otra docena de significados posibles, dependiendo de sutiles inflexiones del tono. Los gules se retiraron y descendieron por los túneles hasta que se hicieron inaudibles.
¿Cómo estás?, me dijo el viejo.
Bien.
Levántate. Te vas a poner perdido.
Obedecí. La linterna había caído y rodado por el suelo y ahora iluminaba a la criatura muerta a ras de suelo. Los piojos que saltaban de su pelaje escaso, las garrapatas que festoneaban sus cicatrices. Tocó la zarpa del gul con la punta de la bota. Siete dedos, dijo. Cuanto más viejos son más dedos tienen. Éste debe de tener cientos de años. No sabemos qué los hace tan longevos, pero suponemos que es lo mismo que afectó a los vampiros. Algo en las entrañas de la tierra.
¿Los habías visto antes?
Hace muchos años, dijo él. En realidad no los vi, pero tuve pruebas irrefutables de su existencia. Mi difunto amigo me las proporcionó. Dijo que tenía una especie de pacto con ellos.
Un pacto.
Sí.
No me importa, dije. No quiero saberlo.
Cállate y escucha. Mi amigo los mantenía tranquilos. Los entendía. No sabemos cuántos son ni dónde se esconden, más allá de muy profundo dentro de la tierra. Mi amigo mantenía una tregua con los de este territorio. Diría que eso se ha acabado.
Hablan hiperbóreo, dije. Eso no me lo esperaba.
Eran sus esclavos, dijo. Esclavos de Hiperbórea. Sólo obedecen esa lengua.
¿Para qué los utilizaban?
No lo sé, dijo. Todavía tenía el revólver en la mano. Lo contempló como si tuviera algo que ver con el tema. Se alimentan de cosas muertas y putrefactas. ¿Eran los basureros? ¿Alguna forma de reciclaje? Nadie lo sabe. Ninguna teoría parece tener sentido.
¿Qué vas a hacer ahora?
Esperar a que vuelvan, dijo. Tengo que solucionar este asunto.
¿Qué asunto? Vámonos de aquí.
Negó con la cabeza. Tengo que renovar el pacto, dijo. Quizá ponerme a pegar tiros no ha sido la mejor idea.
¿Entonces por qué lo has hecho?
Me miró de hito en hito. Como si realmente le sorprendiera la pregunta. Eso te ha puesto las manos encima, dijo.
No supe qué responder. Cogí la linterna del suelo y aparté la luz del monstruo. El viejo comenzó a silbar. Hacía mucho frío.
¿Volverán?
Volverán.
El viejo me encontró unos días más tarde. Nadie se dio cuenta de que habíamos desaparecido, Giovanna y yo. Pero el viejo lo supo en cuanto puso un pie en la casa. Yo estaba enfermo y delirante y me cargó durante kilómetro a su espalda. Me abofeteó cuando me resistí a irme sin ella. Deliré y deliré y dejé un rastro de vómitos desde el otro lado hasta el nuestro. El viejo no me preguntó. El viejo sabía. El viejo sabía todo. Lo que había en el corazón de Giovanna. Lo que había en el mío. Lo que había en el País Borroso. El viejo lo sabía todo y no dijo nada. Yo tampoco dije nada. Al poco tiempo me dijo que viajaríamos a Nueva Inglaterra y no tuve fuerzas para negarme. Las ballenas, el frío, el crepúsculo americano.
Volvieron. Solo algunos de ellos. Balancearon las cabezas en las celdillas como pidiendo permiso. El viejo dijo una palabra que no entendí y las criaturas bajaron al suelo. Una de ellas llevaba algo envuelto en harapos y lo dejó ante nuestros pies.
¿Qué quieren?, dije.
Creo que quieren el cuerpo del muerto, dijo él. Era su líder o algo así.
¿Y qué han traído?
No contestó. Los gules tomaron el cuerpo largo y desmadejado del muerto y lo cargaron hasta meterlo en uno de los túneles. Garras lo asieron y lo llevaron a la oscuridad. Los gules se volvieron hacia nosotros y se inclinaron, huesudos y horribles, y arrastraron su lamento monosilábico. Gul, gul.
Largo de aquí, dijo mi abuelo. No quitaba los ojos de los harapos del suelo. Se inclinó y los desenvolvió. Era un libro, grande, de tapas oscuras y remaches metálicos.
¿Qué es eso?
La prenda que mi amigo les ofreció para pactar con ellos.
¿Por qué te la entregan?
Una de sus manos se sostenía en el aire, a pocos centímetros de la tapa del libro, como si no se atreviera a tocarlo. Volvió a envolverlo con harapos. Creo que ahora soy una especie de cacique de los gules, dijo. Un rey.
¿En serio?
Es lo que se me ocurre. Ya lo descubriremos.
¿Qué libro es?
El viejo me miró. Sabes qué libro es, dijo. El libro.
Asentí.
Salimos de la cripta. Afuera ya era de noche. Hacía todavía más frío. El aire, tras el ambiente viciado de la cripta, me sentó bien. Sentí que algo me recorría de pies a cabeza. Algo nuevo. Llegamos a la linde del bosque.
Quiero preguntarte algo, dije.
Pregunta.
Es sobre ella.
El viejo no dijo nada. Su respiración humeó.
Relacionado con ella, mejor dicho, dije.
Pregunta si tienes que preguntar.
Cuando me encontraste, dije. Cuando estaba al otro lado.
Sí.
Comí y bebí todo lo que pude, dije. Bebí hasta vomitar del agua de sus arroyos. Comí hierba, hojas, cualquier cosa. Quería irme. Irme con ella.
Lo sé.
Pero no funcionó.
No.
¿Por qué?
El rostro de mi abuelo se contrajo durante un instante, como si tragase algo muy caliente o muy frío, algo que bajaba hacia sus tripas dejando un rastro cauterizado. Tú y yo, quizá también tu padre, somos diferentes, dijo. No nos afecta como a los demás.
¿Pero por qué?
El viejo se encogió de hombros. Así es como son las cosas, dijo. Simplemente.
Echó a caminar hacia la casa. Nevaba sobre las estatuas y la vegetación oscura y el hombre viejo pero corpulento, fuerte, de cara rajada y remendada como el lomo del monstruo que acababa de matar, caminó contra el viento, por el jardín, dejando un rastro que la nieve no logró cubrir. Yo permanecí allí todavía un rato y luego seguí sus pasos.
]]>Hay reglas, le dije a Giovanna en el pinar. Reglas por tu propio bien, no por capricho. Hacía calor y llevaba las ganas de sol, una chaqueta ligera y pantalones. No más gabardinas. La sombra de una rama de pino le jaspeaba el rostro sonriente.
¿Qué reglas?, dijo.
No cojas nada del otro lado, dije. No traigas nada contigo.
¿Por qué?
Porque pertenece al otro lado y no al nuestro, Giovanna. Es mejor no llevarnos ni dejar nada.
De acuerdo. ¿Más?
No comas ni bebas nada.
No es que pensase ponerme a comer bayas o algo. De acuerdo.
No hables con nadie.
Un momento, ¿vamos a ver a alguien? ¿A alguien con quien se podría hablar?
No podía ver sus ojos del todo tras las gafas pero me preocupó su expresión.
Podríamos cruzarnos con alguno de los, eh, habitantes del otro lado.
¿Son peligrosos?
Negué con la cabeza. No, dije, lo que era una verdad a medias. Pero no es prudente hablar con ellos.
¿Por qué?
¿Recuerdas esos cuentos de hadas o duendes en los que alguna criatura sobrenatural se ofrece a concederte deseos y luego lo trastoca todo? Bueno, es lo que hacen a veces.
¿Por qué?
Porque se aburren. Porque así es como son. No lo sé. Nadie lo sabe del todo.
Pero por qué… Se calló. ¿Parezco una niña pequeña?, dijo.
No…
Estoy muy nerviosa.
No hay motivo, no es más que un paseo.
Un paseo por otro mundo.
No es otro mundo, ya te lo dije. Es nuestro mundo, algo que conocemos a un nivel muy profundo de nosotros mismos, pero que está en retroceso.
Sí, vale, como quieras. Tampoco entiendo eso de que está en retroceso.
Miré al cielo. Será mejor que comencemos a caminar, dije. Sígueme.
¿Vas a hacer algún hechizo?
¿Hechizo? No.
¿Cómo vamos a pasar al otro lado?
Como pasas a cualquier sitio. Caminando.
¿Pero cómo lo encontrarás?
Buscándolo.
¿Estás siendo esquivo a propósito?
Sonreí. No. Para llegar al otro lado sólo hay que conocer un sitio desde el que se pueda llegar. Y cuando uno está en ese sitio, bueno, no tiene más que buscarlo. Algunas veces no se encuentra, deberías estar preparada para esa posibilidad. Algunas veces se encuentra por accidente, como casi te ocurrió a ti el otro día. ¿Por qué pasa esto? De nuevo, nadie lo comprende del todo. Fuerzas telúricas. Brújulas internas. Electromagnetismo. Magia. Hay muchas teorías. Lo cierto es que hay sitios particulares desde los que es más sencillo encontrar el camino. Y para algunas personas también es más sencillo que para otras.
¿Para ti lo es?
Siempre he encontrado el camino, dije. Al menos cuando sé que lo estoy buscando.
Vuelve a lo del retroceso. Me dijiste que es algo en retroceso, ¿qué significa eso?
Que está desapareciendo, sin más. Antes estaba más imbricado en el tejido del mundo, por lo que parece. Y por antes quiero decir hace miles de años. Antes de la ciudad de Uruk, antes de que lo que conocemos por civilización comenzase a formarse entre el Tigris y el Éufrates.
¿Por qué pasa eso, entonces?
También hay muchas teorías. Algunos dicen que es un proceso cíclico, como las glaciaciones, nos separamos y acercamos periódicamente. Otros dicen que sí, que es un proceso natural e inevitable, pero más caprichoso, como el movimiento de los continentes. Placas tectónicas de realidad que se empujan la una a la otra, incapaces de estar juntas o separarse del todo. Hay muchas más teorías…
¿Cómo cuál? Cuéntame alguna más.
Bueno, hay quien dice que hubo una guerra. Entre su lado y el nuestro. Entre los elementales y los primeros hombres. El mundo era de una manera hasta que los hombres reinaron y decidieron que tenía que ser de otra. Los primeros hombres eran esclavos, un híbrido entre los animales irracionales y los elementales. Se rebelaron e hicieron la guerra y ganaron. Los elementales aceptaron retirarse del mundo para no ser exterminados. Y lo están haciendo, pero muy despacio, porque en el fondo retirarse del mundo es desaparecer. Se han ido volviendo borrosos desde entonces…
¿Y no nos odian por ello? ¿Por echarlos del mundo?
Bueno, no fuimos nosotros como tales. Fueron los primeros hombres, de los que ya no queda apenas nada. Su civilización, el mundo que construyeron, también desapareció. Nosotros somos sus herederos, aunque en términos evolutivos no seríamos más que unos primos lejanos.
¿Por qué no vuelven?
Porque el proceso es irrevocable.
Parece un cuento más que una teoría científica.
Es ambas cosas, dije. Pero he preferido no comenzar a citar bibliografía porque no sé si podría…
Se echó a reír.
¿Qué pasa?
Nada, dijo. ¿Recuerdas el día que nos conocimos? Te dije que te parecías a tu abuelo.
Lo recuerdo.
No lo decía por decir, te pareces, pero es ahora cuando lo he visto de verdad. Ahora sí que pareces idéntico a tu abuelo.
Iba a decir algo para protestar pero intuí que por una vez aquel parecido no tenía que ser algo malo. Ella veía algo en nosotros, algo que apreciaba, y yo no se lo iba a discutir, no todavía.
De repente Giovanna se detuvo y me agarró del brazo. Durante el camino el pinar se había ido haciendo más y más espeso sin que me diera cuenta, ocupado como estaba en impresionarla. Era una señal importante. Mira ahí, dijo.
Estaba junto a unos arbustos y era difícil decir si lo que cubría su cuerpo era musgo o vello. Tenía el rostro cubierto por una máscara de madera de rasgos rudos, casi esquemáticos, pero labrados con fineza, cargados de filigranas en las sienes y la frente.
¿Es un niño?, dijo Giovanna.
No, no es un niño, dije. No creo que ni que tenga una edad concreta, tal y como la entendemos nosotros. Sigue caminando.
Pero está ahí…
Sigue caminando. No nos molestará.
Echó a caminar con la boca abierta. Se quitó las gafas de sol. El habitante giró la cabeza para contemplarnos mientras caminábamos. ¿Qué es?
Un elemental, quizá. No lo sé.
¿Es un duende?
Si lo quieres llamar así. No le mires. Mírate los pies.
Giovanna me hizo caso y caminamos con las cabezas gachas durante unos metros. Cuando levanté la vista el habitante se nos había adelantado y esperaba internado en el bosque, casi oculto por la vegetación, con sus ojos de madera fijos en nosotros. Los rasgos de la máscara habían cambiado de una seriedad mortal a una tristeza casi cómica. No había orificios para los ojos ni la boca. Veía sin vernos. Volví a mirarme los pies. Cada vez tendría una expresión diferente y cada vez me sentiría más intrigado por ella, intrigado hasta el punto de intentar hablar con él o perseguirlo. Hacia la espesura. Hacia su territorio eterno y voluble.
Seguimos caminando hasta que Giovanna, que no había podido resistir más la tentación, levantó los ojos y exclamó sorprendida. Estábamos en un claro en el que caía una luz que no era la de la tarde que acabábamos de abandonar. Una luz prístina. A lo lejos se escuchaba correr un riachuelo. Por Dios, dijo ella. Por Dios. ¿No lo oyes?
No respondí. Giovanna contempló lo que la rodeaba. Nada especial, en apariencia, árboles, hierba, montículos de tierra cubiertos de musgo de aspecto mullido. Pero al mismo tiempo muy diferente, de una manera imposible de definir.
¿Por qué lo llamas el País Borroso? No es borroso, es brillante, tan brillante…
No lo sé, dije. Una vez escuché que alguien lo llamaba así y jamás lo olvidé.
Pero no me estaba escuchando. Se acercó a un montículo verde, bajo la sombra de un árbol enorme. Tenía el rostro arrebolado de emoción. Las campanas, dijo. ¿No las escuchas?
No.
¿Cómo es posible? Suenan claramente, muy cerca. Es lo más bonito que he escuchado nunca.
No las escucho, lo siento, dije.
Algunos aspectos del País Borroso se experimentan de manera diferente según la persona, pero me pareció que no era el momento de explicarle eso. Ella escuchaba el pulso del mundo mágico como un tañido de campanas. Era su manera de intentar comprenderlo. Me hizo un gesto. Ven aquí, dijo. Ven aquí.
Y fui y todo se perdió para siempre. Ella se perdió para siempre.
Entré en el túnel con los pies por delante, no lo bastante confiado como para hacerlo de cabeza. Tenía una suave pendiente por la que me arrastré con dificultad hasta salir a una cámara mucho más grande que la cripta, semicircular como las celdillas que decoraban los nichos. Moví el haz de luz de la linterna y entonces comprendí. La pared curvada estaba cubierta de celdillas pero no tenía fondo. Eran túneles. En la cámara hacía mucho frío y el olor rancio y viejo era mucho más fuerte. Iluminé el suelo. Estaba lleno de huesos y pellejos amarillentos, carcasas vacías y resecas. Me incorporé. Sudé pese al frío. Los huesos eran grandes. Estaban roídos y rotos para sorber el tuétano. Calaveras humanas por todas partes. ¿Qué hacías aquí, viejo?, dije. ¿Qué buscabas? Me acerqué a la pared. Las celdillas me resultaban siniestras pero por algún motivo diferente al macabro contexto en el que estaban. Su simetría era repugnante. El aire que brotaba de ellas era tan frío y tan fétido.
¿Qué vive aquí?, dije.
La respuesta llegó por todas y cada una de las celdillas y los túneles a los que se abrían. Una especie de llanto o queja colectiva, irreproducible con la garganta humana. Un gemido, casi un ulular de pájaro, casi el aullido de un lobo, casi un grito de orgasmo o angustia, casi el llanto de un niño y casi el estertor de un muerto. Un sonido que puede ser simplificado hasta una única sílaba: gul.
No me cupo ninguna duda de qué criaturas se trataba, aunque nunca las había visto y no tenía certeza de su existencia. Venían los gules. Venían por docenas.
]]>Comencé a bajar a la cripta.
]]>Eso durante el día y los crepúsculos primaverales. Por la noche nos reuníamos en la habitación del proyector y veíamos películas antiguas. La colección de mi abuelo, bastante amplia pero que no llegaba mucho más allá de los años sesenta, era casi toda de western y cine negro. Abríamos las latas redondas, colocábamos la película en el proyector y después nos acomodábamos en los butacones frente a la pantalla, yo bebiendo té, ella fumando. Vimos Río Bronco, El silencio de un hombre, Manos rotas, La mansión Winchester, Perdición, una o dos películas cada noche, ya he olvidado la mayoría. Yo contemplaba su rostro de soslayo, sus ojos oscuros clavados en la pantalla, en un deslizar de mercurio y plata incandescente, el cigarrillo ardiendo en sus labios y el humo dibujando arabescos de sombra en las imágenes. Si bien no había desaparecido el frío de sus huesos algo había recuperado, su rostro era más pleno, sus ojeras menos pronunciadas, y seguía siendo bellísima y leonina.
Un día, tras uno de sus paseos de gabardina, volvió sin las gafas de sol y con la gabardina abierta, los pantalones manchados de tierra. Me crucé con ella en el pasillo de la planta de arriba y me miró como ida, con una sonrisa ausente. ¿Qué te ha pasado?, dije.
