En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
El interior de la cripta era estrecho y oscuro. De un cobertizo, que estaba tras unos setos salvajes en el jardín de las estatuas y en el que se guardaban útiles de jardinería y herramientas diversas, había tomado prestada una linterna. Recorrí con el haz de luz los escalones quebrados y enraizados y asenté cada pisada con cuidado. La cripta no era muy interesante. Olía a humedad y a algo rancio y viejo, como el sabor de la grasa pasada que se agarra a la garganta. No del todo insoportable. Había dos tumbas bajo losas de mármol, las inscripciones eran ilegibles, y las paredes estaban llenas de lo que me parecieron nichos vacíos, quizá hornacinas. La luz reveló telarañas y polvo y nada más. Caminé entre las tumbas. Las baldosas de piedra también estaban rotas y levantadas por raíces, algunas gruesas como dedos. Parecía que el lugar estaba intentando ser cegado o destruido por el bosque que tenía encima. Miré con más atención los nichos. No eran muy profundos, semicirculares como hornacinas, y un extraño diseño de celdilla que reproducía la propia forma de los nichos. La sección de una colmena dada la vuelta. En ellos había restos de velas consumidas, charcos solidificados de cera en los que se acumulaba la mugre. Aparté telarañas con la mano y toqué una de las celdillas. Rugoso, también tallado con celdillas diminutas. Sacudí la mano y me quedé mirando la pared, sin saber qué hacer. Estaba convencido de que mi abuelo había visitado la cripta, aunque no se me ocurría ningún motivo. Me era imposible saber quién estaba enterrado allí, desde hacía por lo menos un siglo a juzgar por las tumbas. Podría preguntárselo a mi abuelo, cosa que jamás haría porque mi abuelo y yo no nos preguntábamos nada que no fuera estrictamente necesario. Mucho menos desde lo que sucedió en los Pirineos. Podría preguntárselo a la señora Avalon o a su esposo, si es que volvía a verlo. Entonces noté la brisa, un airecillo frío que corría hacia la superficie. No es la dirección correcta, pensé. La corriente era casi demasiado sutil para sentirla. Iluminé los nichos hasta dar con uno casi a ras de suelo. Era más grande que los demás y en lugar de un fondo semicircular había algo que al principio me costó comprender. La superficie estaba tiznada de negro y tallada en curva, pero no hacia el suelo, si no hacia uno de los lados. Me puse en pie y me alejé. Incluso enfocándolo directamente con la linterna daba la impresión de no ser más que un nicho ensombrecido más. Demasiado ensombrecido, era la única pista delatora, además de la corriente de aire. Porque no era un nicho en absoluto. Era un túnel que se internaba todavía más en las entrañas de la colina.
Hay reglas, le dije a Giovanna en el pinar. Reglas por tu propio bien, no por capricho. Hacía calor y llevaba las ganas de sol, una chaqueta ligera y pantalones. No más gabardinas. La sombra de una rama de pino le jaspeaba el rostro sonriente.
¿Qué reglas?, dijo.
No cojas nada del otro lado, dije. No traigas nada contigo.
¿Por qué?
Porque pertenece al otro lado y no al nuestro, Giovanna. Es mejor no llevarnos ni dejar nada.
De acuerdo. ¿Más?
No comas ni bebas nada.
No es que pensase ponerme a comer bayas o algo. De acuerdo.
No hables con nadie.
Un momento, ¿vamos a ver a alguien? ¿A alguien con quien se podría hablar?
No podía ver sus ojos del todo tras las gafas pero me preocupó su expresión.
Podríamos cruzarnos con alguno de los, eh, habitantes del otro lado.
¿Son peligrosos?
Negué con la cabeza. No, dije, lo que era una verdad a medias. Pero no es prudente hablar con ellos.
¿Por qué?
¿Recuerdas esos cuentos de hadas o duendes en los que alguna criatura sobrenatural se ofrece a concederte deseos y luego lo trastoca todo? Bueno, es lo que hacen a veces.
¿Por qué?
Porque se aburren. Porque así es como son. No lo sé. Nadie lo sabe del todo.
Pero por qué… Se calló. ¿Parezco una niña pequeña?, dijo.
No…
Estoy muy nerviosa.
No hay motivo, no es más que un paseo.
Un paseo por otro mundo.
No es otro mundo, ya te lo dije. Es nuestro mundo, algo que conocemos a un nivel muy profundo de nosotros mismos, pero que está en retroceso.
