En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Debería haber huido pero no lo hice. Permanecí quieto, en la cámara oculta tras la cripta, mientras por los túneles ascendían aquellos lamentos. Gul, gul, gul. Aparecieron casi simultáneamente, por las celdillas que cubrían la pared del techo al suelo. Primero las manos con dedos esqueléticos y articulados en exceso, luego las extremidades demasiado largas, los hombros estrechos. Una docena de ellos, cinocéfalos y resecos, sin dejar de proferir ese sonido desde el fondo de sus gargantas. Cuando el haz de luz les llegaba a la cara apartaban el rostro y siseaban, pero no parecía molestarles en exceso. Ninguno abandonó su celdilla, dejaban colgar los brazos o las piernas, terminadas en pies de uñas amarillas y retorcidas como cornamenta de cabra, babeaban por las mandíbulas enormes, y emitían su lamento de manera suave. El hedor que los acompañaba era viejo, antiguo, una ranciedad de milenios. Tras los que se asomaban puede ver que había otros, aguardando. No se empujaban, no discutían, sólo esperaban embutidos en los túneles angostos, sin ninguna muestra de incomodidad. No se sabía demasiado de ellos y muchos los daban por extintos. Otra rama de la evolución humana, como los vampiros, homínidos carroñeros y subterráneos, con una cabeza que parecía la de un perro desollado y puesto a secar al sol.
¿Qué hacéis aquí?, dije. Los gules me miraron un instante y continuaron balanceando sus cabezas al ritmo de los lamentos. Un coro de dolientes, plañideros para los que cada funeral es un banquete. Entonces otro murmullo subió desde los túneles, más agitado. Los gules de una de las celdillas centrales treparon por la pared con sus largas extremidades de mono araña y se encajaron en otros huecos. Dirigí la linterna a la celdilla vacía hasta que vi aparecer una cabeza brutal, mutilada y cosida a cicatrices de dentellada. La piel era de un extraño color vino, con un brillo sinuoso en los flancos del gul, alrededor de las erosiones y los costurones de sus guerras secretas. Era el doble de grande que los demás pero no tenía problemas para retorcerse, desencajarse y amoldarse a la estrechez del túnel con sus extremidades interminables. Sacó la cabeza de la celdilla, un ojo amarillo y una cuenca vacía y roja, los belfos casi ausentes y recorridos por heridas viejas y estrelladas, los caninos grotescos y mojados sobre el sarro viejo. Dientes de hiena. La criatura puso el brazo delantero en el suelo polvoriento de la cripta, una zarpa de siete dedos y pulgar oponible. Era el único que había tocado el suelo. Entonces tuve miedo. Mucho miedo. Pero no me moví.
Debería haber permanecido despierto pero no lo hice. En algún momento, mientras yo me quedaba dormido, incapaz de oír las campanas de bronce pero arrullado por el sonido de mi propia sangre y la brisa que entraba por mi camisa abierta, Giovanna se puso en pie, acomodó sus ropas, también abiertas, descolocadas, y se internó en el bosque. No sé cuánto tiempo pasó. Al despertar la llamé a voces y me abroché pantalones y camisa y la brisa se volvió repentinamente fría, helada, como la que sopla en la Nueva Inglaterra que todavía no conocía ni sabía que iba a visitar sobre las ballenas grises y las olas grises y las estatuas grises junto al bosque negro, la misma brisa que recorre el mundo desde las criptas y los entramados subterráneos. La llamé a gritos y la encontré por fin junto a un arrollo, descalza y con los ojos muy abiertos. ¿Qué has hecho?, le dije.
No he hecho nada de lo que me dijiste que no hiciera, dijo.
Cálzate, dije.
Ella asintió pero no hizo nada más. No he hecho nada prohibido, dijo. Por favor, no me hagas daño.
¿Qué? No voy a hacerte daño.
Ya lo sé, dijo, pero no me hagas daño, Roberto.
¿Roberto? Por Dios, ¿qué es lo que has hecho?
No había nada en sus ojos, algo vidriosos, idos por completo.
Encontré sus zapatos tirados junto a una piedra, los calcetines dentro. Venga, dije. Tienes que calzarte.
Claro, dijo. Claro.
No se movió hasta que le agarré un tobillo y tiré de su pierna. Se sentó en el suelo y dejó que la calzase, sin ayudarme. Tenía los pies mojados.