¿Cómo?, dijo y después se miró la ropa manchada y desarreglada. Oh, nada, tropecé y caí por un terraplén. Quería ver los ibones que hay entre los bosques, arriba en la montaña.
Ah, están muy escondidos.
No los he encontrado, dijo. Me desorienté y acabé cayéndome.
¿Estás bien?
Sí, sí, claro. No ha sido nada.
Se giró hacia la puerta de su habitación y entonces se detuvo y dijo: ¿Hay algún pueblo en la montaña?
No, que yo sepa.
Una iglesia, una ermita o algo.
No lo sé. Es posible. ¿Por qué?
Negó con la cabeza y se metió en la habitación. A la vuelta de mi abuelo, que mencionó vagamente haber estado en Marruecos solucionando un conflicto entre brujos, todo comenzó a torcerse. Llegó, como era habitual, en su coche, dejó sus maletas en el recibidor y subió a sus habitaciones sin anunciarse de ninguna manera. Nosotros estábamos viendo una película en la sala del proyector, pero lo oímos llegar. Giovanna se puso tensa al instante y logró aguantar unos minutos, nunca salía a recibir a mi abuelo en cuanto llegaba, lo trataba con una distancia similar a la mía, pero al final se levantó y dejó la película a medias. Yo terminé de verla, porque no se me ocurría qué más hacer, y al subir a la segunda planta los escuché discutir en la habitación de mi abuelo. Hasta entonces la convivencia entre ellos había sido de una pulcritud extrema, antinatural, sobre todo en dos personas que aseguraban haberse casado o algo por el estilo. Dormían en habitaciones diferentes y si había visitas nocturnas o encuentros de otro tipo nunca lo supe. Me intrigaba pero desde luego no se lo iba a preguntar a ellos. Supongo que también prefería imaginarlos castos, atados en un matrimonio simbólico y no consumado, para que ella no fuera todavía más inaccesible. Así que aquella discusión, el intercambio de frases ásperas ahogado por las recias puertas de roble, me turbó no tanto por lo repentino y misterioso de su origen sino porque delataba la auténtica intimidad entre ellos, la violencia soterrada, la tensión, la agresividad que incluso yo con diecisiete años sabía que se catalizaba en el sexo y era allí donde hundía sus raíces y no en otra parte. Sobre qué discutían prefería no saberlo. No me dio tiempo a llegar a mi habitación cuando mi abuelo salió al pasillo, por una vez sin su chaqueta de cuero, en mangas de camisa y mordiendo un cigarro sin encender todavía. El pelo le caía sobre la frente y me miró desde el lado de su rostro marcado de cicatrices. ¿Tú no tenías que haber vuelto ya con Devries?, dijo.
He preferido alargar mis vacaciones, dije, encogiéndome de hombros.
Movió el cigarro en los labios, mirándome fijamente. Ven, dijo y echó a caminar hacia la terraza. Allí se detuvo junto a la barandilla y se subió las mangas de la camisa como si se dispusiera a darle una paliza a alguien. ¿Cómo están las cosas por la casa?, dijo.
¿Aquí?
Aquí, sí.
Bien, supongo. Tranquilas.
Encendió el cigarro y sopló el humo. Arriba había una infinidad de estrellas y las montañas relucían blancas, arropadas por la negrura total de los bosques. ¿Cómo está ella? ¿Mejora?
Creo que sí. Tampoco sé lo mal que estaba antes…
Ya, ya. Ni quieres saberlo, muchacho. ¿Sale mucho a pasear?
A veces.
A veces, dijo mi abuelo. Mordisqueó el cigarro. Me volvió a mirar, aunque esta vez desde la parte inmaculada de su rostro. ¿Cuántos años tienes ya?
Diecisiete.
Él asintió. Yo a tu edad… Bah, déjalo. Ya eres un hombre y ya has visto cosas que no ha visto mucha gente. No eres idiota o por lo menos eres mucho más listo de lo que yo era con diecisiete años.
No supe qué responder a aquello. Era lo más sorprendente que le había escuchado decir en mi vida.
Tienes que vigilarla por mí, dijo. Hablaré con Devries si hace falta para que atrase tu plan de estudios o lo que sea que tenga preparado para ti.
¿Por qué quieres que la vigile?
Se sacó el cigarro de la boca y sacudió la cabeza. Me he expresado con demasiado dramatismo, dijo. Solo quiero que no esté sola, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
Acompáñala en sus paseos, dijo. Que no se pierda.
Claro.
Me puso una mano en el hombro. Una mano enorme, dura, áspera como lija. Dedos que se le habían roto en algún momento y se le habían vuelto a soldar nudosos como sarmientos. Una mano habituada a empuñar armas y a cerrarse en un puño, una mano indistinta de un arma en realidad y que pesaba sobre mi hombro como espada de reyes. Esto es importante, dijo. Que no se pierda.
Entiendo.
Te preguntará, querrá saber. No la lleves nunca al otro lado.
De acuerdo.
Me apretó el hombro y salió de la terraza dejando su peste de tabaco persa. Yo me apoyé en la barandilla, demasiado consternado para echarme a temblar. Al rato volví a mi habitación. Por el pasillo los escuché hablar todavía. No creo que ninguno de los dos durmiese o abandonase la habitación aquella noche.
]]>¿Tostadas francesas?
Sólo té, por favor.
¿Zumo de naranja?
Té, sin más. No se moleste.
Le traeré zumo también, dijo y se retiró con un frufrú de telas.
Durante unos minutos intenté volver a dormir pero fui incapaz. La cabeza me daba vueltas y me dolía el estómago. Me incorporé en el sofá y me desprendí del abrigo. Alguien había encendido por fin la calefacción y me notaba sudado, agrio. El mentón cubierto de una saliva que hedía a whisky y vómito. Estiré el cuello para mirar por la puerta de la biblioteca y comprobé que mi abuelo todavía no había comenzado a trabajar en su labor de expurgue. La noche anterior al volver del jardín, helado y medio borracho, me había sentido demasiado cansado y enfermo como para subir a mi habitación, así que me puse el abrigo encima y me senté en el sofá con la esperanza de entrar en calor y sentirme mejor. Ahora me sentía mucho peor. La señora Avalon trajo una bandeja con el té y el zumo y la dejó en una mesita junto al sofá.
Muchas gracias, señora, le dije.
¿Necesita algo más?
No, no, muchas gracias.
Ella asintió pero no se movió de donde estaba. Bebí el zumo de un trago, aunque mi estómago se retorció, y después tomé la taza de té y soplé antes de dar un sorbo.
Salió anoche al jardín, dijo la señora Avalon, con un tono que era cualquier cosa menos interrogativo.
Oh, dije. Sí. Salí a dar un paseo.
Entiendo.
No podía dormir.
Ella asintió con gravedad y siguió sin moverse.
¿Quién hizo las estatuas del jardín?
Son obra de varios artistas, dijo la señora. Estaban aquí antes de que el señor comprara la casa. La mayoría de un joven llamado Pinkman. Joven cuando las hizo, quiero decir. Después llegó a ser reconocido por su pintura y su obra escultórica quedó bastante olvidada.
No me suena, la verdad.
Quizá debería haber dicho polémico, en lugar de reconocido. Ya ha caído en el olvido, como casi todo lo que hizo, pintura y escultura.
Lo cierto es que no esperaba mantener ese tipo de conversación con la anciana ama de llaves de la casa. La mujer hablaba con una voz firme, bien modulada.
¿Fue a la cripta?, dijo de repente.
¿Qué? No, no. Fui a ver el mar.
El mar.
Vi que había un cementerio… Tiene que ser muy antiguo porque el bosque no es viejo, ¿no?
No debería internarse en el bosque.
¿Por qué?
La señora respiró por la nariz antes de responder. Animales salvajes, dijo. Miró a su alrededor y señaló las cabezas disecadas. Osos.
¿Hay osos por la zona? ¿En serio?
Puede haberlos. Sobre todo de noche. No salga a los jardines, no vaya al bosque.
Claro. Lo tendré en cuenta. Anoche me pareció ver…
¿Qué le pareció ver?
No sé. Nada en particular.
Ella asintió y entonces, sin añadir nada más, se retiró.
Todavía pasé un rato allí, sorbiendo el té caliente, mirando por el ventanal del salón hacia los jardines y el bosque. La nevada había sido fuerte y todo estaba blanco, las estatuas cubiertas de nieve como si hubieran tendido sobre sus hombros estolas y chales, las copas de los árboles negros blanqueadas como una quemadura en la retina.
Entonces vi a mi abuelo salir del bosque, la chaqueta de cuero cerrada hasta el cuello, humeando como una chimenea por su respiración en el frío y el cigarro que mordía. Cruzó los jardines hasta la casa, sin dedicar una mirada a las estatuas. Apuré el té de un trago, me puse el abrigo y salí al porche trasero. Estaba pisando con fuerza en los escalones de piedra para sacarse el barro y la nieve sucia de las botas. Gruñó un saludo y siguió a lo suyo hasta quedar satisfecho. Después me miró y dijo: ¿Qué te pasa? Estás amarillo.
No me encuentro bien.
Ya, dijo. Se sacó la colilla de la boca del cigarro de la boca, la miró y la tiró de un papirotazo a la nieve.
¿Qué hacías en el bosque?
Dar un paseo.
La señora Avalon me ha dicho que hay animales salvajes, dije. Osos.
¿Eso te ha dicho?
Sí. Y anoche me pareció ver sombras entre los árboles.
Mi abuelo sacó un cigarro del bolsillo interior de su chaqueta y se lo puso en la boca. Sombras, murmuró.
Sombras fluidas.
Vaya. Sombras fluidas.
¿Es éste un lugar, ya sabes, especial?
Encendió el cigarro y largó una bocanada de humo. No tanto como a esa vieja supersticiosa le gustaría.
¿Es una entrada?
No. Nada de eso. Este lugar no está conectado con el otro lado. Probablemente no viste nada.
¿Y qué hacías tú en el bosque, entonces?
Ya te he dicho que estaba dando un paseo.
¿De quién son las tumbas del cementerio? Tiene que ser muy viejo. Se lo he preguntado a la señora Avalon pero no me ha respondido…
Las tumbas son de los muertos, muchacho, de quién van a ser, dijo y entró en la casa. Me quedé pasmado durante un segundo y luego seguí allí, porque no tenía otra cosa que hacer y el aire me reanimaba un poco. Un rato después vomitaría el zumo y el té, pero ya en el baño de mi habitación, y me prometería no volver a beber whisky jamás. Por supuesto, no tardaría mucho en volver a ver las sombras y descubrir algo de su auténtica naturaleza.
]]>Por aquel entonces yo todavía vivía con Pedro Devries y su familia, pero me encontraba en una de mis periódicas visitas a mi abuelo. Había pasado con él un par de días hasta que, como solía ser habitual, tuvo que viajar de urgencia al extranjero a solucionar algún asunto. Aquello no me molestó. Pasé el tiempo en soledad, que solo perturbaban las mujeres que venían a limpiar un par de veces a la semana, leyendo libros y viendo películas en un proyector, comiendo lo que las empleadas dejaban preparado y saliendo a dar paseos muy breves en los que el aire tan limpio me dejaba mareado y casi al borde la alucinación. Cuando el coche aparcó frente a la casa yo estaba en el despacho y me asomé a mirar por la ventana. Bajó él, mordiendo un cigarro, con la chaqueta de cuero color café abierta. Después bajó ella. Llevaba una gabardina clara y el pelo suelto, muy negro, brillante al sol de aquel día poco propicio para gabardinas. Me retiré de la ventana como si me hubiera dado calambre. Los escuché abrir la puerta, hacer crujir las tablas del recibidor. Intuí sus voces subiendo por el hueco de la enrevesada escalera. Me senté de nuevo a la mesa en la que había estado leyendo y mirando las ilustraciones de un volumen de la Enciclopedia Imperial. Al cabo de unos minutos la puerta se abrió y mi abuelo dijo: Tenemos una invitada. Ha estado metida en un asunto muy serio y complicado así que haz el favor de comportarte.
Había tirado el cigarro pero todavía olía a tabaco, a tabaco y cuero de caballo, sus olores indelebles. Claro, dije, aunque no lograba recordar una sola ocasión en que no me hubiera comportado en su presencia.
Mi abuelo carraspeó, palpó su chaqueta y sacó otro Faraón. Lo encendió paseando la mirada por su despacho como si esperase encontrar algo de interés. Se quedó mirando la ventana. Ha sufrido mucho, dijo.
¿Qué le ha pasado?
Vampiros napolitanos, dijo.
No pregunté más. Permanecí quieto. Si no se iba es que tenía que decir algo más. Siguió fumando y tirando la ceniza al suelo, el hombro apoyado en el marco de la puerta. ¿Ha hecho buen tiempo?, dijo.
Sí.
Bien.
Yo alternaba entre mirarlo a él y a la ilustración que tenía delante, una representación muy detallada del sitio de Troya, en la que era posible reconocer a Aquiles arrastrando el cuerpo de Héctor con su carro y a otros personajes, definidos por detalles minúsculos de su pose o de su físico, Odiseo contemplando las murallas, el rostro compungido de Helena enmarcado por una tronera.
En fin, dijo. Se llama Giovanna y se quedará con nosotros bastante tiempo. Es mi mujer.
¿Cómo?
Mi mujer, he dicho.
¿Te has casado con ella?
Se concedió una larga calada antes de responder: De alguna manera, sí.
De alguna manera, dije.
De la que importa, muchacho.
Entiendo.
Era la primera vez que lo veía remotamente cerca de estar azorado o incómodo con una situación. Se retiró sin añadir nada más. Por lo general, cuando él volvía de uno de sus viajes, yo abandonaba el despacho, pero aquel día lo tuve para mí todo lo que quise. Preferí no salir a conocer a la mujer todavía.
La conocí al día siguiente, en la terraza trasera de la casa. Al salir de mi habitación, todavía dormido y en pijama, envuelto en una rebeca de lana que me quedaba muy grande. Las noches eran frescas allí y la casa guardaba el frío como un sótano. Me acerqué por el pasillo hasta la puerta corredera de la terraza. Una de las habitaciones de invitados estaba abierta y sobre su cama deshecha había ropa de mujer. Eso significaba que, esposa o no, no había dormido con mi abuelo. O por lo menos no se había instalado en la habitación principal. Era el primer signo relacionado con la mujer que parecía coherente con mi abuelo, esa clase de límite, de distancia. La mujer estaba sentada en una de las sillas de mimbre, con la pequeña mesa de hierro a sus pies. Una taza de café solo. La saludé y la mujer me miró. Llevaba gafas de sol y sonrió. Dijo mi nombre. Sí, soy yo, dije en italiano.
Oh, ¿tú también hablas italiano?, dijo. Tenía un acento napolitano muy fuerte.
Sí.
Yo me llamo Giovanna.
Ya me lo ha dicho mi abuelo.
¿Quieres sentarte?, dijo. Puedes hacerme compañía, si no te importa. Tu abuelo ha salido muy temprano.
Bueno, dije y ocupé la silla de mimbre libre.
Habría hecho más café pero no sé si bebes.
Prefiero té.
Puede hacer un poco, si quieres.
Ya lo haré yo.
Claro, dijo ella. Al fin y al cabo tú eres el anfitrión, ¿no? Yo soy una intrusa.
Sonreí a mi pesar. No, no eres una intrusa, dije. Intenté volver a componer mi expresión de adolescente desdeñoso. Debía de andar cerca de los cuarenta años, mucho más joven que mi abuelo. Era muy guapa y tenía un pelo leonino, brillante. Le observé el cuello, descubierto por su vestido de tirantes verde, como si esperase encontrar las marcas de los vampiros, las heridas gemelas como de punzón.
Te pareces mucho a tu abuelo, dijo.
No, no es verdad.
Ella asintió y siguió mirando el paisaje, los huertos de las masías lejanas, los bosques, las montañas en el horizonte. Se quitó las gafas de sol. Tenía los ojos oscurísimos, cercados por ojeras casi violetas, y los entornó a la luz matutina. Las oquedades bajo los pómulos no parecían naturales para aquel rostro, más bien fruto de un estrés profundo o un dolor constante. Quizá era más joven de lo que había pensado, una mujer que había sido al mismo tiempo avejentada y embellecida por la tragedia. Tu abuelo no me ha dicho si volverá pronto, dijo. Bueno, en realidad no me ha dicho nada, excepto que se iba.
Volverá, dije.
Oh, claro, claro que volverá, dijo ella. Pero creo que de momento quedamos tú y yo por nuestra cuenta.
Sí, eso parece.
Si no te importa tendrás que ayudarme un poco a instalarme, a conocer el lugar, dijo. ¿Puedes creer que me he perdido buscando la cocina? La casa no parece tan grande desde fuera.
Lo sé. Es raro pero te acostumbras.
Tu abuelo me ha dicho que es algo frecuente por estos parajes.
No dije nada a eso porque no estaba seguro de a qué se refería.
Dijo mi nombre otra vez y añadió: De verdad, espero no ser inoportuna. Espero no ser ninguna molestia para ti.
Por supuesto que no, dije. Logré sostenerle la mirada casi un segundo completo. Creo que en ese momento ya estaba perdidamente enamorado de ella.
]]>La casa, una mansión en realidad, estaba en zona ballenera. En el trayecto desde el aeropuerto, por una carretera sinuosa que bordeaba la costa, pudimos ver cachalotes a lo lejos, entrando y saliendo del frío océano como eslabones de una misma cadena, y el ocasional chorro de vapor de los espiráculos. Recuerdo de aquel trayecto una luz extraña, crepuscular, que se filtraba por los cristales del coche de alquiler, una luz que me pareció americana pero que no respondía a otra cosa que a mi estado de ánimo, e iluminaba como volviéndolo de piedra el rostro marcado de mi abuelo, los cañones de sus cicatrices de jaguar que le cruzaban el puente de la nariz, una ceja, un pómulo y que, tantos años después de haber sido herido, habían perdido el aspecto agusanado y rosa de los costurones convencionales. Parecían acanaladuras tribales de guerrero caníbal, de doctor brujo, de cacique bajo el volcán, cosas que mi abuelo era a su manera particular, tan cierto como si tuviera el rostro pintado con sangre y ceniza y no solo con la luz de aquel crepúsculo americano y frío.
