En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
No recibí la llamada que temía hasta algunos meses después. Fui hasta la casa de los Devries en la sierra. Alia me esperaba en el porche, como en la última visita. Anochecía también. Me hizo pasar dentro y repitió lo que había dicho por teléfono: Creo que ya ha sucedido.
Qué había sucedió era, en realidad, lo que no sabíamos.
Alia había preparado té en la cocina. Lo hacía tan fuerte y tan amargo como su padre. Me gustaba. Bebimos con calma, como si nada nos urgiera. Le pregunté por los perros, que estaba vez no habían salido a ladrarme.
No puedo encontrarlos, dijo. A veces se escapan pero vuelven pronto.
Apuramos las tazas de té, le pregunté qué tal le había ido durante los meses pasados. Respondió con banalidades. Había algo desolado en las paredes desnudas de la casa, los pasillos como despojados de una capa que les era tan propia como un papel pintado o una superficie de madera. Todo había sido retirado, empaquetado, clasificado, enviado lejos. Me alegré de no haber presenciado el proceso. Había vivido en aquella casa y había contribuido a la acumulación de objetos, trayendo fruslerías de Mongolia o Togo, dientes de dinosaurio, centenarios amuletos de pata petrificada de pollo, y había posado para fotografías que se habían desplegado por los muebles y las paredes en marcos más o menos nobles.
Después bajé al sótano y cumplí con las últimas voluntades de Pedro Devries, mi mentor, el mejor amigo de mi abuelo. Ella estaba arriba, igual de entera, cabal, con una maleta de mano que debía de llevar horas preparada. Muy hermosa, con su piel morena y su pelo negrísimo recogido en la nuca. Salimos fuera de la casa. Los árboles se movían con un viento que llegaba fresco de la sierra. La noche era despejada y había luna llena. Contemplamos la casa, esperando.
¿Lo has visto?
Sí.
¿Estaba muy mal?
No.
Hacía semanas que no me dejaba verlo. Si tenía que entrar en su despacho se envolvía en esa túnica negra. Aún así parecía algo grotesco. Al final ni siquiera eso.
No estaba tan mal.
¿Seguro?
Seguro.
Crees que sufrió.
No.
Llevaba dos días sin coger la bandeja de comida que le dejaba en la puerta, dijo Alia. Por eso pensé que ya podía haber pasado. De todas formas no estoy segura de que comiera de la misma manera en que lo hacemos tú y yo. Ya no.
¿Y por qué hoy?
Es por algo que soñé esta mañana, dijo. Soñé que algo me observaba mientras dormía. Diría alguien pero la sensación era diferente… Cuando abrí los ojos no había nadie, claro, pero escuché un ruido escaleras abajo. Pensé que era él. No podía ser nadie más. Le llamé y el ruido, como unos pasos furtivos, se detuvo. Volví a llamarle. Bajé y recorrí las habitaciones una por una. Los perros ladraban fuera, como histéricos. Me asomé para mandarlos callar y al fin me obedecieron. Fui al sótano, dispuesta a hablar con él, temiendo que pudiera ser la última vez. Llamé y llamé al interfono pero no respondió. Bien, entonces te llamé a ti. Y aquí estamos.
¿Hubieras querido recuperar algo de su despacho?
No. Que sea lo que él quiso y como él lo quiso.
Me miró a los ojos. Tienes que decirme la verdad, dijo. ¿Tenía muy mal aspecto? ¿Crees que ha sufrido?
Le sostuve la mirada y dije: No te preocupes por eso.
El fuego se consumirá pronto, le dije a Alia. No quedará más que un montón de ceniza inerte.
Ella asintió. Los ojos le brillaban y los tenía hinchados y nada más.
Seguíamos fuera, puede que esperando que las llamas asomasen por las ventanas de la planta baja. Aguardamos todavía un rato más y luego nos alejamos a pie, camino de la estación y del último tren a la ciudad. Me ofrecí a llevar su maleta pero no quiso. Intentaba no pensar en lo que había visto antes de abandonar la casa, no los hongos en aquella extraña configuración, sino lo otro, lo que estaba en el pasillo. Un rastro gris, una marca que quizá había dejado una de mis botas al dejarme caer, que parecía también la huella de un pie. Un pie pequeño como el de un bebé. No había ni rastro de los perros.