¿Has metido los pies en el agua?
Me dijiste que no podía beber.
Mierda, Giovanna. Tenemos que irnos.
Hacía tanto calor y yo no podía beber, dijo. Tanto calor. Pensé que no pasaría nada por refrescarme un poco.
Joder.
Hacía tanto calor. Por favor, no me hagas daño. No he hecho nada malo.
Vámonos de una vez, tenemos que salir de aquí.
La llevé de la mano por el bosque. Todo había cambiado, los árboles eran más altos y los arbustos más densos, los senderos más estrechos. Ya he estado aquí muchas veces, dije. No me vais a confundir.
¿Tengo que mirar al suelo? Están por todas partes.
Lo estaban. Con sus rostros de madera, sus ojos tristes sobre sonrisas enigmáticas. Inmortales y medio muertos. En los arbustos, en las ramas de los árboles. Uno se sentó en el sendero, dándonos la espalda, como si estuviera allí sin más. Paré en seco, cerré los ojos y dije: Apártate, quítate de mi camino o te haré daño. Duende, hada, gnomo, lo que seas, si no me dejas llevarme a esta mujer de aquí te haré daño. Devolveré esa chispa miserable que llamas alma al pozo oscuro y serás menos que una brizna de hierba o una piedra del camino. No serás. No serás nada en absoluto.
Cuando abrí los ojos había desaparecido. No les gusta nada que los amenacen, dijo Giovanna. Te están llamando cosas horribles.
Contemplé las máscaras. Mudas. Los rasgos se habían vuelto esquemáticos, apenas hendiduras para los ojos y la boca. Que me llamen lo que quieran, no vas a quedarte aquí con ellos.
Oh, claro que no, dijo Giovanna. Qué tonterías dices, Roberto. Ese viejo de las cicatrices solo me estaba preguntando la hora. No sé quién es.
Tiré de su mano, intentado no escuchar lo que decía. Era como guiar a una niña distraída. Una niña un poco borracha.
Siempre estaré contigo, dijo. Nunca me iré de tu lado.
Seguimos caminando. Un viento frío, una amenaza de lluvia. Las ramas de los árboles se inclinaban y azotaban el sendero. Giovanna se puso a sollozar. Te quiero más que a mi vida, dijo. Nunca me iré. Nunca me iré.
Cállate, dije. Cállate de una vez.
No sé quién es esa persona. Deja de hacerme daño.
No te estoy haciendo daño, joder, dije, aunque sabía que no hablaba conmigo.
Caminamos durante mucho rato, yo con los ojos en el sendero, ella intentando pararse a cada instante, quejándose del daño que le hacía y dirigiéndose a Roberto, cuya cabeza imagino que había acabado quemándose en un bidón y del que ya no quedarían ni las cenizas. Roberto, que la reclamaba en sueños. Que invocaba pactos que trascienden la muerte.
Empezó a llover y ya estábamos fuera del País Borroso. Ella volvió poco a poco a la normalidad o algo parecido. Dejó de comportarse como una niña y se quedó muy callada. No hablamos hasta volver a casa. ¿Estás bien?, le dije.
No.
Medía casi tres metros sobre sus patas traseras. Unas fauces con las que podría rodear por completo el cuello de un hombre adulto. Baba ponzoñosa y fétida de carroñero. Su sombra todavía más alargada y monstruosa. Emitió por primera vez ruidos distintos a su lamento característico, ese gul inacabable. Tardé en darme cuenta de que eran palabras, muy antiguas y muy deformadas. Hablaba hiperbóreo, un hiperbóreo corrupto, envilecido por los milenios, una lengua, la más sofisticada y compleja que jamás había existido, convertida en latigazos. Pese a este reconocimiento no logré comprender nada.
La criatura extendió sus manos hacia mí. Me tomó por las sienes, las zarpas secas y tibias, casi afiebradas, las uñas duras en mi nuca. Expelió otra ronda de palabras en hiperbóreo. Intenté recordar mis nociones sobre la lengua, bastante aceptables, según mis tutores, pero no podía recordar nada. La lengua de la criatura era amarilla y bajo la mandíbula le colgaban unas barbas como helechos.
Entonces otra voz restalló en la caverna. En hiperbóreo. La criatura apartó sus manos de mí y alguien me tiró del cuello del abrigo. Caí al suelo. Desde abajó contemplé a mi abuelo, la cazadora de cuero de caballo cerrada hasta el cuello y los hombros y el pelo cubiertos de nieve. Muchacho, dijo.