La mansión era blanca y de estilo colonial, con un porche lleno de columnas y una galería acristalada que había sido usada como invernadero en el pasado. Tres plantas y una veintena de habitaciones. Los criados permanecían en la finca y la mantenían impoluta. Eran dos, muy ancianos, hombre y mujer. Matrimonio, supuse. Se hicieron cargo de nuestro equipaje y nos instalaron en unas habitaciones de la segunda planta. Como una suite de hotel mi habitación tenía un pequeño recibidor, sala de lectura y café, las paredes forradas con volúmenes encuadernados en piel y cuadros de escenas náuticas, balleneros alzando arpones contra el leviatán y la tempestad, el dormitorio propiamente dicho, con una cama con dosel historiado de motivos boscosos, los cortinajes recogidos por cordeles dorados, y un baño marmóreo en el que se sostenía una bañera de porcelana sobre patas de león o grifo. Todo tenía el aspecto de ser mucho más viejo que yo, de llevar una inmensidad de tiempo allí.
Una vez instalados mi abuelo se desentendió de mí y se dispuso a expurgar la biblioteca de la mansión. Apenas me atreví a entrar en la estancia. Si los libros en la sala de lectura de la habitación me habían impresionado un tanto, en la biblioteca perdí el aliento. Estanterías y estanterías de libros, miles de ejemplares, ninguno con la apariencia de haber salido de una imprenta moderna. En vitrinas se exhibían papiros y manuscritos ilustrados por monjes y alquimistas muertos siglos antes, la mayoría tratados herméticos, encriptados y simbólicos. Supe que lo que se veía, lo que se mostraba, sólo era la punta de un iceberg de misterio arcano. Mi abuelo había dispuesto una docena de incunables encuadernados en piel, algunos con remaches y guardas metálicas, en atriles y esparcido multitud de legajos por la larga mesa de roble de la biblioteca. Las luces de lectura creaban isletas amarillas en la penumbra de la estancia sin ventanas.
Vagabundeé por la casa, sin nada mejor que hacer. Algunas habitaciones estaban cerradas pero la mayoría no. En la primera planta encontré una sala de esparcimiento, en la que había una mesa de billar, los tacos pulcramente dispuesto en un soporte en la pared, una barra y un mueble bar muy bien surtido. Vi una botella abierta de Talisker, una marca que recordaba del propio mueble bar de mi abuelo, y me serví una copa generosa, sin hielo. El whisky nunca me sienta bien. Olisqueé la bebida y solo el aroma me pareció repugnante. Seguí paseando por la casa, con la copa intacta en la mano. El matrimonio de criados se había desvanecido. Quizá dormían en otra casa, dentro de la propiedad, quizá estaban en una de las múltiples habitaciones cerradas. Ya se había hecho de noche. En un salón alfombrado con cabezas de oso y huesos de ballena en las paredes contemplé por un ventanal a ras de suelo el mundo exterior, los jardines traseros, abandonados y cubiertos de maleza oportunista, y un pequeño pero denso bosque de árboles de corteza oscura y hoja negra. Viejas estatuas y esculturas de piedra descollaban entre la vegetación salvaje, figuras mitológicas, monstruos, un Bomarzo americano. Los jardines terminaban en una loma en la que no crecía más que la hierba, una hierba gris, mortecina, y algún árbol solitario, tras la cual, imaginé, se encontraba la playa y el océano. Comenzó a nevar. Pasé mucho rato allí de pie, la nariz inundada por los vapores del whisky, temblando de frío pues nadie había encendido la calefacción, contemplando la nieve que caía azulada por la luz de la luna. Al principio apenas reparé en las sombras que se movían en la linde del bosque. Algo sinuoso y estilizado, fluido. Casi derramé la copa, convenciéndome de que no veía lo que creía ver. Pensé primero en ella, en Giovanna, porque no había dejado de pensar en ella en ningún momento. Salí tan deprisa que no se me ocurrió ni abandonar la copa ni coger mi abrigo. Anduve por los jardines, escrutando la oscuridad, la luz lunar electrizando el paisaje tan blanco y tan negro, sin lograr ver más sombras. La nieve se posaba lenta y cerraba los ojos de la Hidra y de la Medusa, velaba los rasgos toscos de un hombre de piedra en lucha con una jauría de perros, llenaba las fauces abiertas de un ogro que surgía de la tierra. Caminé hasta el bosque en el que creía haber visto las sombras fluidas. Los árboles eran tenebrosos. Tenía el pelo y la ropa húmedos pero seguí avanzando. Había lápidas entre los árboles, muy desgastadas y muy viejas, algunas trituradas por las raíces, aplastadas entre troncos, y un sendero que llevaba hasta la entrada de una cripta. Prefería evitar ese camino y me interné entre los árboles hasta salir del bosque y llegar a la loma. Tenía los pies calados y no dejaba de temblar. Subí hasta lo más alto, no mucho en realidad, y en efecto, allí estaba la playa y el océano. Bajo la nevada no parecía un escenario de este mundo. Era un lugar para elementales, para pies feéricos, delicados y desnudos, que pisaran y danzaran sin dejar huella. Giovanna. Apuré la copa de un trago que me abrasó la garganta. Sabía a nieve, a humo y a sal marina. Se me subió a la cabeza al instante y me hizo lagrimear y tener arcadas. Contuve el vómito. Pensé en Giovanna y en su pelo negro. En Giovanna y su acento napolitano. En Giovanna y el País Borroso. Vomité de vuelta a la casa, bajo la estatua de Diana Cazadora, y al día siguiente me sentí terriblemente enfermo y melancólico.
]]>Qué había sucedió era, en realidad, lo que no sabíamos.
Alia había preparado té en la cocina. Lo hacía tan fuerte y tan amargo como su padre. Me gustaba. Bebimos con calma, como si nada nos urgiera. Le pregunté por los perros, que estaba vez no habían salido a ladrarme.
No puedo encontrarlos, dijo. A veces se escapan pero vuelven pronto.
Apuramos las tazas de té, le pregunté qué tal le había ido durante los meses pasados. Respondió con banalidades. Había algo desolado en las paredes desnudas de la casa, los pasillos como despojados de una capa que les era tan propia como un papel pintado o una superficie de madera. Todo había sido retirado, empaquetado, clasificado, enviado lejos. Me alegré de no haber presenciado el proceso. Había vivido en aquella casa y había contribuido a la acumulación de objetos, trayendo fruslerías de Mongolia o Togo, dientes de dinosaurio, centenarios amuletos de pata petrificada de pollo, y había posado para fotografías que se habían desplegado por los muebles y las paredes en marcos más o menos nobles.
Después bajé al sótano y cumplí con las últimas voluntades de Pedro Devries, mi mentor, el mejor amigo de mi abuelo. Ella estaba arriba, igual de entera, cabal, con una maleta de mano que debía de llevar horas preparada. Muy hermosa, con su piel morena y su pelo negrísimo recogido en la nuca. Salimos fuera de la casa. Los árboles se movían con un viento que llegaba fresco de la sierra. La noche era despejada y había luna llena. Contemplamos la casa, esperando.
¿Lo has visto?
Sí.
¿Estaba muy mal?
No.
Hacía semanas que no me dejaba verlo. Si tenía que entrar en su despacho se envolvía en esa túnica negra. Aún así parecía algo grotesco. Al final ni siquiera eso.
No estaba tan mal.
¿Seguro?
Seguro.
Crees que sufrió.
No.
Llevaba dos días sin coger la bandeja de comida que le dejaba en la puerta, dijo Alia. Por eso pensé que ya podía haber pasado. De todas formas no estoy segura de que comiera de la misma manera en que lo hacemos tú y yo. Ya no.
¿Y por qué hoy?
Es por algo que soñé esta mañana, dijo. Soñé que algo me observaba mientras dormía. Diría alguien pero la sensación era diferente… Cuando abrí los ojos no había nadie, claro, pero escuché un ruido escaleras abajo. Pensé que era él. No podía ser nadie más. Le llamé y el ruido, como unos pasos furtivos, se detuvo. Volví a llamarle. Bajé y recorrí las habitaciones una por una. Los perros ladraban fuera, como histéricos. Me asomé para mandarlos callar y al fin me obedecieron. Fui al sótano, dispuesta a hablar con él, temiendo que pudiera ser la última vez. Llamé y llamé al interfono pero no respondió. Bien, entonces te llamé a ti. Y aquí estamos.
¿Hubieras querido recuperar algo de su despacho?
No. Que sea lo que él quiso y como él lo quiso.
Me miró a los ojos. Tienes que decirme la verdad, dijo. ¿Tenía muy mal aspecto? ¿Crees que ha sufrido?
Le sostuve la mirada y dije: No te preocupes por eso.
El fuego se consumirá pronto, le dije a Alia. No quedará más que un montón de ceniza inerte.
Ella asintió. Los ojos le brillaban y los tenía hinchados y nada más.
Seguíamos fuera, puede que esperando que las llamas asomasen por las ventanas de la planta baja. Aguardamos todavía un rato más y luego nos alejamos a pie, camino de la estación y del último tren a la ciudad. Me ofrecí a llevar su maleta pero no quiso. Intentaba no pensar en lo que había visto antes de abandonar la casa, no los hongos en aquella extraña configuración, sino lo otro, lo que estaba en el pasillo. Un rastro gris, una marca que quizá había dejado una de mis botas al dejarme caer, que parecía también la huella de un pie. Un pie pequeño como el de un bebé. No había ni rastro de los perros.
]]>¿Por qué no?, le dije. Quizá así podrían haber…
Ya te he dicho que el secreto del viaje entre mundos pertenece a un grupo de gente muy limitado, el auténtico gobierno del mundo…
Sobre eso también quiero hacerte algunas preguntas.
Devries negó con la cabeza. No todavía, dijo. Es un asunto terrible al que ya llegaremos pero no es el momento aún.
¿Entonces?
¿Entonces qué?
Para qué me has hecho venir.
No te he hecho venir. Sólo quería que me enviases los cigarros.
Sabías perfectamente que vendría a traértelos en persona.
Devries sonrió. O eso creo. Era difícil leer expresiones en aquella máscara blanca, tersa y aplanada, con la boca sin labios y fina como una cuchillada.
He llegado a aceptar mi situación, dijo. Esto es un proceso irreversible. Tu abuelo y yo bromeábamos sobre algo así con frecuencia. Con ir demasiado lejos y ser castigados.
¿Hubris?
Hubris, sí. Él se burlaría de oírme decir algo así. A veces pienso que si él siguiera vivo… Pero quizá también fue demasiado lejos y fue castigado, como yo ahora. Le echo de menos. Era mi mejor amigo.
Nadie entiende del todo lo que le pasó a mi abuelo, dije, pero no creo que su caso tenga nada que ver con el tuyo.
Quién sabe. La maldición de cada hombre es diferente. Los dos desaparecemos, yo bajo esta materia blanca y él devorado por una criatura invisible…
Devries, dijo. Deberías haberme llamado antes.
El hombre me contempló sobre las velas casi consumidas de su mesa. Ojos ilegibles, entornados, muy oscuros. Tienes razón, dijo. No puedo dejar de pensar en ti como en mi alumno, un adolescente demasiado serio y aplicado. Pero ahora te miro y veo el vivo retrato de tu abuelo y sé que eres mejor que él en todos los sentidos, lo que significa que también eres mejor que todos los demás.
No soy en nada igual o mejor que mi abuelo, dije. Él era un hombre extraordinario, para bien o para mal.
Devries rió. Bueno, chico, ya te he dicho que era mi mejor amigo pero no me llamo a engaño. En lo único que tu abuelo era verdaderamente extraordinario era en la violencia. Tenía una habilidad especial para causar daño. Siempre me he preguntado si eso podrías haberlo heredado como lo hiciste con la xenoglosia.
No respondí. Sus ojos me escrutaron durante unos segundos como si conociera un secreto sobre mí que no quisiera explicitar todavía.
¿Qué quieres de mí pues?, dije
Ayuda, dijo. Pero no para revertir esto, puesto que ya sé que no tiene remedio, quiero que ayudes a Alia cuando yo me haya ido…
Devries…
Tengo una idea aproximada de cómo acabará esto. Sé que no me queda mucho tiempo. Hay cosas que he hecho, cosas que no vienen al caso, que tengo que poner en orden. Voy a estar muy atareado y no me queda mucho tiempo. Afortunadamente ya casi nunca duermo ni me siento fatigado. Pero sé que no falta mucho. El proceso está llegando a su fin, la metamorfosis se completará pronto.
¿Y qué pasará?
No lo sé con seguridad. Moriré. Me transformaré en un hongo sin mente ni voluntad. Quién sabe. Entonces es cuando necesitaremos tu ayuda. ¿Estarás dispuesto a hacer lo que haya que hacer?
Sí, dije.
Devries se inclinó sobre la mesa, luz roja en sus facciones inertes, ojos negros, hundidos, y comenzó a recitar sus últimas voluntades.
]]>Debí haber hecho caso a los recolectores de hongos, dijo. Haber montado en mi mula y seguir mi camino, sin prestar más atención al misterio de los hongos lunares. Bastantes misterios y horrores me esperaban más adelante, en la meseta de Leng, infinitamente más interesantes para mis estudios. Sin embargo me demoré. Encontré excusas para retrasar a mi montura en caminos no tan escarpados, examiné con ojo crítico y demasiada atención las aguas de un arroyo claramente potables, tomé dibujos en exceso detallados de rocas sin importancia y arbustos y bayas sin ningún interés botánico, hasta que por fin me pareció que había motivos para montar el campamento, todavía en las colinas y los valles negros de los hongos lunares. La noche llegó despacio y la esperé sentado a la hoguera, contemplando las llamas amarillas, grasientas, que producía la leña de aquellos parajes. No sé qué esperaba pero esperaba algo. Supe que había llegado al percibir el zumbido misterioso que nos había acompañado la noche anterior, sutil, casi inaudible. La vibración casi mística que acariciaba mi oído interno. Por supuesto me puse en pie y tomé las riendas de la acémila para conducirme hacia el sonido pero el animal repropió y piafó. Monté con dificultad y conseguí que me obedeciese pero cuanto más me acercaba a la fuente del sonido, más se resistía, más tenía que espolearla, hasta que temí herirla sin remedio. La dejé atada a una mata de arbustos que parecía los brazos agónicos de varios hombres quemados. Confié en volver a encontrarla y no extraviarme. Mientras subía y bajaba lomas alcanzaba a ver el resplandor de mi hoguera, una lucecita titilante, cada vez más lejos. Pero el zumbido cada vez era más fuerte, también, sin dejar de ser sutil se escuchaba con mayor claridad, y era todo lo que me importaba. De repente el zumbido era lo más importante. Mi percepción se escindió, llegados a este punto. No sé explicarlo de mejor manera. Era consciente de lo que estaba haciendo, de cómo tropezaba y me hería con las rocas, de cómo caminaba a ciegas ya, de mi mandíbula laxa y del hilo de saliva que comenzó a desprenderse de ella, pero no podía hacer nada al respecto. Caminaba y caminaba hacia el zumbido, sin una voluntad auténtica que guiase mis pasos… Mejor dicho, sin una voluntad propia. Había una voluntad ajena en mí. Una voluntad espantosa, lejana, fría… Traspuse la última loma y vislumbré un valle diferente al que había visitado con los recolectores pero igualmente poblado por los altos hongos lunares. El zumbido borraba todo lo demás. Bajé casi corriendo, sin dejar de babear aunque notaba la boca polvorienta y seca. Me sangraban las manos por mis tropiezos, también los tobillos y donde las zarzas habían desgarrado mis pantalones y mi rostro. Cuando alcancé el valle no pude menos que maravillarme de nuevo, por los hongos brillantes como esquirlas de luna o hielo, por las complejidades que comencé a apreciar en el zumbido, complejidades geométricas, superficies sonoras superpuestas, cada una con su canción propia y distinguible que se entramaba en el conjunto sin una disonancia. Cada círculo de hongos tenía su propia canción, aunque en algunos casos, en los que los hongos habían formado varios círculos que se intersectaban, las canciones parecían ser la misma, una fusión. Una de estas canciones en particular sonaba con especial intensidad en mi cabeza, haciéndome desoír las demás. Crucé entre los hongos, fascinado por su luminosidad, obnubilado como una criatura cualquiera ante los faros de un coche, hasta encontrar la formación de hongos que emitía mi canción. Era la más compleja y prodigiosa. Al igual que el zumbido, su disposición era al mismo tiempo evidente e inescrutable, un diseño que se modificaba según el ángulo desde el que se observase. Los hongos eran los más altos y robustos, obeliscos de materia viva, palpitante. Otros animales habían quedado prendados como yo, una víbora bailaba enhiesta, balanceándose precisa como un metrónomo. Un lagarto se enroscaba sobre sí mismo como si intentara morderse la cola. Una lechuza ahuecaba su plumaje y lo examinaba con su pico subida a una piedra. Nada se posaba o tocaba los hongos. El zumbido creció y creció, aumentó en complejidad hasta alcanzar un paroxismo y entonces los hongos se abrieron, se rajaron de arriba a abajo con una explosión de polvo plateado, luminiscente, que oscureció el cielo nocturno. El polvo se me metió en los ojos y en la boca, saturó mis rasguños y heridas hasta el punto de restañarlos, tosí, escupí, caí de rodillas y seguí tosiendo y escupiendo. El zumbido había cesado y su hechizo se había roto. Los animales huían despavoridos, la víbora dejando su huella sibilina, la lechuza en polvorientos alazos. El polvo se iba posando y la luz de la luna incidía sobre él con increíble belleza, como plata incandescente. El polvo tenía el tacto de la harina muy tamizada. Pero al instante el efecto acabó, el polvo pasó de lo argento a lo ceniciento. Se oxidó, imagino. Los hongos también, habían tomado un feo color marrón y se hundían como carcasas resecas sobre sí mismos….