Sí, vale, como quieras. Tampoco entiendo eso de que está en retroceso.
Miré al cielo. Será mejor que comencemos a caminar, dije. Sígueme.
¿Vas a hacer algún hechizo?
¿Hechizo? No.
¿Cómo vamos a pasar al otro lado?
Como pasas a cualquier sitio. Caminando.
¿Pero cómo lo encontrarás?
Buscándolo.
¿Estás siendo esquivo a propósito?
Sonreí. No. Para llegar al otro lado sólo hay que conocer un sitio desde el que se pueda llegar. Y cuando uno está en ese sitio, bueno, no tiene más que buscarlo. Algunas veces no se encuentra, deberías estar preparada para esa posibilidad. Algunas veces se encuentra por accidente, como casi te ocurrió a ti el otro día. ¿Por qué pasa esto? De nuevo, nadie lo comprende del todo. Fuerzas telúricas. Brújulas internas. Electromagnetismo. Magia. Hay muchas teorías. Lo cierto es que hay sitios particulares desde los que es más sencillo encontrar el camino. Y para algunas personas también es más sencillo que para otras.
¿Para ti lo es?
Siempre he encontrado el camino, dije. Al menos cuando sé que lo estoy buscando.
Vuelve a lo del retroceso. Me dijiste que es algo en retroceso, ¿qué significa eso?
Que está desapareciendo, sin más. Antes estaba más imbricado en el tejido del mundo, por lo que parece. Y por antes quiero decir hace miles de años. Antes de la ciudad de Uruk, antes de que lo que conocemos por civilización comenzase a formarse entre el Tigris y el Éufrates.
¿Por qué pasa eso, entonces?
También hay muchas teorías. Algunos dicen que es un proceso cíclico, como las glaciaciones, nos separamos y acercamos periódicamente. Otros dicen que sí, que es un proceso natural e inevitable, pero más caprichoso, como el movimiento de los continentes. Placas tectónicas de realidad que se empujan la una a la otra, incapaces de estar juntas o separarse del todo. Hay muchas más teorías…
¿Cómo cuál? Cuéntame alguna más.
Bueno, hay quien dice que hubo una guerra. Entre su lado y el nuestro. Entre los elementales y los primeros hombres. El mundo era de una manera hasta que los hombres reinaron y decidieron que tenía que ser de otra. Los primeros hombres eran esclavos, un híbrido entre los animales irracionales y los elementales. Se rebelaron e hicieron la guerra y ganaron. Los elementales aceptaron retirarse del mundo para no ser exterminados. Y lo están haciendo, pero muy despacio, porque en el fondo retirarse del mundo es desaparecer. Se han ido volviendo borrosos desde entonces…
¿Y no nos odian por ello? ¿Por echarlos del mundo?
Bueno, no fuimos nosotros como tales. Fueron los primeros hombres, de los que ya no queda apenas nada. Su civilización, el mundo que construyeron, también desapareció. Nosotros somos sus herederos, aunque en términos evolutivos no seríamos más que unos primos lejanos.
¿Por qué no vuelven?
Porque el proceso es irrevocable.
Parece un cuento más que una teoría científica.
Es ambas cosas, dije. Pero he preferido no comenzar a citar bibliografía porque no sé si podría…
Se echó a reír.
¿Qué pasa?
Nada, dijo. ¿Recuerdas el día que nos conocimos? Te dije que te parecías a tu abuelo.
Lo recuerdo.
No lo decía por decir, te pareces, pero es ahora cuando lo he visto de verdad. Ahora sí que pareces idéntico a tu abuelo.
Iba a decir algo para protestar pero intuí que por una vez aquel parecido no tenía que ser algo malo. Ella veía algo en nosotros, algo que apreciaba, y yo no se lo iba a discutir, no todavía.
De repente Giovanna se detuvo y me agarró del brazo. Durante el camino el pinar se había ido haciendo más y más espeso sin que me diera cuenta, ocupado como estaba en impresionarla. Era una señal importante. Mira ahí, dijo.
Estaba junto a unos arbustos y era difícil decir si lo que cubría su cuerpo era musgo o vello. Tenía el rostro cubierto por una máscara de madera de rasgos rudos, casi esquemáticos, pero labrados con fineza, cargados de filigranas en las sienes y la frente.