Durante los días siguientes volvió a ser la que era al llegar a la casa de los Pirineos. Fumaba y bebía café y las ojeras crecían en su rostro. No quería ver películas ni dar paseos, se quedaba en la terraza trasera mirando hacia las montañas, hacia los bosques y los ibones secretos. La vigilé todo lo que pude, lo juro. La atendí y vigilé y la amé de la manera más abyecta y miserable de la que soy capaz, una manera que, imagino, aún así es distante e insuficiente. Lo hubiera hecho todo por ella. Ella lo sabía. No volvió a pedírmelo. Simplemente se dejó aplastar por el recuerdo de sus pies en el agua, el agua era como seda, dijo una vez, el agua era como el sonido de las campanas, hasta que no pudo soportarlo más, el agua era esa sensación en el vientre, el agua era entre mis dedos, el agua era un brillo y una música, el agua era alrededor de mis tobillos, y se escapó sin más tras el agua, el agua era como de hierba, el agua era como de tierra, el agua era, el agua era.
Quédate detrás de mí. Pero no me moví. La criatura balanceó la cabeza desde su altura, olisqueando al viejo. Restalló en hiperbóreo.
Creo que me está retando a un duelo, dijo mi abuelo. ¿A ti qué te parece?
Bajó la cremallera y sacó un revólver.
Abuelo, dije.
No me gustaría crear un conflicto diplomático con otros homínidos inteligentes, dijo. Otra vez no, por lo menos.
Y disparó al ojo de la criatura. La detonación fue fuerte y la explosión de la cabeza del gul poco espectacular, algunos fragmentos de hueso y sesos. El viejo abrió el tambor, sacó el casquillo de la bala usada, cargó de nuevo el revólver y lo cerró, sin quitar un ojo de los gules, que habían vuelto a aullar y lamentarse. Un par de ellos pusieron las manos en el suelo y mi abuelo les habló en hiperbóreo. Palabras sueltas. En su boca lograba comprenderlas mejor. Estaba usando una palabra que significaba al mismo tiempo esclavo, mendigo y súbdito, entre otra docena de significados posibles, dependiendo de sutiles inflexiones del tono. Los gules se retiraron y descendieron por los túneles hasta que se hicieron inaudibles.
¿Cómo estás?, me dijo el viejo.
Bien.
Levántate. Te vas a poner perdido.
Obedecí. La linterna había caído y rodado por el suelo y ahora iluminaba a la criatura muerta a ras de suelo. Los piojos que saltaban de su pelaje escaso, las garrapatas que festoneaban sus cicatrices. Tocó la zarpa del gul con la punta de la bota. Siete dedos, dijo. Cuanto más viejos son más dedos tienen. Éste debe de tener cientos de años. No sabemos qué los hace tan longevos, pero suponemos que es lo mismo que afectó a los vampiros. Algo en las entrañas de la tierra.
¿Los habías visto antes?
Hace muchos años, dijo él. En realidad no los vi, pero tuve pruebas irrefutables de su existencia. Mi difunto amigo me las proporcionó. Dijo que tenía una especie de pacto con ellos.
Un pacto.
Sí.
No me importa, dije. No quiero saberlo.
Cállate y escucha. Mi amigo los mantenía tranquilos. Los entendía. No sabemos cuántos son ni dónde se esconden, más allá de muy profundo dentro de la tierra. Mi amigo mantenía una tregua con los de este territorio. Diría que eso se ha acabado.
Hablan hiperbóreo, dije. Eso no me lo esperaba.
Eran sus esclavos, dijo. Esclavos de Hiperbórea. Sólo obedecen esa lengua.
¿Para qué los utilizaban?
No lo sé, dijo. Todavía tenía el revólver en la mano. Lo contempló como si tuviera algo que ver con el tema. Se alimentan de cosas muertas y putrefactas. ¿Eran los basureros? ¿Alguna forma de reciclaje? Nadie lo sabe. Ninguna teoría parece tener sentido.
¿Qué vas a hacer ahora?
Esperar a que vuelvan, dijo. Tengo que solucionar este asunto.
¿Qué asunto? Vámonos de aquí.