¿Qué crees que eran esos hongos?, dije.
No lo sé. Algo muy extraño, algo alienígena incluso en ese otro mundo que es tan diferente. Antes dije que había en ellos una voluntad… Es así como yo lo interpreté pero lo más probable es que no hubiera en ellos más voluntad de la que hay en una trampa para mosquitos.
¿Qué sucedió entonces?
Enfermé. Fiebres, mareos, diarreas, todos los síntomas de una intoxicación alimentaria. A duras penas logré recuperar mi acémila y el equipaje que había dejado en el campamento. Olvidé mis proyectos de visitar Leng, por el momento. No relacioné mi enfermedad con lo sucedido con los hongos… No quise hacerlo, mejor dicho. Creo que algo de esa voluntad o ese control ciego de la canción de los hongos seguía en mí… Diciéndome que me marchase, que no pasaba nada, que me marchase lo más lejos posible… Creo que lo que intentaban es que fuera portador de las esporas con las que se reproducen, ese polvo plateado. De ahí el zumbido hipnótico, la explosión… Pero no están diseñados para humanos… Quizá sea eso. Las esporas no entraron en mi organismo y se quedaron dormidas, esperando. Han medrado y me han convertido en lo que contemplas.
]]>Al día siguiente continuamos el camino y la recolección de hongos. No tardé mucho en sentirme hastiado, pues el trabajo era repetitivo y carente de interés. Los cerdos hozaban, los hombres cavaban, los hongos eran siempre los mismos, con o sin motas oscuras, blancos o plateados. Les pregunté si llegaríamos a ver la meseta de Leng y ellos dijeron que no con gran vehemencia e hicieron gestos contra el mal de ojo. En ese momento les comuniqué mi intención de separarme de ellos y seguir viajando hasta Leng. La noticia les alarmó y entristeció pero no intentaron hacerme desistir de mi propósito. El patriarca me pidió que viajase con ellos unas horas más, puesto que lo que tenía que enseñarme era de gran importancia. ¿Los hongos lunares?, pregunté. Él asintió y repitió aquella palabra sagrada.
No fue hasta el crepúsculo que llegamos al lugar indicado. Quizá sea uno de los paisajes más impresionantes que veré en mi vida. El cielo rojo y el gran valle negro con los hongos lunares… Oh, qué espectáculo. Altos y enhiestos como menhires y dispuestos de forma natural en círculos concéntricos, superpuestos, en complicados diseños que en nuestro mundo sólo se han visto en ciertos monumentos megalíticos del pasado más remoto. Pero aquellos eran organismos vivos, magnificentes, algunos de tres veces la altura de un hombre, cientos de ellos… Quise detenerme donde estábamos para abocetar en mi cuaderno los diseños, que evocaban algo en mi mente que no podía definir, pero los recolectores se negaron. Estaban nerviosos, algo alterados. Bajamos al valle desde la colina en la que estábamos y utilizaron unos machetes para raspar las excrecencias de los hongos lunares más impresionantes. Pensé que podía ser algún tipo de poda ritual, una especie de jardinería religiosa, pero su comportamiento era demasiado furtivo. Llevaban cubiertas las manos por guantes de piel de cerdo y me prohibieron terminantemente tocar los hongos.
Cuando llenaron los zurrones y las alforjas salimos del valle, casi corriendo por la colina. Estaban muy asustados. Repetían que la noche era muy peligrosa. Cuando por fin nos detuvimos para hacer campamento conseguí que me hablaran con más libertad. Entendí que practicaban una rudimentaria religión, quizá elaborada por ellos mismos, en la que veneraban los hongos, que decían venidos del espacio, caídos de la luna. Lo que acababan de hacer, la respetuosa poda de los hongos, era una especie de tabú. Ahora me consideraban cómplice de su pecado. ¿Por qué lo habéis hecho?, les pregunté. Dudaron un momento y luego respondieron que los hombres viajaban desde muy lejos para comprar las excrecencias de los hongos lunares. ¿Qué hombres?, pregunté. Los brujos, dijo el patriarca, los hechiceros, los alquimistas. ¿Y para qué los utilizan?, pregunté. Para crear hombres, dijo. La respuesta me horrorizó, por supuesto, y me habría horrorizado más de no saber a buen seguro que es imposible crear hombres artificiales, homúnculos.
Devries se miró la mano blanca y gomosa, lisa, sin marcas. Aunque ahora, tengo que reconocerlo, no sé qué pensar de ello, dijo.
]]>La gente del pueblo intentó disuadirme del viaje. Tras ver que no lo lograban me indicaron que había dos maneras de superar la cordillera volcánica de los rostros esculpidos. Al parecer las montañas eran prácticamente huecas, un coladero de grutas y túneles naturales, llenas de cavernas en las que cabrían ciudades. Este camino podría ser el más rápido, pues muchas de las rutas seguras estaban marcadas con mojones y marcas diversas, por lo que era posible no extraviarse, pero ya no sabían qué podía habitar esos túneles. Un hombre muy anciano me dijo que siendo joven había recorrido ese camino para vender pieles a los recolectores de hongos del otro lado, y que había visto a miembros de una raza de hombres peludos con patas hendidas como los cerdos y cara de araña. Nadie dio credibilidad a sus palabras y le acusaron de estar senil, pero me aconsejaron el otro camino, un paso entre los dos mayores picos de la cordillera, cuyos nombres dijeron y eran impronunciables y un tanto obscenos. Decidí hacerles caso.
Durante un día viajé bajo la mirada de los gigantes. Sus rostros adustos, sombríos pues el sol surgía a sus espaldas, miraban al malpaís, al mundo quizá, con una callada desaprobación, vigilantes y terribles. Inspiraban en mí un terror atávico, sus ojos negros en realidad tan inexpresivos, tan muertos, tan despiadados. El rostro de los dioses, decían algunos, también llamados los Primeros Hombres, los habitantes de Hiperbórea. Según la leyenda, antes de Su Caída, habían tallado esos bustos para no olvidarse a sí mismos, cuando ya todo estaba perdido y no quedaba esperanza. Como una admonición también para sus herederos.
Fue un alivio alcanzar el paso entre los picos y escapar de su mirada. Hube de viajar aún unos días para superar la cordillera. El terreno era agreste y la roca negra. Había caza y arroyos en los que conseguir agua potable. Me permití pensar que quizá las leyendas eran exageradas o que el mal de la meseta de Leng hacía ya tiempo que se había extinguido, como se extingue cualquier fuego.
Por fin crucé la cordillera y llegué a la tierra de los recolectores de hongos. Era una gente peculiar, de piel pálida, casi gris, siempre ataviada de negro, con calados sombreros parecidos a bombines. Las mujeres, envueltas en rebozos u hopalandas negras, eran iguales a las siervas de las Damas Negras, las devotas de la Noche Fría, pero no logré discernir qué religión profesaban o a qué dioses adoraban. La población estaba bastante dispersa, granjas aquí y allá, en profundos valles y sierras oscuras, sin más vegetación que raquíticos arbustos y los omnipresentes hongos, hongos de toda clase, nacidos de la misma piedra, siempre blancos o grises, hongos que alimentaban y hongos que causaban locura. Criaban cerdos para recolectar las variedades más preciadas, unos animales pequeños y velludos, ágiles como perros, con colmillos espatulados y romos para remover la tierra. Las hembras eran lanudas y más grandes y tenían que ponerles bozal porque acostumbraban a comerse a sus crías. Llevaban la locura en la sangre, decían.
De alguna manera intuí que sería interesante permanecer con los recolectores de hongos durante un tiempo. No me equivocaba. Tardaron poco en sugerirme que les acompañara para conocer los hongos lunares. Esto sería el comienzo de mi maldición.
]]>Devries me miró. Durante un segundo sus cejas lisas y sin pelo se alzaron, descubriendo unas leves arrugas que desaparecieron al instante.
Tienes razón, dijo. Mi condición tiene sus peculiaridades, sus pequeñas contrapartidas. En realidad no es tan extraordinario. Hogson, el investigador, encontró un caso parecido en uno de sus viajes marítimos. Y Fort catalogó hasta cuatro casos diferentes de…
Por favor, dije. No quiero volver a clase.
Lo siento, dijo con una sonrisa. La costumbre. Lo que intento decirte es que no me ha pasado nada más extraordinario que cualquiera de esos casos que investigas.
Todavía no entiendo cómo ha sucedido
Ya te lo he dicho, dijo. Durante un viaje.
¿Un viaje adónde?
Esto no te va a gustar.
Cuéntamelo de una vez.
Se arrellanó en su silla. Sucedió hace más de un año, dijo. Al oeste de la meseta de Leng, en un malpaís sin nombre que linda con una vieja cordillera de volcanes apagados…
Espera, espera, dije. ¿Qué cordillera al oeste de Leng?
Yo había recorrido la meseta de Leng, en Asia Central, y no había ningúna cordillera que mereciera tal nombre, mucho menos volcanes apagados. Sólo había desierto y ruinas antiquísimas, una especie de monasterio prehistórico y poblados de casas achaparradas de roca negra.
No esa meseta de Leng, no la que tú conoces, dijo Devries. Me refiero a la auténtica.
Quedé en silencio durante unos segundos. Por hacer algo toqué la caja de cigarros con el faraón niño cincelado. La auténtica meseta de Leng, dije.
Sí.
Te refieres a…
Lo que hay más allá del País Borroso.
Devries se refería a sí mismo como un soñador, esto es, como una persona capaz de sumirse en cierto estado de trance que le permitía viajar de manera incorpórea por unas tierras extrañas y lejanas conocidas como el País del Sueño, lo que supuestamente hay más allá del País Borroso. Estos viajes sólo podían recordarlos con dificultad e incluso los soñadores más expertos, y él era uno de ellos, tenían problemas para distinguirlos de un sueño elaborado pero convencional. No todos podían viajar de esta manera, por lo que el tema era una fuente de controversia en la comunidad de investigadores y alquimistas, un constante debate acerca de la realidad estos viajes o, si se aceptaban como hecho cierto, la naturaleza del terreno que recorría el soñador. Para la gran mayoría de soñadores estos viajes se realizaban por una especie de área del subconsciente colectivo, muy profunda, llena de símbolos y arquetipos que habían formado su propia geografía onírica, continentes, mares, océanos, constelaciones brillantes en el cielo nocturno. Al igual que el País Borroso, el rostro secreto de nuestro mundo, en eterna retirada y desvanecimiento, este mundo soñado no sería más que otra faceta de nuestra realidad. Para Devries y otros soñadores lo que habría más allá, este País del Sueño, también conocido como la Tierra de los Monstruos, sería una realidad por completo diferente, otra dimensión, un universo completo en sí mismo, de acceso difícil pero posible mediante técnicas de meditación, matemáticas avanzadas y la toma de drogas. El texto que había desatado esta polémica era Narración de mis viajes en pos de la ignota Kadath del investigador Randolph Carter, publicado en mil novecientos treinta y cuatro, tomado de manera simbólica por unos y literalmente por otros. Yo no podía soñar de esa manera. Mi abuelo tampoco y se burlaba abiertamente de las teorías de Devries.
Pedro, dije. Me lo estás poniendo muy difícil.
Lo sé, lo sé, dijo. Sé lo que opinas del tema. Pero encontré una manera de viajar a ese… lugar. Descubrí que hay gente que viaja físicamente entre los dos mundos, ¿me oyes? Físicamente. No con sueños. En carne y huesos. Hay comercio con las gentes del País de los Sueños. Cuando nosotros viajamos no tenemos más sustancia que un fantasma, que un espíritu, por eso es tan complicado comprender lo que vemos o interactuar con el entorno. Esa gente, esos viajeros, han mantenido el secreto durante siglos. Siglos, muchacho. Pertenecen al auténtico gobierno del mundo, al rey secreto, un dios vivo cuya locura es infinita y cósmica… No pongas esa cara. Sé cómo suena lo que digo pero mira, mírame.
Me mostró las manos blancas y sin marcas, los dedos gomosos y espatulados que sostenían el cigarro humeante. ¿No me concede esto algo de crédito?, dijo. Tú has visto muchas cosas extrañas. No te costará creer mi historia.
Entonces tendré que escucharla de una vez, dije.
Ponte cómodo, dijo. Apagó el cigarro en un cenicero. No creo que salgamos de aquí en varias horas.
La miré a ella y miré a los perros, dos mastines enormes. El porche estaba a unos quince metros de la entrada. Ni hablar, dije. Me quedé quieto, con el paquete que había traído bajo el brazo.
No te van a hacer nada, dijo ella. Silbó y los perros se calmaron, se acercaron a ella y se frotaron contra sus piernas. ¿Ves?Empujé la cancela sin tenerlas todas conmigo. Los perros eran muy bonitos, uno negro y otro canela. Apaciguados, ni se inmutaron con ella vino corriendo y se me echó en los brazos. Había crecido desde la última vez que nos vimos y su herencia libanesa se había impuesto en su aspecto. El pelo muy negro, la piel morena. Me besó las mejillas y me llamó por mi nombre. Te he echado mucho de menos, dijo.
Yo a ti también, dije.Me invitó al interior de la casa. Estaba como la recordaba. Parecida a la casa de los Pirineos de mi abuelo, una vivienda cargada de recuerdos y curiosidades de países lejanos, cuadros, fotografías, máscaras ceremoniales.
¿Dónde está tu padre?, dije.Ella negó con la cabeza. Está en su despacho.
Me volví hacia las escaleras que iban al segundo piso y ella me detuvo. No, dijo.
Ahora su despacho está en el sótano.
Negó con la cabeza. Hace meses que mi padre no sale de casa.
Me quedé atónito. ¿Por qué? En la carta mencionaba problemas de salud sin importancia…
Será mejor que bajes a verle, dijo ella, muy seria. ¿Qué llevas ahí?
Bueno, lo que me pedía que le enviase en la carta. Decidí que era mejor venir en
persona.
Suspiró. Ya sé qué es, dijo. Ni me lo digas.
Me puso un brazo en el hombro. Ven, te llevo al sótano.
De acuerdo, dije.
Había reformado toda la planta baja. Trasladado cada uno de los objetos de su despacho, todos los libros de la biblioteca y todos los matraces y retortas del laboratorio. Vio una foto en la que salíamos los cuatro, Alia, su madre, su padre, y yo. Su padre era Pedro Devries, el hombre que se encargó de mi educación entre los trece y los diecisiete años. Un reputado alquimista e historiador y el segundo hombre, tras mi abuelo, en formar parte de las Siete Sociedades Secretas. También eran amigos, mi abuelo y él, y me dejó a su cuidado cuando tuvo que ausentarse por sus negocios, y mi padre vivía en Estados Unidos sin ningún interés por ocuparse de su hijo.
Por aquel entonces Devries vivía cerca de la Torre de los Gorriones, no muy lejos de donde después tuve yo mi oficina. Un barrio castizo, de casas viejas y calles estrechas, que no ha cambiado y donde todavía resido. Conviví con Devries, su mujer y su hija, apenas una cría, durante cuatro años. No fui su mejor estudiante pero sí uno aceptable, y todo lo que sé de trabajo de laboratorio, de alquimia y de la historia secreta del mundo lo aprendí de él. De mi abuelo aprendí otras cosas, casi siempre más prácticas, y con frecuencia relacionadas con hacer daño a otras personas. O criaturas. En realidad viví durante dos periodos con la familia Devries, esos años de adolescencia, justo antes de la desaparición de la segunda esposa de mi abuelo y nuestro viaje a Massachusetts, y otro más breve tras mis viajes por Asia y África, cuando volví convaleciente y herido. Poco después de eso la mujer de Devries murió y él se trasladó junto con su hija a la casa de la sierra. Siempre había tenido problemas de salud, relacionados con las vías respiratorias, y esperaba que el aire de la zona lo mejorase.
¿Dónde está?, dije. Tenía a la vista su mesa de trabajo, desocupada, sin un papel a la vista, tan limpia como lo estaba el laboratorio, sin ninguna sustancia quemándose en el crisol, sin el rumor constante de una extractora de humos. Está en su otro despacho, dijo poniendo un énfasis particular en la frase.Me guió por un corto pasillo alfombrado hasta una puerta negra. Había un teclado alfanumérico en la pared y un interfono. La puerta no tenía pomo.
Alia, dije. Qué…
Estoy harta, dijo. Que te lo explique él.
Pulsó el botón del interfono. Hubo un crujido en el altavoz y una voz que no reconocí dijo: ¿Sí?
Papá, dijo ella. Está aquí.
¿Quién?
Ya sabes quién. Tu camello.
Oh, dijo la voz. No le dije que viniera él.
¿Quieres que se vaya?
No, no. Que pase.
Alia me miró. Si antes me había parecido víctima de un enfurruñamiento adolescente, pues era así como casi siempre la recordaba, ahora parecía abatida. Muy cansada. Adulta de una manera muy triste.
Alia… Habla con él. Yo ya no puedo más.
La puerta negra se abrió con un chasquido. Entré en la estancia. Me sorprendió la penumbra. Un par de complicados candelabros iluminaban la entrada y dejaban en sombras el fondo. Distinguí una mesa, un par de sillas, gran cantidad de alfombras afganas dispuestas de cualquier manera por el suelo.