¿Es un niño?, dijo Giovanna.
No, no es un niño, dije. No creo que ni que tenga una edad concreta, tal y como la entendemos nosotros. Sigue caminando.
Pero está ahí…
Sigue caminando. No nos molestará.
Echó a caminar con la boca abierta. Se quitó las gafas de sol. El habitante giró la cabeza para contemplarnos mientras caminábamos. ¿Qué es?
Un elemental, quizá. No lo sé.
¿Es un duende?
Si lo quieres llamar así. No le mires. Mírate los pies.
Giovanna me hizo caso y caminamos con las cabezas gachas durante unos metros. Cuando levanté la vista el habitante se nos había adelantado y esperaba internado en el bosque, casi oculto por la vegetación, con sus ojos de madera fijos en nosotros. Los rasgos de la máscara habían cambiado de una seriedad mortal a una tristeza casi cómica. No había orificios para los ojos ni la boca. Veía sin vernos. Volví a mirarme los pies. Cada vez tendría una expresión diferente y cada vez me sentiría más intrigado por ella, intrigado hasta el punto de intentar hablar con él o perseguirlo. Hacia la espesura. Hacia su territorio eterno y voluble.
Seguimos caminando hasta que Giovanna, que no había podido resistir más la tentación, levantó los ojos y exclamó sorprendida. Estábamos en un claro en el que caía una luz que no era la de la tarde que acabábamos de abandonar. Una luz prístina. A lo lejos se escuchaba correr un riachuelo. Por Dios, dijo ella. Por Dios. ¿No lo oyes?
No respondí. Giovanna contempló lo que la rodeaba. Nada especial, en apariencia, árboles, hierba, montículos de tierra cubiertos de musgo de aspecto mullido. Pero al mismo tiempo muy diferente, de una manera imposible de definir.
¿Por qué lo llamas el País Borroso? No es borroso, es brillante, tan brillante…
No lo sé, dije. Una vez escuché que alguien lo llamaba así y jamás lo olvidé.
Pero no me estaba escuchando. Se acercó a un montículo verde, bajo la sombra de un árbol enorme. Tenía el rostro arrebolado de emoción. Las campanas, dijo. ¿No las escuchas?
No.
¿Cómo es posible? Suenan claramente, muy cerca. Es lo más bonito que he escuchado nunca.
No las escucho, lo siento, dije.
Algunos aspectos del País Borroso se experimentan de manera diferente según la persona, pero me pareció que no era el momento de explicarle eso. Ella escuchaba el pulso del mundo mágico como un tañido de campanas. Era su manera de intentar comprenderlo. Me hizo un gesto. Ven aquí, dijo. Ven aquí.
Y fui y todo se perdió para siempre. Ella se perdió para siempre.
Entré en el túnel con los pies por delante, no lo bastante confiado como para hacerlo de cabeza. Tenía una suave pendiente por la que me arrastré con dificultad hasta salir a una cámara mucho más grande que la cripta, semicircular como las celdillas que decoraban los nichos. Moví el haz de luz de la linterna y entonces comprendí. La pared curvada estaba cubierta de celdillas pero no tenía fondo. Eran túneles. En la cámara hacía mucho frío y el olor rancio y viejo era mucho más fuerte. Iluminé el suelo. Estaba lleno de huesos y pellejos amarillentos, carcasas vacías y resecas. Me incorporé. Sudé pese al frío. Los huesos eran grandes. Estaban roídos y rotos para sorber el tuétano. Calaveras humanas por todas partes. ¿Qué hacías aquí, viejo?, dije. ¿Qué buscabas? Me acerqué a la pared. Las celdillas me resultaban siniestras pero por algún motivo diferente al macabro contexto en el que estaban. Su simetría era repugnante. El aire que brotaba de ellas era tan frío y tan fétido.
¿Qué vive aquí?, dije.
La respuesta llegó por todas y cada una de las celdillas y los túneles a los que se abrían. Una especie de llanto o queja colectiva, irreproducible con la garganta humana. Un gemido, casi un ulular de pájaro, casi el aullido de un lobo, casi un grito de orgasmo o angustia, casi el llanto de un niño y casi el estertor de un muerto. Un sonido que puede ser simplificado hasta una única sílaba: gul.
No me cupo ninguna duda de qué criaturas se trataba, aunque nunca las había visto y no tenía certeza de su existencia. Venían los gules. Venían por docenas.