Negó con la cabeza. Tengo que renovar el pacto, dijo. Quizá ponerme a pegar tiros no ha sido la mejor idea.
¿Entonces por qué lo has hecho?
Me miró de hito en hito. Como si realmente le sorprendiera la pregunta. Eso te ha puesto las manos encima, dijo.
No supe qué responder. Cogí la linterna del suelo y aparté la luz del monstruo. El viejo comenzó a silbar. Hacía mucho frío.
¿Volverán?
Volverán.
El viejo me encontró unos días más tarde. Nadie se dio cuenta de que habíamos desaparecido, Giovanna y yo. Pero el viejo lo supo en cuanto puso un pie en la casa. Yo estaba enfermo y delirante y me cargó durante kilómetro a su espalda. Me abofeteó cuando me resistí a irme sin ella. Deliré y deliré y dejé un rastro de vómitos desde el otro lado hasta el nuestro. El viejo no me preguntó. El viejo sabía. El viejo sabía todo. Lo que había en el corazón de Giovanna. Lo que había en el mío. Lo que había en el País Borroso. El viejo lo sabía todo y no dijo nada. Yo tampoco dije nada. Al poco tiempo me dijo que viajaríamos a Nueva Inglaterra y no tuve fuerzas para negarme. Las ballenas, el frío, el crepúsculo americano.
Volvieron. Solo algunos de ellos. Balancearon las cabezas en las celdillas como pidiendo permiso. El viejo dijo una palabra que no entendí y las criaturas bajaron al suelo. Una de ellas llevaba algo envuelto en harapos y lo dejó ante nuestros pies.
¿Qué quieren?, dije.
Creo que quieren el cuerpo del muerto, dijo él. Era su líder o algo así.
¿Y qué han traído?
No contestó. Los gules tomaron el cuerpo largo y desmadejado del muerto y lo cargaron hasta meterlo en uno de los túneles. Garras lo asieron y lo llevaron a la oscuridad. Los gules se volvieron hacia nosotros y se inclinaron, huesudos y horribles, y arrastraron su lamento monosilábico. Gul, gul.
Largo de aquí, dijo mi abuelo. No quitaba los ojos de los harapos del suelo. Se inclinó y los desenvolvió. Era un libro, grande, de tapas oscuras y remaches metálicos.
¿Qué es eso?
La prenda que mi amigo les ofreció para pactar con ellos.
¿Por qué te la entregan?
Una de sus manos se sostenía en el aire, a pocos centímetros de la tapa del libro, como si no se atreviera a tocarlo. Volvió a envolverlo con harapos. Creo que ahora soy una especie de cacique de los gules, dijo. Un rey.
¿En serio?
Es lo que se me ocurre. Ya lo descubriremos.
¿Qué libro es?
El viejo me miró. Sabes qué libro es, dijo. El libro.
Asentí.
Salimos de la cripta. Afuera ya era de noche. Hacía todavía más frío. El aire, tras el ambiente viciado de la cripta, me sentó bien. Sentí que algo me recorría de pies a cabeza. Algo nuevo. Llegamos a la linde del bosque.
Quiero preguntarte algo, dije.
Pregunta.
Es sobre ella.
El viejo no dijo nada. Su respiración humeó.
Relacionado con ella, mejor dicho, dije.
Pregunta si tienes que preguntar.
Cuando me encontraste, dije. Cuando estaba al otro lado.
Sí.
Comí y bebí todo lo que pude, dije. Bebí hasta vomitar del agua de sus arroyos. Comí hierba, hojas, cualquier cosa. Quería irme. Irme con ella.
Lo sé.
Pero no funcionó.
No.
¿Por qué?
El rostro de mi abuelo se contrajo durante un instante, como si tragase algo muy caliente o muy frío, algo que bajaba hacia sus tripas dejando un rastro cauterizado. Tú y yo, quizá también tu padre, somos diferentes, dijo. No nos afecta como a los demás.
¿Pero por qué?
El viejo se encogió de hombros. Así es como son las cosas, dijo. Simplemente.
Echó a caminar hacia la casa. Nevaba sobre las estatuas y la vegetación oscura y el hombre viejo pero corpulento, fuerte, de cara rajada y remendada como el lomo del monstruo que acababa de matar, caminó contra el viento, por el jardín, dejando un rastro que la nieve no logró cubrir. Yo permanecí allí todavía un rato y luego seguí sus pasos.