Devries estaba en las sombras, de pie tras la mesa. Dijo mi nombre y de nuevo su voz me sonó diferente, más suave, contenida.
Acércate, por favor, dijo. ¿Qué haces ahí? Estaba a oscuras, dijo. Últimamente la luz me molesta demasiado.Encendió una cerilla y dio lumbre a una pequeña vela que llevaba en la mano. La llamita sólo alcanzaba a iluminar una mano muy pálida. Devries iba envuelto como en un rebozo negro.
¿Has traído eso? Sí, dije. Devries me había escrito pidiendo que le comprase y enviase una caja de cigarros Faraón, una marca que sólo vendían en una tienda de productos exóticos de Madrid que llevaba un persa nonagenario. ¿Puedes dejar el paquete en la mesa?Me acerqué. Él retrocedió unos pasos. Rasgué el papel de estraza del paquete. Asomó el rostro adusto de un faraón niño, con su mitra y su fusta enjoyada, cincelado con extrema delicadeza y pintado de negro. Abrí la caja y saqué un cigarro.
Sabes que no me voy a ir hasta que te eche un vistazo, dije. Acércate y fúmate uno. Alia me va a matar por traértelos. Esa niña, dijo Devries. Pretende mantenerme a salvo de mí mismo.Olisqueé el cigarro. El olor era muy fuerte. Me recordó a mis horas de estudio en la biblioteca, mientras él fatigaba volúmenes y comentaba cosas al azar, eventos históricos, y me daba una perspectiva inesperada, una idea diferente de lo que era el mundo y de lo que en el mundo sucede. Había llegado a odiar aquella peste de tabaco oriental. Ahora me ponía nostálgico. Dejé el cigarro en la mesa.
Él se sentó en su silla. Me invitó a hacer lo mismo. El rebozo le cubría incluso la
cabeza. Al verle el rostro no supe qué decir. Tragué saliva. ¿Qué te ha pasado?
¿Qué te ha pasado?
Bueno, dijo Devries. No estoy seguro. Comenzó tras uno de mis viajes. Por algo que comí. No es contagioso. Creo. Por lo menos Alia no se ha contagiado. Ni ninguno de mis otros visitantes.
¿Qué te ha pasado? Era incapaz de decir otra cosa. Devries, o lo que sea que tenía delante, estaba relajado, palpando con delectación el cigarro.
Es muy sencillo, dijo. Viajé demasiado lejos y ahora estoy pagando el precio.
Encendió el cigarro con la vela. Chupó y sopló el humo.
Me estoy convirtiendo en un hongo, dijo. Pero no es tan terrible como parece.
]]>El verdadero motivo de la existencia de la División Especial, de los cazadores de monstruos, era proveer de especímenes extraños al gran proyecto del Museo Nacional de Ciencias Naturales, llamado El Jardín de las Delicias, una extensión del Gabinete Real de Curiosidades que había acabado por absorberlo, un pabellón gigantesco articulado alrededor de dos esqueletos humanos, hombre y mujer, flanqueados en un principio por algunos animales disecados, una pareja de leones, unos pájaros coloridos, y que ahora contaba con novecientas especies diferentes disecadas, desde lémures a elefantes africanos, y esqueletos completos de dinosaurio, recreaciones a partir de restos auténticos de grifos y dientes de sable, caballos de tres dedos, dodos y dingos, una ballena azul y hasta un negro cráneo de cíclope hallado en los Acantilados Llameantes.
No si hubiera podido evitarlo, dijo.
Sonreí. Cogí el pisapapeles de cuarzo.
No me crees.
Verónica, dije. Cómo podría no creerte.
Suspiró. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
La miré. Se había inclinado un poco sobre la mesa.
Sí, dije.
¿Recuerdas el consejo que te di? Quizá deberías empezar a aplicártelo.
Dejé el pisapapeles en la mesa. Toqué el vaso con el café con leche tibio.
Confía en mí, dijo. ¿Qué ha pasado?
Ha sido un accidente, dije.
Fue un mal disparo. El dardo alcanzó al pájaro en el ala izquierda y la atravesó con una pequeña explosión de plumas y sangre. Mierda, dije. Abrí el rifle y busqué otro dardo en el bolsillo. Le quité el capuchón protector con los dientes.
El pájaro saltó fuera del nido, graznando. Mantenía el ala herida pegada al cuerpo mientras arqueaba la otra de manera amenazante. Movía el cuello como un reptil, alternando graznidos con siseos. Miré las garras. Negras y curvadas. Manchadas de sangre vieja. Había huesecillos y cráneos putrefactos de gatos y perros alrededor.
Metí el dardo en el rifle y lo cerré de un golpe. Bombeé aire en el depósito con la palanca. Necesité las dos manos para ajustar el mecanismo.
El pájaro salió del armazón del dirigible. Retrocedí un par de pasos hasta chocar con la carcasa de un ornitóptero. La criatura intentó echar a volar dentro del hangar pero le falló el ala herida. Graznó de dolor.
Tranquila, bonita, dije.
El interior del pico era igual de rojo que el exterior, como si se le hubiera aplicado un baño permanente de sangre fresca.
Atacó dando un salto. Esquivé el pico e hice una finta para evitar las garras. Rodé con muy poca gracia por el suelo. Las garras chirriaban en el hormigón intentando cazar mis piernas. Me volví y le golpeé con la culata del rifle en el pecho. El pájaro retrocedió. Gateé como pude hasta la cabina de un ornitóptero al que nunca habían llegado a poner los vidrios de las ventanillas y me colé por una de ellas.
El pájaro comenzó a saltar y a aletear sin éxito. Se movía mucho. Apoyé el cañón en el marco de la ventanilla, guiñé un ojo y acerté justo en el pecho de la criatura.
Llevaba todo el día pensando en ella porque su padre había ganado las elecciones e iba a ser el nuevo presidente del gobierno. Intentaba no hacerlo, pensaba en mis propios asuntos, la reunión que había tenido con mi padre, el hombre había volado desde Nueva York para comunicarme que el viejo había sido declarado desaparecido y muerto de manera oficial y que ahora había que gestionar una fortuna cuantiosa, deslocalizada y caótica, que todo iba a ir a mi nombre, que él no quería ya nada del viejo, pero mis pensamientos volvían una y otra vez a ella. Al tiempo que pasamos juntos. A los viajes que hicimos, desde la meseta de Leng a Mongolia. A la tarde achicharrada en las afueras de Nuakchot en la que me disparó dos veces y acertó una.
Nos habíamos reunido en su suite del Hotel Corona, en la Gran Vía. Dos horas después había logrado comprender a medias que entraba en posesión de gran cantidad de propiedades inmobiliarias en Europa y América y al menos unos cinco millones de dólares repartidos por diversos paraísos fiscales. Y eso era sólo lo que no estaba oculto.
Estaba bebiendo a solas un whisky muy caro que me sabía a rayos cuando la vi entrar en el bar del hotel. Llevaba el pelo suelto y estaba muy seria. Se sentó a la barra y pidió algo al camarero. Permanecí mirándola fijamente, quizá no muy convencido todavía de que fuera ella. Por fin se giró hacia a mí, con la copa en los labios, bebió, se me quedó mirando, y se levantó para acercarse.
No me lo puedo creer, dijo. Había un taburete vacío a mi lado pero se limitó a acodarse en la barra. ¿Qué haces aquí?
Poca cosa, dije. Me emborracho.
¿Tú? ¿Seguro que no es té?
No lo es. Sabe a mierda.
Sonrió. En serio, ¿qué haces aquí?
Tenía una reunión con mi padre, dije. Por lo de la muerte de mi abuelo.
Oh. Lo siento. No sabía que…
Gracias. No te preocupes, dije. ¿Y tú? ¿No deberías estar con el flamante ganador de las elecciones?
Volvió a sonreír. Ya he hablado con él por teléfono, dijo. Es lo máximo a lo que puedo aspirar hoy, creo. Me alojo en este hotel. Hace un año que vivo en Londres…
Dale la enhorabuena a tu padre, dije. Aunque yo voté por el otro.
Por supuesto, dijo. Miró su copa en la barra y la hizo girar. ¿Puedo acompañarte?
No, dije.
Dejó la copa inmóvil. Vaya, dijo.
Vaya, dije.
Todavía estás enfadado.
Pegué un trago al whisky. Casi lo vomito.
Estoy enfadado como un cabrón, dije con la voz arrastrada.
Cogió su copa. Como prefieras, dijo.
No actúes así. Como si no fuera culpa tuya.
Murmuró mi nombre. Casi como si lo dijera para sí. Para recordarse con quién hablaba. Hasta tú dijiste que no me quedó más remedio, dijo. Estabas trastornado, fuera de tus cabales. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
Tragué más whisky. Contuve una arcada. Podrías no haber disparado a matar, dije.
Asintió. Pero hice lo que hice. ¿Sabes qué deberías hacer tú?
Qué.
Creo que deberías perdonarme de una vez, dijo Verónica.
¿Crees que te lo mereces?, dije.
No.
¿Entonces por qué?
Porque te mueres de ganas de hacerlo, dijo.
Cojeé hasta una ventana. Sí estás herido, dijo.
Un rasguño.
Siéntate.
No.
Habían instalado focos en la azotea en la que ella había caído.
Se llamaba Julie, dije. La pobre chica.
¿Qué ha pasado?
Todavía no sé si sabía lo que le iba a pasar. Si llega a comprender lo que le estaba pasando.
Dijo mi nombre. ¿Qué ha pasado?
Ya se lo he dicho a tus muchachos.
Luego leeré el informe.
Le disparé un dardo tranquilizante.
Ajá.
Me atacó y cuando el dardo comenzó a hacerle efecto intentó huir. Mala idea. Salió volando por una brecha en la persiana metálica que cierra la pista de despegue del hangar. Después se cayó. Como un plomo.
Así fue.
Así.
Había cámaras.
Pues perfecto. Podrás verlo tú misma.
Las cámaras estaban desconectadas. Un error imperdonable, según tu amigo Avendaño, del que se responsabiliza por completo.
No se lo tengas muy en cuenta.
Se puso en pie. Joder, dijo. Joder.
¿Qué coño te pasa?
Todo esto ha sido porque no confías en mí, dijo. Podrías haber esperado a que llegara. Podríamos haberla salvado juntos. En lugar de orquestar toda esta estupidez…
No, dije. Ha sido un accidente.
Por favor…
Al final me di cuenta de que ella seguía allí, dije. La pobre Julie.
Verónica se me quedó mirando en silencio.
Sus ojos, dije. Ella estaba allí. No te odio lo suficiente para matarla.
Sacudió la cabeza. Joder, dijo de nuevo. Detective, eres un imbécil.
Lo soy.
Diré que te vengan a buscar con una camilla. No quiero verte cojeando por ahí para dar pena al personal.
De acuerdo, dije. Otra cosa.
¿Qué pasa?
Creo que van a multarme. Sanción administrativa por maltrato animal.
Te estás burlando de mí.
Tus muchachos están muy enfadados, pero gracias a la revocación de humanidad es la única chorrada de la que pueden acusarme.
Me encargaré de ello. Ahora déjame en paz.
Adiós, Verónica.
Echó a andar pero se detuvo tras un par de pasos. Dijo mi nombre otra vez.
Dime, dije.
Nada, dijo, y salió cerrando la puerta.
El pájaro me alcanzó en el muslo. El pico cortó la tela del pantalón y mi piel como si fueran la misma cosa leve y sin sustancia. La sangre salpicó el cuero del asiento del ornitóptero. Le golpeé en la cabeza con la culata del rifle hasta que escuché un chasquido y retrocedió. Saqué el último dardo y le quité la capucha protectora.
El pájaro graznaba y daba saltos, histérico, incapaz de volar. Saltaba del suelo al techo de los ornitópteros, tropezaba con sus alas y las alas de las máquinas. Cargué de nuevo el rifle. Bombeé aire a la cámara. El pájaro salpicaba gotitas de sangre negra al sacudir la cabeza. Tenía un ojo casi cerrado. Apunté y disparé. Logró revolotear hasta el techo del hangar y luego cayó al suelo.
Salí cojeando de la cabina. El pájaro respiraba pesadamente en el suelo. El segundo dardo le había impactado justo bajo el cuello. El otro había desaparecido ya hacía rato. Apenas podía mover las patas. Los jadeos eran muy humanos. Me incliné y le quité el dardo. Estaba vacío. Miré a la criatura. Los dos dardos no iban a ser suficientes para matarla de una sobredosis. Tenía un ojo vidrioso y negro, el otro tumefacto y casi fuera de la órbita, gracias a mis golpes. No pude moverme durante unos instantes. El ojo no se movía de mí. La garganta se movió de manera convulsa. No emitió graznidos. Dos sílabas. Hilfe! Hilfe!
Me arrodillé junto a ella. Julie, dije. Lo siento.
Hilfe!
Lo dijo hasta que cerré las manos entorno a su cuello. Estaba demasiado drogada para resistirse. No podía rodear por completo la garganta, así que me centré en hundir la tráquea con los pulgares.
El ojo de Julie era un perfecto espejo negro en el que podía ver mi rostro. Tiene que ser así, dije. Notaba en la palma de las manos sus músculos luchando por distenderse, por conseguir aire.
Después la arrastré por las patas hasta la brecha que había en la persiana metálica de la pista de despegue vertical para ornitópteros. El viento era gélido ahí fuera. El edificio más alto de la ciudad. Contemplé las azoteas y las luces un momento, temblando, con las manos acalambradas, la pierna goteando sangre.
Se las arregló para caer con gracia, incluso después de muerta, las alas desplegadas, majestuosa y trágica. Pero yo no podía pensar en otra cosa que en el polvo del desierto entrando en mi boca, el repentino calor como si otro sol mauritano se hubiera instalado en mi pecho. El gesto decidido y firme que mantuvo todo el tiempo la mujer que me había disparado y dado por muerto.
]]>Avendaño me saludó con un gesto de la cabeza. Se apoyó en el borde de la mesa. Bien, dijo. Así está el asunto. Hemos recibido la llamada. No podemos mover un dedo. Los cazadores de monstruos vienen de camino. Miró su reloj de muñeca y añadió: Dentro de una hora estarán aquí, con, cito, el equipo adecuado para hacer frente a la amenaza. Palabras de tu amiga.
¿Está arriba?
¿El pájaro? Sí. Llegó hace veinte minutos con un gato en el pico. Parece que esa parte es bastante cierta. No se ha movido desde entonces.
Negué con la cabeza. ¿Por qué me has llamado?, dije.
Avendaño se encogió de hombros. Eres parte del caso.
No hay nada que pueda hacer aquí.
Avendaño se rascó la barba. Dio un sorbo al café. ¿Qué crees que hará con ella?
Me encogí de hombros. Espero que le haga un volandero bonito en alguna parte.
Esta tarde un juez ha firmado una orden de revocación completa de humanidad, dijo Avendaño.
Parpadeé. ¿Cómo?
Lo que oyes. Le van a aplicar la Ley Romasanta. Como si fuera un licántropo. Ya no se le considera un ser humano. Su estatus legal es de monstruo.
Dio otro sorbo al café.
Es un disparate, dije.
Lo sé.
Eso significa que pueden hacer cualquier cosa con ella.
Lo sé.
Vivisección.
Como mínimo.
Cerré los puños.
Tu amiga ha conseguido que firmen la orden.
Abrí los puños. Los volví a cerrar.
¿Sabe que estoy implicado en el caso?
Oh, sí. Ayer tuve una conversación muy edificante por teléfono.
¿Me mencionó?
Ni una palabra. Como si estuvieras muerto. Yo me echaría a temblar.
Tragué saliva. Está bien. ¿Qué has pensado?
No he pensado nada, dijo Avendaño. No me pagan por pensar. Me han ordenado directamente que no piense nada en este asunto. Que me siente aquí y espere a tu amiga y sus cazadores de monstruos. Pero se me ocurre que a nadie le extrañaría que subieras al hangar número tres a echar un vistazo. Después de todo eres un activo en este caso, el detective consultor de la policía.
Ajá.
Justo a la entrada del hangar alguien ha dejado un maletín. Dentro del maletín hay un rifle de aire comprimido y unos cuantos dardos tranquilizantes. Si subieras ahí arriba no sería raro que lo llevases.
Como protección.
No para usarlo, por supuesto.
¿Es fuerte el tranquilizante?
Dos dardos de esos matarían a un caballo. Avendaño apuró lo que le quedaba de café de un trago.
Quizá suba a echar un vistazo.
Es una pena que no haya podido advertirte antes de que nos han prohibido semejante cosa.
Hasta luego, inspector.
Ten cuidado, detective.
El hangar número tres parecía un cementerio de elefantes. Enormes estructuras de metal desnudo, cubiertas de óxido, alas de ornitóptero desmanteladas, extendidas como huesos de murciélago. El rifle de aire comprimido se cargaba mediante una palanca y el cargador sólo admitía un proyectil. Tenía otros dos dardos, además del que había cargado, y los guardé en un bolsillo del abrigo.
Hacía frío en el hangar. Una sección de las enormes persianas metálicas que cerraban la vieja pista de despegue ornitópteros y el atracadero de dirigibles se había roto y se colaba un viento helado. Habían devuelto la corriente eléctrica a la planta y se habían encendido algunas luces de emergencia, ambarinas e insuficientes.
Escuché al pájaro nada más entrar en el hangar. Sorteé los montones de escoria, las tuercas tiradas por el suelo, las cabinas vacías en cuyos asientos habían anidado otros pájaros. Estaba dentro del armazón del último dirigible, a medio construir, abandonado treinta años antes como el esqueleto de una ballena. Su nido parecía un fortín, espinoso, hecho con ramas de árbol retorcidas y adornadas con latas, pedazos de metal cromado, espejos de automóviles. Había crecido desde la última vez que la vi. Apenas se distinguían ya rasgos humanos entre el plumaje negro. El pico se había vuelto rojo por completo. No intenté esconderme. Al verme se incorporó dentro de su nido y desplegó las alas, su enorme envergadura, y graznó.
Me eché el rifle al hombro y disparé.
]]>Al día siguiente se multiplicaron los avistamientos y las denuncias de mascotas desaparecidas. Gatos, perros, periquitos enjaulados y olvidados en el balcón, nada escapaba a la voracidad de la criatura. Se multiplicaron también las fotografías pésimas, borrosas, sombras en los tejados, entre las antenas de televisión, los remolinos de plumas negras en las azoteas y las gotitas de sangre y una tira de pellejo ensangrentado de gato persa. Una familia aseguró haber tenido que defender en El Retiro el carrito de su bebé de una especie de serpiente emplumada, escamosa y con collarín negro de plumas como un buitre. Todos los avistamientos se sucedían a la hora del crepúsculo y en la noche.
Por mi parte no hice nada. El inspector Avendaño me llamaba cada noche y comentábamos los avistamientos, la delicada histeria que recorría a ciudad. Los informativos de televisión ya se habían apropiado del tema. Ofrecían recompensas por imágenes de la criatura. Entrevistaban a los dolidos propietarios de mascotas desaparecidas. En el fondo nadie creía nada. Hubo avistamientos en ciudades periféricas. Hubo avistamientos en Londres, París, Moscú. Por qué no, me dijo Avendaño por teléfono. Por qué no todo el mundo.
Pasó una semana. El tema alcanzó su punto crítico. Un niño había caído del cuarto piso de un edificio de viviendas. Según su madre jugaba en el balcón cuando la criatura intentó llevárselo y, en el forcejeo, lo dejó caer. El niño murió. La madre fue detenida sospechosa de infanticidio. Era una esquizofrénica diagnosticada, pero eso no importó para los medios. Después de eso los rumores aumentaron. Se decía que helicópteros negros patrullaban la ciudad por la noche. Se barajaron teorías. Yo disfrutaba las más atrevidas. Un pájaro mecánico. Un dinosaurio alado. Un ave roc en migración hacia la Atlántida. Una cigüeña negra mutante. Los tertulianos se indignaron. Reclamaron la intervención del ayuntamiento, el gobierno autonómico el gobierno nacional. El ejército, el SEPRONA, los cazafantasmas, algo. Nadie tenía claro de quién podía ser competencia un pájaro gigante de existencia dudosa. El concejal de Medio Ambiente dio una improvisada rueda de prensa en las escaleras del ayuntamiento. Hemos recibido ayuda especializada, dijo. Pronto el problema estará solucionada. Entre los brazos de los periodistas y sus micrófonos y grabadoras reconocí un rostro, unas facciones serias, unos labios fruncidos, unos ojos claros. Verónica. La mujer que me disparó en Mauritania. La Directora de la División Especial del CSIC. Los cazadores de monstruos.
A las dos semanas del incidente en el Café Bar Templo recibí una llamada de Avendaño: Unos vigilantes de seguridad creen que han encontrado el nido de la criatura, dijo.
¿Dónde? Cuando me dijo la dirección me eché a reír. ¿En serio? Justo ahí. En el centro de la ciudad. ¿Está confirmado? Para eso te pagamos a ti. Ven ahora mismo. ¿Lo sabe alguien más? Supongo que tu amiga lo sabrá en menos de una hora.Salí casi al instante. Veinte minutos después estaba en Gran Vía, contemplando las noventa y nueve plantas del Edificio de Telefónica. Arriba, en las cuatro últimas plantas, los viejos hangares de la Brigada de Ornitópteros y Dirigibles de la Guardia Civil, se escondía la harpía.
]]>Sostenía una gasa contra los puntos que acababa de coserme en la frente. Era muy joven y tenía restos de acné adolescente. El chino me dio una infusión, dije.
¿Una infusión de qué?
Flores chinas.
Ajá, dijo el chaval. Se encogió de hombros y me pidió que sostuviera yo la gasa.
Estábamos sentados dentro de la ambulancia. El inspector Avendaño fumaba un cigarrillo fuera, mirándonos. A su espalda pasaba una camilla con uno de los muertos.
¿Tienes vigente tu licencia de detective consultor?, dijo.
Creo que no. Caducó en enero.
Avendaño asintió. Se mesó la barba canosa. Llevaba gafas y estaba medio calvo. Hijo y nieto de policías. Lo más parecido a un amigo que tenía en la ciudad. Sólo nos tratábamos por asuntos de trabajo.
Un agente de paisano se acercó a Avendaño con una libreta, iba a decir algo cuando el inspector dijo: Rodríguez, tome nota. Desde este momento, por mi autoridad, reestablezco la licencia de detective consultor de este pobre desgraciado, con efecto retroactivo.
Oh, dijo Rodríguez. Anotó deprisa. ¿Puede usted hacer eso?
Claro. Por qué no. Mientras el detective se comprometa a pagar las tasas lo antes posible.
El chaval sustituyó la gasa manchada de desinfectante por otra limpia y adhesiva que me dejó en la frente. Tiene que cambiársela por las noches, dijo.
Gracias, dije. Salí de la ambulancia. Estaba un poco mareado. Avendaño me sostuvo por el hombro un instante. ¿A cuánto subían las tasas?
Avendaño dio una calada. Unos ochenta euros. Creo.
Vaya.
También puedes afrontar todo este asunto como civil. Seguro que te resulta más entretenido.
Prefiero pagar las tasas.
Bien, dijo. Empieza a contarme entonces, detective.
Le conté al inspector y a su ayudante cómo había bajado a tomar algo de desayuno y cómo había visto algo extraño en la relación de los tipos siniestros y los jóvenes alemanes.
Me resultaban simpáticos, no sé. Por su conversación.
¿Hablas alemán?, dijo Rodríguez.
El detective habla cualquier lengua que se proponga, dijo Avendaño.
Negué con la cabeza. Ése era mi abuelo. Xenoglosia avanzada. Aprendía a hablar cualquier lengua como por arte de magia. Es cosa de familia. A mi padre también le pasa.
¿Cuántos idiomas hablas?, dijo Rodríguez.
Yo no soy tan bueno. Tres o cuatro.
Más bien ocho o nueve, dijo Avendaño. Sin contar otra docena de dialectos y variantes. Eso que yo sepa.
Volviendo al caso, dije, pensé que sería un asunto de sexo o drogas. Ambas cosas, lo más probable.
Y decidiste unirte a la fiesta.
Algo así. Les querían hacer daño. Estaba seguro. Pero me equivoqué de víctimas.
Tenías ganas de meterte en un lío.
En realidad no. Tengo una costilla fisurada y algo de fiebre. La infusión del chino me sentó como un tiro y…
Abrevia, detective.
Y bajé al sótano demasiado tarde. Los hombres estaban muertos y el alemán catatónico.
Y ella se había transformado en un pájaro.
Exacto.
Rodríguez levantó la vista de sus notas, desconcertado. ¿En serio?, dijo.
No le prestamos atención. Le planté cara, dije. Me hizo el corte en la frente de un picotazo y luego me enganchó por la chaqueta y me tiró por los aires. Por suerte estaba más asustada que hambrienta y subió por las escaleras en lugar de ensañarse conmigo.
¿El chino también le hizo frente?
No lo sé. En cualquier caso, el pájaro le arrancó la cabeza al salir.
Un momento, dijo Rodríguez. ¿Un pájaro?
Sí, dije. Más o menos igual de alto que tú.
No es más que otra forma de licantropía, Rodríguez, dijo Avendaño. Una aún menos frecuente.
No es exactamente eso, dije. El síndrome Harpía o Hundlebert se descubrió…
Avendaño me pidió silencio. Como experto, ¿te sentirías cómodo catalogando todo este asunto como un caso de licantropía, por lo menos de momento?
Me froté la frente. Oh, dije. Me sentiría muy cómodo y muy conforme.
¿Por qué?, dijo Rodríguez. ¿Qué pasa?
Pasa el CSIC y su División Especial para el Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Los cazadores de monstruos.
Una gente insoportable que se volvería loca por una mujer pájaro.
Pero ya tienen a Romasanta en un expositor. Nunca les ha interesado tener otro hombre lobo.
Rodríguez nos miraba alternativamente. Pero se acabarán enterado, dijo.
Y haciéndose con el caso, dijo Avendaño. La directora de la División Especial es hija del presidente de gobierno, ¿lo sabías? También es muy amiga del detective, una vez intentó pegarle un tiro. Creo recordar.
Rodríguez me miró.
Sucedió en Mauritania, dije. Lo que pasa en Mauritania queda en Mauritania.
De momento no diremos gran cosa a los medios, dijo Avendaño. Si se filtra algo, quiero que sea lo de la licantropía. Tendremos un par de días para ocuparnos del asunto antes de que reclamen al pájaro.
Rodríguez asíntió y fue a hablar con unos agentes uniformados que colocaban cintas de plástico para alejar a los mirones. La prensa hacía fotos y los vecinos grababan con sus teléfonos móviles. Unos paramédicos retiraban el último de los cuerpos en una camilla.
Menudo desastre, dijo Avendaño.
No dije nada.
En cualquier caso me alegra volver a saber de ti. No te había visto desde aquel asunto…
Pasamos detrás de otra ambulancia. El joven alemán estaba dentro, solo, envuelto en una manta, la sangre ajena todavía encostrada en el pecho. Hemos llamado a la embajada para que nos envíen a un traductor y se hagan cargo del muchacho, dijo Avendaño. Quizá le puedas decir algo que le tranquilice.
Asentí, aunque no sabía qué decirle. Entré en la ambulancia. ¿Cómo estás?, dije en alemán. Me miró con los ojos idos. Le temblaba el labio superior.
¿Puedes hablar?
El joven no dijo nada. Tan alto y tan flaco, encogido dentro de la manta.
Quieren que te diga algo tranquilizador, dije.
El joven se llevó una mano a la boca y la apretó. Como si ahogara un grito.
Adapté las inflexiones del acento que le había escuchado antes y dije: Pronto te llevarán a casa.
Giró la cabeza. Había perlitas de sangre secas en su pelo.
Pronto estarás mejor, dije.
Retiró la mano de la boca. Ella siempre dijo que tenía un secreto, dijo. Un secreto de familia.
Ahora sabes a qué se refería.
Ella siempre tenía miedo. Sabía que podía convertirse en… eso. Pero ha sido culpa mía. Yo la forcé, yo la llevé al límite. No sabía lo que iba a pasar pero sabía que iba a pasar algo.
Era imposible saber…
Ojalá me hubiera matado a mí también, dijo, y apartó la mirada.
Esperé unos segundos y salí de la ambulancia.
¿Qué te ha dicho?, dijo Avendaño. Había encendido otro cigarrillo. Marca Gobernador. Los mismos que fumaba mi abuelo.
Que tiene frío. Dile a alguien que le consiga ropa.
]]>Pedí un té al camarero, un hongkonés que apenas hablaba español. Dijo: No té.
¿Café?
No, café no. ¿Manzanilla?
No, no. No manzanilla. No té. Café.
No quiero café. ¿Tienes alguna infusión? ¿Tila?
Se rascó la cabeza. Flores chinas, dijo. Muy fuerte. Flores chinas. Muy fuerte.
Vale, dije. Ponme flores chinas.
Me dio la espalda y se puso a trastear con una tetera para calentar agua. En el televisor del bar había un noticiario chino. Soldados que desfilaban junto a carros de combate y misiles. No había volumen. Escuché la conversación de los alemanes. Él decía que tenían que hacer las cosas mejor. Ella no decía nada. Él era tan alto y rubio como uno imaginaría a un alemán y muy joven. Ella era morena y menuda e igual de joven. Dijo que estaba haciendo todo lo que podía. Tenían acentos diferentes.
Él dijo que lo sabía, pero que tenían que esforzarse más. Ella asintió. Los observaba de soslayo. Ella mantenía las manos cerca del rostro, los codos sobre la mesa, como si fuera a echarse a llorar. Bebían café con leche.
El camarero puso la tetera en la mesa y un vaso con hierbas secas en el fondo. Flores chinas, dijo. Muy fuerte. Cogí el vaso y miré lo que contenía. Distinguí pétalos y tallos secos a medio machacar. De un color amarillento como la mostaza caducada. Olisqueé.
Pero qué es esto, dije.
Flores chinas, dijo.
Ya, vale. Está claro.
Olía a campo. Eché el agua caliente. El aroma se intensificó. Despertó un recuerdo lejano que no pude concretar. Algo relacionado con el verano y los incendios.
El alemán decía que todo iba a salir bien. Dijo que estaban lejos de casa pero que eso no importaba porque estaban juntos. Dijo cosas que uno sólo dice a la persona de la que está enamorado cuando nadie escucha.
Ella dijo que quería algo de paz. Ella dijo que sólo podía dormir cuando cogía sus manos en la oscuridad. Dijo cosas que ningún extraño debería escuchar. Probé la infusión. Estaba demasiado caliente pero me gustó el sabor. Muy fuerte, le dije al chino. El camarero sonrió. Cogió un cepillo y salió de la barra para barrer un poco.
Él tocaba las rodillas de ella bajo la mesa. El líquido en mi vaso era amarillo como un sol aguado. Ellos no tocaban sus tazas de café. Podía escuchar la sangre circulando en mi interior.
Dos hombres entraron en el bar. Vestidos con jerseys viejos y pantalones de pana. Zapatones negros. Uno de ellos tenía una ceja partida. Se sentaron a una mesa y el camarero fue a atenderles. Pidieron café y coñac.
La infusión de flores chinas me calentaba el estómago. Me notaba más despejado. Una claridad intensa se coló por las ventanas del bar. El día avanzaba. Ella se puso unas gafas de sol. Él estaba de espaldas a la luz. Los dos hombres miraban a la pareja. Bebían coñac, se sonreían, hablaban en susurros que no podía escuchar.
Ella dijo que a veces se sentía muy cansada. Él se llevó un dedo a los labios y le pidió silencio. Ella asintió. Agachó la cabeza. Con las gafas y el pelo negro sobre el rostro parecía un insecto, una criatura voladora y oscura posada al borde de un precipio, de una altura inconcebible.
El camarero cambió de canal. Puso una telenovela de época. Dos amantes chinos con trajes del siglo diecinueve. Se asían de las manos en un salón cargado de ornamentos. Eran el espejo perfecto de los dos jóvenes alemanes. Pero a los amantes de la telenovela tenían todas las victorias a su alcance. Ésa era la diferencia, el reverso especular.
Los hombres bebían café y susurraban. Mantenían sus sonrisas. El alemán se levantó y saludó en español. Se inclinó para hablar con ellos. Susurró también. Los hombres tenían ojos calculadores, ojos que medían y mensuraban. Ojos que despedazaban como carniceros. Invitaron al alemán a sentarse. Miraron a la mujer con sus ojos de lobo. Ella era ilegible tras sus gafas de sol. Los tres hombres conferenciaron en susurros. Comprendí que ya se conocían, que estaban citados, que todo estaba decidido y arreglado de antemano. El hombre de la ceja partida tocó el hombro de su compañero. El alemán mantenía una sonrisa que parecía un grito. Los susurros continuaron.
Tenía que beber con cuidado para no tragarme las flores chinas. Partícular diminutas flotaban en el agua caliente. En el fondo del vaso los posos se reconfiguraban con cada trago y explicaban un porvenir diferente.
El hombre de la ceja partida puso una mano en el hombro del alemán. Casi grito. El alemán se dejó tocar. El otro hombre miraba a la mujer y luego al alemán y luego a su compañero. Acordaron algo. El hombre retiró su mano del hombro del alemán. El alemán transpiraba. Pestañeaba mucho, insinuaba muecas de dolor, de adicto, de fotofóbico. Se levantó y fue hasta su mesa. Ella mantenía la cabeza gacha. Le dijo algo. Ella negó con la cabeza. Él insistió. Ella asintió y, ahora sí, se cubrió la cara con las manos. Los hombres se habían puesto de pie. El camarero nos daba la espalda a todos, mirando la telenovela. No pasaba nadie por la calle. Sólo entraba esa extraña claridad, esa luz de un sol diferente.
Había una puerta al fondo. Los hombres fueron hacia ella. El alemán los siguió. Los hombres bajaron unas escaleras mientras el alemán sostenía la puerta. Cariño, dijo. Cariño.
Ella no se movía. Al final él bajó las escaleras y la puerta se cerró. No quise moverme. En mi vaso apenas quedaba infusión. Los posos eran como heces descompuestas. Ella se puso en pie. Como sonámbula. Se encaminó hacia la puerta. Hubiera gritado si la luz, la luminosidad imposible que ardía en la barra, en los bordes de la máquina tragaperras, en las sillas y en las mesas, no me lo impidiera. Dejé el vaso. Llamé al camarero. Eh, dije. Eh.
El camarero se volvió. Tenía ojos de loco. Sudaba. No más flores chinas, dijo. Volvió a mirar la televisión.
Me aparté de la barra. La infusión me calentaba el estómago. Me sentía muy despierto. Supe lo que había que hacer aunque lo que quería era volver a mi apartamento y fingir que no había visto nada, que no había pasado nada, que no era responsable en absoluto. Fui hasta la puerta. La escalera era de hormigón y había manchas de humedad en las paredes. Bajé con calma porque ya era demasiado tarde. El horror había comenzado. Habían plegado la ropa con pulcritud. Largos salpicones de sangre en el cemento basto del suelo. Él estaba arrodillado y desnudo, con los ojos muy abiertos, las manos, el pecho, el vientre y hasta el rubio vello púbico encostrado de sangre del hombre a su lado, también desnudo y con los ojos muy abiertos, pero que yacía de costado, inerte, con los brazos estirados como si intentara huir. El otro hombre estaba sentado en una silla con los pantalones por los tobillos. Ella le había clavado las garras en las costillas y se sostenía así, las alas desplegadas cubiertas de plumas negras brillantes como el petróleo. El pico naranja, largo y afilado arrancó un jirón de carne del rostro y lo tragó con movimientos convulsivos del cuello. Una bombilla pelada iluminaba la escena. La sangre tan era negra como las plumas.
Él comenzó a gritar. Ella saltó al suelo y se irguió en toda su envergadura. Se podían ver los pezones de sus pechos menudos entre el plumaje y su vagina estaba rodeada de un suave plumón violeta. Sus garras arañaron el cemento con un chirrido. Cerré los puños y me dispuse a hacerle frente. Dolía al respirar.
]]>No supe qué podía añadir al parlamento del fantasma. Permanecí quieto durante unos segundos, encogido dentro del abrigo, en el frío insoportable y la oscuridad casi absoluta. Pero lo cierto es que sí sabía de qué estaba hablando. Mis propios momentos de prodigio se me habían aparecido en un instante convocados, tironeados quizá, por el fantasma, amaneceres en Asia Central, justo al borde de la meseta de Leng, que parecían cada vez un anticipo del fin del mundo, mi mano sobre el cráneo enorme y negro de un monstruo, caliente de sol y petrificado por los milenios, que asomaba del polvo rojo de los Acantilados Llameantes, la visión aérea y enmudecida por las aspas de un helicóptero, de un barrio inmenso de Mogadiscio, y momentos de otra índole, una mano desmayada, caída, los huesos de la muñeca perfilados contra la piel casi translúcida, el delicado encaje de las venas como un tatuaje azul y desvaído, la mano de una amante, una visión tan blanca, tan brillante, que me impedía recordar a su propietaria, una mano que podría haber colgado así ante mí en mi adolescencia o la noche anterior, ser de Rebeca o de Rita o de alguien todavía más remoto, una mano que cuelga lánguida y resume en su ángulo toda una geometría del deseo y la nostalgia.
Entonces, dije, ¿qué vas a hacer ahora?
No lo sé, dijo. No lo sé.
Su silueta tembló y se difuminó.
Espera, dije. Tengo una pregunta.
Qué pregunta, detective.
Es sobre tu película, dije. Saqué las manos de los bolsillos. El frío remitía. Algo había sucedido en el fantasma, en su misma esencia. Perdía intensidad. Su voz sonaba lejana y su frío abandonaba mis huesos. La escarcha se derritió y empapó mi abrigo. ¿Por qué se llama Las luces? Nunca lo he entendido. No hay ninguna…
Es la poderosa luz que ilumina el interior de sus cabezas, dijo el fantasma. Las luces que les salen por los ojos a los personajes como los faros de un coche y les permiten ver que todo es lo mismo, que todo es la misma cosa.
A los personajes no les sale ninguna luz de los ojos, dije.
Por supuesto que sí, dijo el fantasma.
Unas horas más tardé desarrollé los primeros síntomas de un catarro. Me refugié en mi apartamento con un litro de té Red Balk recién hecho e intenté no pensar en nada. Bebía y miraba los dibujos animados con ojos hinchados. No acababa de decidir si contarle a Rebeca Dahlmann todo lo que había pasado. Prefería no hacerlo, pero lo cierto es que también tenía ganas de verla.
Nubes de lluvia se agolparon en el horizonte. No tardé mucho en volver a sentirlo.
¿Estás ahí?
Sí, dijo en el interior de mi cráneo,
¿No has encontrado el camino?
Lo he encontrado.
¿Entonces?
¿Qué hay al otro lado, detective?
Sorbí un poco de té. Contuve un estornudo. Me veo en la obligación profesional de advertirte que, según mi experiencia, no hay nada en absoluto.
Lo entiendo, dijo.
¿Qué vas a hacer?
No lo sé.
Bebí más té. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
Ya no hace tanto frío, dije. Puedes quedarte si quieres.
No respondió. Apuré la taza de té.
Nunca se lo conté a Rebeca Dahlmann.
]]>Subí por las escaleras a oscuras y me detuve frente a la puerta del apartamento de Rebeca. Saqué la linternita de llavero y me la puse en la boca mientras buscaba el estuche de cuero con los juegos de ganzúas y tensores. Una vez introducidas las herramientas en la cerradura podía hacer el trabajo con los ojos cerrados, atento a cada clic, aplicando los movimientos sutiles y automáticos del arte. Las primeras lecciones las había recibido de mi abuelo, antes de cumplir diez años. Manos infantiles toqueteando diversos candados y cerraduras, un muestrario de posibilidades en una mesa de trabajo llena tornos, limas y virutas de hierro, el tacto de la lija y el acero, el olor del acetileno quemado, escuchando con concentración obsesiva, hurgando con la ganzúa, girando el tensor en el momento justo, como si practicase para un futuro número de escapismo. El primer verano que pasé en la casa de los Pirineos, con el hombre alto y de rostro marcado por la garra de un jaguar, al que nunca había visto hasta entonces, ni en fotos, al que sólo se le había mencionado de pasada y con disgusto. Las primeras lecciones de allanamiento, como un juego, y la memorización de ciertos códigos secretos, ciertos pases mistéricos de manos, sólo útiles para reconocerse los iniciados entre la multitud. También fue el comienzo de la lenta renuncia de mi padre, viudo y demolido, en favor de mi abuelo, viudo y furioso.
Clic, clic, clic. Clac. Giré el tensor, que había fabricado la noche anterior con una varilla de limpiaparabrisas, y la cerradura se abrió. Casi en el mismo movimiento me deslicé dentro del apartamento y cerré la puerta a mi espalda. Apagué la linterna. El pasillo oscuro, demasiado oscuro para reconocer ninguna forma, olía a Rebeca. Apagué y encendí la bombilla, un destello rápido para reconocer el camino sin delatarme. Se me erizó el vello del cuerpo mientras me movía en la oscuridad, justo delante de la puerta de la cocina, donde se apareció el fantasma. Destellos en el larguísimo y gélido pasillo. Como flashes fotográficos que me quemaban la retina y dejaban un dibujo de líneas incandescentes y multicolores en la retina. Ni rastro del fantasma. Pero estaba ahí, quizá esperando. Lo notaba en la espalda, en la nuca, en cada una de las vértebras, vibrando, en el cosquilleo eléctrico de la punta de mis dedos, a punto de despertar arcos voltaicos en cualquier superficie.
Tras comprobar que todas las persinas de la casa estaban cerrada y las cortinas echadas dejé encendida la linterna. Inicié un registro sistemático de la casa, por muebles y cajones, en busca de algo cuya existencia sospechaba. Removí papeles, agendas olvidadas y llenas de garabatos y tachones, facturas de gas, de luz, de telefonía móvil, todo encarpetado con pulcritud, y por fin llegué a los papeles que me interesaban, en el último estante de un mueble del salón, bajo un montón de currículos, los que acreditaban su formación, su bachillerato, sus estudios de Comunicación Audiovisual y, por último, el diploma de la Escuela de Cine de Madrid.
López Dubois, dije.
Y de nuevo la misma condensación del frío. La linterna parpadeó y la apagué antes de que se estropease. Incluso en semejante negrura el fantasma era visible, como si se iluminasen sus bordes distorsionados con una luminescencia blanca, un brillo que no alumbra. El espacio desenfocado de la silueta de un hombre. Esta vez, metido dentro del abrigo bien abrochado, me di cuenta de que parte del frío del fantasma, al igual que su voz, se percibía con los huesos, directo en la médula, en el cráneo, en la duramadre. Sin embargo la humedad en mis hombros comenzó a escarcharse con un crujido casi inaudible.
Tenemos que hablar, le dije al fantasma.
]]>Me instalé en el salón, con una taza de té, y me quedé pensando un rato. Por la ventana se podía ver la Torre de los Gorriones, ruinosa y clausurada desde hacía décadas, con una luz matinal que doraba sus aleros, ponía un brillo punzante en sus tejas negras. Después desempolvé el ordenador portátil y tecleé el nombre en Google: López Dubois. Y por fin descubrí quién era. Arturo González López, director de cine, que firmaba como López Dubois desde sus primeros cortometrajes experimentales a finales de la década de los setenta. Había dirigido tres películas, una docena de cortometrajes y un par de episodios para una serie de terror que se emitió a mediados de los ochenta. No supe cómo relacionar todo esto con la imagen del heroinómano, mis recuerdos de París y la propia Rebeca en un principio, pero poco a poco logré recordar un visionado parcial de Las luces, ópera prima de López Dubois, en dicho viaje a París, un visionado en penumbra, en la habitación de un hostal miserable, con baño comunitario y olor a humedad en las mantas, la película ya comenzada y subtitulada en francés, en perfecta sintonía con mi estado de ánimo. El viaje en el que había ido a recuperar a Rita y no había conseguido nada. Las luces se rodó en diferentes formatos, Super 8, vídeo, dieciséis milímetros, y en su precario hinchado a treinta y cinco milímetros había conseguido una textura sucia, granulada, infernal, perfecta para la historia e idéntica a la textura que me rodeaba en la habitación del hostal, la textura de un mundo en el que cada molécula es un escarabajo en movimiento, una cucaracha hambrienta, un punto acorazado con un corazón viscoso y amarillo. Esos recuerdos, hostal, película, mujer de ojos verdes, habían permanecido bloqueados, o quizá sólo sedimentados bajo otras capas de recuerdos, un yacimiento fósil de la memoria que se olvida más por inútil que por doloroso, aunque fue ambas cosas en igual medida.
Puse a descargar la película, serví más té, y seguí investigando. López Dubois había muerto el año anterior. Problemas cardiacos. Se le habían rendido los homenajes tardíos e insuficientes de siempre, aunque yo no recordaba haber visto nada en las noticias. También es cierto que sólo veo el canal internacional. Sus últimos años los había pasado como profesor residente de la Escuela de Cine de Madrid. Algunos blogs y foros de Internet aseguraban que López Dubois se había ganado la vida dirigiendo películas pornográficas bajo seudónimo en los noventa. En un sitio llamado El Focoforo incluían enlaces de descarga para tres películas supuestamente dirigidas por López Dubois con el nombre de Gerard González. Las puse a descargar también.
Descabecé un breve sueño arrellanado en el sofá. La larga noche, el sexo y el encuentro con el fantasma me había dejado exhausto y no había logrado conciliar el sueño después. Al despertar la película estaba descargada. Me serví un poco más de té, ya entibiado, casi frío, y comencé a verla a pantalla completa en el ordenador. La película es hipnótica y enferma. Los dos protagonistas hablan y caminan por un Madrid gris y abandonado, compran droga y se refugian siempre en una casa diferente, cuyos propietarios o legítimos habitantes nunca podemos ver. Los protagonistas, hablan, se pasean semidesnudos, flacos y heridos, se tocan como al descuido, como si ardieran entre ellos cables muy finos, contemplan con los ojos vidriosos una cucharilla chamuscada, el aspecto de la escoria incandescente en el fondo de uno de mis crisoles. Mientras los personajes deambulan como muertos vivientes por ese Madrid de la desolación van encontrando también las víctimas de un asesino, estranguladas o apuñaladas. La película termina de manera abrupta, tras apenas hora y veinte minutos, justo antes de revelar la condición de víctimas o asesinos de los protagonistas. El propio López Dubois aparece en una breve escena, mientras los protagonistas toman café con leche en un bar, sentado al fondo, tan flaco y triste como los protagonistas y con un espantoso corte de pelo.
¿Qué relacionaba a Rebeca Dahlmann y a López Dubois? El fantasma había dicho que eran amantes, pero los fantasmas pueden ser mentirosos o estar muy confundidos. Rebeca mentía, de eso estaba seguro, al decir que no sabía quién era López Dubois. Pero no se me ocurría el motivo y un interrogatorio agresivo sólo serviría para que se cerrase en banda y me expulsara del caso. El día se había oscurecido y más nubes de lluvia se acumulaban en el cielo, bajas, grises, como preñadas, casi rozando la Torre de los Gorriones. Las películas pornográficas se habían descargado también. Aunque convencido de que no podría extraer ninguna pista de ellas, comencé a ver una al azar, haciendo uso del avance rápido, y evocando a Rita. Filóloga y traductora de árabe antiguo, otra odiosa genio, otra superdotada, la mejor en su campo a los veinte años. Contratada por mi abuelo para traducir los fragmentos más complicados, que se le resistían incluso a él, del libro de tapas negras, con un tacto peculiar y desagradable, y remaches metálicos que trajimos de Nueva Inglaterra. El libro prohibido entre los libros prohibidos. El verano en la casa de los Pirineos. Rita en el despacho de mi abuelo, rodeada de papelajos y libros de consulta, en una camiseta de tirantes, el sol entrando por una claraboya y encendiendo su pelo desordenado y castaño. Yo esperando un segundo de su atención, con dos tazas de té en las manos. Consiguiendo ese segundo de atención. Consiguiendo un pestañeo, un instante, un mes completo. Mientras, en el ordenador dos agentes secretos, espías ibéricos de pelo engominado y aparatosas gafas de sol, llegaban a Marbella sin otro propósito que recorrer playas y piscinas y follar con mujeres de una en una y de dos en dos y hasta de cinco en cinco en la escena cumbre de la película. Y mientras Rita en la cama con cabecero de madera de nogal, y el colchón que se hundía, y el cobertor que nos echábamos encima porque las noches eran frías, frías y estrelladas, en los Pirineos, abriendo un ojo y preguntando qué hora es, por qué hay tanto sol, y pasaba el día entre dibujos alquímicos y descripciones de demonios, la pequeña genio que traducía árabe encriptado de hace más de mil quinientos años, sin más esfuerzo del que requiere estrechar los ojos y morderse el labio inferior, en un gesto adorable, cómo no enamorarse de ella, cómo no llevar dos tazas de té y esperar un segundo de su atención. Y entonces olvidé a Rita, porque ésta no era su historia, su historia se resolvió mucho antes, como siempre se resuelven estas historias, y porque en la orgía junto a la piscina, sin haber aparecido antes ni estar justificada por la leve armazón argumental de la película, entre una mulata de pelo ensortijado y una rusa de tetas operadas y un pelo rubio casi blanco, apareció Rebeca Dalhmann, desnuda y arrodillada junto a una tumbona, con unas manos morenas en las nalgas y un pene en la boca, los ojos cerrados, el ceño fruncido, y en su rostro el mismo rictus de dolorosa aproximación al éxtasis que había visto unas horas antes en su cama.
]]>El fluorescente bajó de intensidad hasta casi desaparecer. La silueta entró en la cocina, más definida, nítida, y fue como si arrastrara una galerna de frío y oscuridad consigo. Mi aliento se hizo visible y se confundió con el vapor del té. ¿Puedes verme?, dijo la silueta. Su voz era grave y tuve la impresión de que no se transmitía por el aire. Una especie de vibración, de pulso, que notaba con los huesos, resonando en el interior del cráneo.
Sí, puedo verte, dije. Más o menos.
¿Quién eres?
Un amigo, dije.
No, dijo la silueta. Tú no tienes amigos.
Soplé el té. Vale, dije. Odio cuando hacéis eso.
¿Hacer qué? ¿Quiénes?
Saber cosas molestas. Vosotros, los fantasmas.
La silueta tembló. ¿Eso soy? ¿Un fantasma?
Hasta donde yo sé, sí. Puro ectoplasma.
No lo sabía, dijo la silueta.
Es frecuente, no te preocupes. Yo soy…
Eres un detective, dijo la silueta. Te ocupas de los que son como yo y de otras cosas peores.
¿Sabes dónde estás?
En el apartamento de Rebeca Dahlmann.
¿Recuerdas tu nombre? Esto es importante.
Sí.
¿Quieres decírmelo?
No. Carece de importancia.
¿Qué te pasó?
No lo sé. No recuerdo nada. Sólo la recuerdo a ella.
¿Por qué?
Fuimos amantes.
Así que ése es el problema.
La amé pero ella no me amaba.
Probé el té y me escaldé la lengua. Mierda, dije. Oye, no se lo tengas en cuenta. Es algo que le pasa a todo el mundo todo el tiempo. No todas las relaciones pueden salir bien, ¿lo entiendes?
Tú también te has acostado con ella.
No dije nada. La silueta aumentó de tamaño. La sensación de distorsión, de náusea, aumentó. Aparté la vista.
Te has acostado con ella pero no la amas, dijo.
Supongo que no soy un tipo romántico como tú, dije.
Mientes de nuevo, dijo. Amas a una mujer. A una mujer muerta.
No sigas por ahí, fantasma impertinente, dije. Me forcé a mirar hacia la silueta. Se redujo y recobró nitidez. No estamos hablando de mí, ¿de acuerdo?
No hay nada de qué hablar, dijo.
Me temo que sí, dije. Tienes que irte.
Un sonido estridente y desagradable retumbó en mi cabeza. Tardé unos segundos en identificarlo como risa, una risa horrible, trágica, profundamente amarga.
No sé qué te haría Rebeca, pero no se merece esto. La pobre está desquiciada, hecha polvo. Se ha acostado conmigo. Imagina lo desesperada que tiene que estar.
Detective, dijo la silueta. No entiendes nada.
El frío aumentó hasta hacerme tiritar y las puertas de los armarios temblaron como en un terremoto. Cálmate, dije. No vas a conseguir nada así…
La silueta creció hasta oscurecer toda la habitación. Durante un segundo no vi nada, no sentí nada, ciego y sordo en un vórtice de frío, de gelidez absoluta. Cuando pasó estaba de rodillas, todavía con la taza en la mano. Un poco de té se había derramado por mi muñeca y estaba frío, como sacado del frigorífico. La temperatura volvía a ser normal y un par de baldosas del suelo se habían agrietado y otras chasqueaban al dilatarse. Los pies descalzos me dolían como si me clavasen alfileres.
Me incorporé y dejé la taza en la encimera. Justo en la periferia de la visión permanecían retazos de esa distorsión, la miopía ajena, y cerré los ojos con fuerza. Y allí, en la oscuridad punzada de colores, vislumbré una imagen nítida y de una familiaridad extraña. Un joven sentado frente a un televisor, con el torso desnudo, en un piso cochambroso. Tenía el interior del codo marcado de pinchazos y la mirada perdida, más allá de su televisor, en cuya pantalla en blanco y negro se desarrollaba una película de vaqueros. López Dubois, dije. La imagen y el nombre estaban relacionados, pero no sabía decir de qué manera. Volví a la habitación por el largo pasillo. Rebeca dormía aún. Me senté al borde de la cama y ella se removió y se volvió hacia mí. Apenas podía verle la cara. ¿Qué pasa?, dijo con la voz pastosa.
¿Quién es López Dubois?, dije.
Abrió tanto los ojos que pude ver la esclerótica relumbrar con la escasa luz que entraba por la ventana, un círculo blanco como un sol eclipsado en su mismo centro. No lo sé, dijo.
Mentía.
]]>Pasa, por favor, dijo.
Cogió mi abrigo y lo dejó colgado en el perchero de la entrada.
Estoy haciendo café, dijo. ¿Quieres un poco? ¿Un té, quizá?
Un té, dije. Gracias.
La seguí hasta la cocina. La cafetera borboteaba ya y Rebeca apagó el fogón. Abrió un armario y sacó un par de tazas.
Sólo tengo Red Balk.
Es mi marca favorita, dije.
Gracias por venir tan deprisa, dijo. Nunca… Bueno, nunca había pensado que llamaría a alguien para esto.
No te preocupes.
La ventana de la cocina daba a un patio interior. Llovía ahí fuera y estaba oscuro. En la luz dura de los fluorescentes de la cocina pude observar los cercos oscuros bajo sus ojos. El pelo rubio y algo rizado recogido en la nuca. Me pareció muy atractiva. Sus manos tenían dedos largos y firmes, las uñas cuidadas y pintadas de verde, y me gustó mirarla mientras echaba agua del grifo en una de las tazas y la metía en el microondas. Después se sirvió una taza de café con una cucharada de azúcar.
Asentí, aunque no sabía que su abuela pudiera tener mi número de teléfono.
Veré qué puedo hacer.
¿Has trabajado en muchos asuntos así?
En algunos.
Tienes un trabajo extraño.
Alguien tiene que hacerlo, dije.
El microondas terminó de calentar el agua. Rebeca le puso la bolsita de té.
¿Azúcar?, dijo mientras me ofrecía la taza.
No, gracias.
Ven, dijo. Te enseñaré el apartamento.
Era bastante pequeño, a excepción de un largo y tétrico pasillo sin ventanas que unía el recibidor con el salón. Un cuarto de baño frente a la cocina, un pequeño salón en el que se apiñaban estanterías, un sofá en forma de ele y una mesita, y una estancia amplia que utilizaba como habitación y estudio. En las estanterías había algunas novelas y muchos deuvedés. ¿A qué te dedicas?, pregunté.
Soy ayudante de dirección, dijo. Mencionó una serie que yo nunca había visto, pero que tenía mucho éxito entre los adolescentes. Romances de instituto e intrigas misteriosas.
Te va bien, entonces, dije.
Digamos que trabajo mucho. No hago otra cosa, me parece.
¿Y eso?
Hizo un gesto vago. Esta situación no favorece mucho mi vida social, dijo.
Entiendo, dije.
Apagó el cigarrillo a medias en un cenicero y bebió café. Ya sé que tú te dedicas a estas cosas, pero, dime, ¿crees que estoy loca? Todo me parece una locura.
Sonreí. No necesariamente, dije.
No necesariamente, dijo con una mueca. Es un alivio.
Saqué una libretita y un bolígrafo del bolsillo interior de mi chaqueta. A los clientes les gusta que tome muchas notas. Hago garabatos mientras hablamos.
¿Cuándo comenzaron los hechos?, dije.
Hará un año, dijo. Encendió otro cigarrillo. Al principio pasaban cosas raras, pero no les di mayor importancia. Hacía mucho frío aunque la calefacción estuviera puesta. Se acababa en seguida la batería del portátil o del móvil. Esas cosas. Pero sobre todo el frío. El frío me ponía muy nerviosa. Tocaba los radiadores de las paredes y estaban calientes, casi quemaban, pero yo me moría de frío. Me abrigaba más dentro de casa que fuera.
Ajá.
Luego comencé a verle… A verlo… Eso.
¿Dónde?
En el pasillo. La primera vez acababa de comer y llevaba los platos a la cocina y allí estaba, una silueta, una sombra. Se me cayeron los platos al suelo del susto. Creo que grité muy fuerte. Y desapareció. Me convencí de que era mi imaginación. Pero volví a verlo.
¿Cuántas veces ha sucedido eso?
Tres o cuatro veces. Cuando noto que la temperatura baja o falla la señal de la televisión no me muevo porque sé que puedo verlo. Me quedo aquí. Aterrorizada.
Lo dijo como si hiciera un gran esfuerzo. Corrientes de una silenciosa humillación bajo sus palabras. Verse reducida al papel de una chica asustada, recluida en su propio apartamento, le desazonaba profundamente.
¿Siempre se aparece en el pasillo?
Siempre. Hasta la última vez.
¿Cuándo fue eso?
La semana pasada. Estaba con, bueno, con un amigo. En mi habitación. Carraspeó. Ya sabes. Y eso apareció en la puerta. Me puse a gritar y luego a llorar. Te puedes imaginar cómo se quedó mi amigo. No intenté explicárselo. Le dije que se fuera.
¿Reconoces al fantasma? ¿Es alguien conocido?
Abrió la boca para decir algo, pero la cerró y negó con la cabeza.
¿Seguro?
Sólo es una silueta negra. He comprobado la historia de la finca en internet, en las hemerotecas de los periódicos publicados en Madrid, y no he encontrado nada en particular. Ninguna historia trágica. He leído que eso puede dejar una huella psíquica. Una imprimación. ¿Se dice así? ¿Imprimación?
Puede haber muchos motivos.
Probé el té y esperé. El apartamento estaba en un primero y se escuchaba el tráfico de la avenida, los coches rodando en el asfalto brillante y mojado. Las ramas peladas de un árbol se recortaban contra el ventanal del estrecho balcón.
¿No dices nada?
Tómatelo con calma, dije.
¿Ése es tu consejo?, dijo. ¿Tu consejo profesional?
Sí, dije.
Pues vaya mierda de consejo, dijo.
Soy detective privado. Me ocupo de casos atípicos. Busco gente desaparecida en extrañas circunstancias, llevo a vampiros a clínicas de rehabilitación, mi licencia me permite portar armas de fuego las noches de luna llena y, cuando no hay más remedio, me ocupo de asuntos de fantasmas. Sé leer y escribir en tres idiomas que no se hablan desde hace miles de años y tengo ciertas nociones de hiperbóreo. He memorizado a la perfección las Cuatro Fórmulas de la Piedra Filosofal, las dos Imperfectas, la Perfecta y la Perversa. Las cuatro son imposibles de completar desde la extinción de los grifos en el cuatro mil antes de Cristo. He hablado con un hombre que aseguraba ser el Conde de Saint Germain y tengo pruebas irrefutables de la existencia de un mono parlante de setecientos años de edad. Vive en Lisboa. He leído los libros prohibidos y no me he vuelto loco, sólo un poco más cínico y amargado. Llevo en el oficio desde los catorce años y he visto algunas cosas prodigiosas y muchas cosas aburridas. Mi abuelo cazaba vampiros en América del Sur para las compañías farmacéuticas en los años cincuenta. Me enseñó todo lo que sé. Una criatura invisible lo devoró a plena luz del día en un mercado de Tánger. Eso sucedió en mil novecientos noventa y siete. Soy bastante infeliz. Tengo veintiocho años. Cuando no trabajo doy largos paseos por el zoológico de El Retiro y tiro cacahuetes a la jaula de los dodos.
Odio los asuntos de fantasmas. Son la cosa más aburrida del mundo. Pero no le dije eso, dije: Los fantasmas son inofensivos.
Ella frunció el ceño. Entonces no vas a ayudarme, dijo.
Claro que sí, dije. Por lo menos voy a intentarlo. Pero los fantasmas son, cómo decirlo, caprichosos. Inconstantes. Es difícil razonar con ellos.
¿Tendré que mudarme? No quiero mudarme. Me niego.
En ese momento, con una expresión orgullosa, casi engreída, en el rostro, me pareció bellísima. Recordé el día en que la había conocido, en un pueblo perdido de los Pirineos, una década antes. Una adolescente larguirucha y flaca, con aparato dental, a la que no hice mucho caso. La casa de mi abuelo tomada por los Dahlmann, una familia de desconocidos de visita. Niños en las habitaciones, sentados en los escalones de madera. Mi abuelo con sus cicatrices de jaguar en la cara y su abuela, rubia, alta, hermosa, conversando juntos en la lejanía, sin tocarse, fingiéndose sólo viejos amigos. Yo me atrincheré en el estudio, tras el escritorio de roble, y leí viejas enciclopedias, las mismas que mi abuelo leía conmigo cuando era niño, señalándome las ilustraciones y contando historias. Mi ilustración favorita mostraba a un dientes de sable acechando a una manada de caballos enanos en la meseta de Leng, Asia Central. Pasaba horas mirando ese dibujo. Y había otras igual de buenas. El luminoso vuelo nocturno de los alicantos en el desierto de Atacama. Las pirámides subterráneas de Rumanía. El hombre pez que apareció en Cádiz en 1679.
Es pronto para decir nada, le dije a Rebeca. Esto no es más que una reunión preliminar. Para evaluar la situación.
Encadenó cigarrillos. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Claro.
¿Cómo lo haces? Es decir, ¿tienes poderes o algo así?
¿Poderes?
Poderes, habilidades especiales… No sé. Te ganas la vida con estos temas. Supongo que tendrás algo… Sobrenatural.
No, no. Yo no. Pero conozco a gente que sí. Para estos asuntos no soy más que una especie de intermediario.
¿No tienes que hacer algún ritual? ¿Un exorcismo? ¿Algo?
Me encogí de hombros. No funciona así, dije.
¿Entonces qué vas a hacer?
Me gustaría pasar algún tiempo en la casa. Hacer alguna prueba. A ser posible a solas, para determinar cuál puede ser el precursor de las apariciones.
¿Quieres que me vaya?
No es necesario, pero ayudaría.
Rebeca miró su reloj de pulsera. Bueno, dijo. La verdad es que tendría que hacer la compra. El mercado está justo en frente. Se echó a reír. Parece una broma, ¿verdad? Tengo a un detective cazafantasmas en casa y me voy a hacer la compra.
Apuró lo que le quedaba de café y apagó el cigarrillo. Se puso en pie. Me iré en un momento, dijo. Entró en la habitación y cerró la puerta. Volví a beber té. En realidad no tenía ninguna prueba que hacer como no tengo ningún poder ni habilidad esotérica. No más que cualquiera. Pero en ocasiones si uno está atento puede percibir sutiles variaciones en el ambiente de una vivienda que es frecuentada por fantasmas y caer en un estado mental que propicie las apariciones.
Rebeca salió ataviada con una gabardina impermeable y un paraguas en la mano. ¿Cuánto tiempo necesitas?
No mucho, dije.
No creo que tarde más de media hora.
Perfecto, dije. Será suficiente.
De acuerdo, dijo. Sonrió. La primera vez que lo hacía desde que abrió la puerta. Una sonrisa nerviosa, desacostumbrada, muy cerca de quebrarse. Una sonrisa desesperada. De alguna manera esa sonrisa evocaba tribulaciones más profundas. Evocaba a la adolescente hosca que había conocido. Evocaba terribles formas de soledad.
Se despidió y escuché sus pasos por el largo pasillo, la puerta al abrirse y cerrarse. Paseé por el apartamento. Estaba limpio y ordenado. Quizá porque esperaba visita, la visita de un detective dispuesto a husmear y tocarlo todo. Quizá estaba siempre así. En su habitación la cama estaba hecha, había ropa doblada en una silla. Una mesa larga y blanca en la que no había otra cosa que su portátil apagado. Después volví al salón y me senté a terminar el té. Encendí el televisor y busqué un canal de noticias veinticuatro horas. Había explotado una bomba en una discoteca de Malasia. Horas después hombres armados con fusiles automáticos habían acribillado el vestíbulo de un hotel en Nueva Delhi. La Secta de los Profundos de Dagón había reivindicado ambos atentados mediante vídeos en youtube. Hombres lampiños y de repelente mirada fija en cavernas húmedas y goteantes. El presidente de Estados Unidos hacía vehementes declaraciones. Proclamaba la existencia de un eje del mal. Hablaba de la necesidad de un ataque preventivo contra archipiélago de Mu, en la costa occidental de África. Cuando comenzaron las noticias deportivas cambié a un canal de dibujos animados. Es lo único que veo en la televisión, noticias internacionales y dibujos animados. Es lo único que retiene mi atención.
Al rato también me aburrí de eso y me asomé al estrecho balcón del apartamento. Lloviznaba. Tráfico lento en el asfalto brillante. Paraguas abiertos como una proliferación de hongos en las aceras esperando a que los semáforos cambiasen de color. Un par de chicas guapas me pusieron melancólico. Vi a Rebeca en su camino de vuelta, en una mano la bolsa de la compra, en la otra un paraguas verde. Del color de sus uñas. Entré en el apartamento antes de que pudiera verme. Me quedé mirando el espacio que había ocupado en el sofá, la taza de café, los cigarrillos aplastados. La imaginé como había imaginado a los dientes de sable y los grifos cazando en las llanuras asiáticas y no me pareció menos formidable o feroz, envarada en la estancia gélida, con una manta sobre los hombros, encadenando cigarrillos, aterrorizada y aún así dispuesta a aguantar, a soportarlo todo. La misma veta de hierro que había podido encontrar en los preciosos ojos de su abuela. Yo, sin embargo, no soy como mi abuelo y no llevo cicatrices en el rostro.
Escuché la puerta de entrada y fui a encontrarla a la cocina. Estaba vaciando la bolsa. Me mostró una botella de vino. ¿Te apetece?, dijo. He pensado en invitarte a cenar.
Oh, dije. Gracias.
Sirvió un par de copas. He comprado pasta, dijo. De alguna manera tengo que pagarte este favor.
Cocinó mientras bebíamos vino. Nos trasladamos al salón con los platos y comimos sentados en el sofá. La conversación pasó de trivialidades a aquel par de días que la familia Dahlmann, convocada por su matriarca, había pasado en la casa de mi abuelo. Días raros. Yo era el único representante de mi familia en aquel cónclave. Conseguí sentirme un extraño, un exiliado, en una casa que conocía desde niño.
¿Qué crees que había entre nuestros abuelos?, dijo Rebeca. Estaba un poco borracha, el rostro pálido arrebolado, los ojos azules brillantes.
No lo sé, dije. No hablaba de esas cosas con mi abuelo.
Creo que eran amantes, dijo ella con una risita. Creo que se escabullían en la noche para encontrarse.
Forcé una sonrisa. No me gustaba pensar en mi abuelo. Puede ser, dije.
¿Se conocieron en Chile?
En Brasil, dije.
¿Qué harían allí? Mi abuela vivía en Buenos Aires.
Mi abuelo viajó mucho por sudamérica. Tenía negocios.
Negocios, dijo ella.
Sí. Algo así.
Tu abuelo se dedicaba a lo mismo que tú, dijo.
No, dije. Lo que hacía mi abuelo no se parece nada a lo que yo hago. Mi abuelo era… En fin, eran otros tiempos. Se podía hacer mucho dinero si no se tenían escrúpulos.
¿Y tu abuelo no los tenía?
Murió millonario.
Me pareció un hombre fascinante cuando lo conocí. Las cicatrices, el porte…
Solía causar ese efecto.
Tú me parecías muy interesante.
Ah, ¿sí?
Y ni me miraste.
Era un adolescente complicado, dije. Sufría mucho o creía que sufría mucho, que igual viene a ser lo mismo.
¿Y eso por qué?
No lo sé, dije. Ella sirvió más vino en las copas. La botella estaba casi vacía. Encendió otro cigarrillo, bebió, se me quedó mirando con fijeza.
¿Qué pasa?, dije.
Nada, dijo, pero extendió la mano y me tocó la mejilla. Aparté la cara para beber vino. Rebeca le dio un par de caladas al cigarrillo y lo dejó en el cenicero. Quizá somos parientes, dijo. Mi abuela enviudó muy joven de su primer marido, mi abuelo, y tuvo a mi madre cuando ya había muerto. Deberíamos investigar las fechas. Quizá somos medio primos o algo así. ¿Qué te parece?
Bueno, dije. Es imposible saberlo.
Cierto. Podemos hacer lo que queramos.
Volvió a tocarme la cara. Esta vez me dejé. Se acercó y me besó en los labios. Te pareces a tu abuelo, dijo.
No es cierto, dije. Me besó de nuevo. Afuera arreció la lluvia. El cielo oscuro se fue llenando de resplandores azules. Me arrastró hasta su habitación. Nos sacamos la ropa a tirones. Tenia el cuerpo tan pálido como cabía esperar. Mordía y arañaba. Se dejó caer en la cama y dijo: Quiero que me violes.
Le besé el cuello, le arañé con suavidad las costillas.
Quiero que me hagas daño.
Separé sus piernas con las rodillas y la inmovilicé contra el colchón. Me mordió los labios. Me dio una bofetada. Le sujeté las muñecas. Así, dijo. Átame con la corbata.