En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.
Dos patrulleros vinieron a buscarme a mi casa de madrugada. Yo estaba conversando con el fantasma y cuando les abrí la puerta se sorprendieron de la chaqueta abultada, los pantalones gruesos y la bufanda. Dijeron mi nombre y me preguntaron si iba a salir, si ya se habían puesto en contacto conmigo. No, dije. ¿Quién?
El inspector Avendaño.
¿Qué ha ocurrido?
Una desaparición, dijo uno de ellos. Inexplicable.
Pasen, dije. Voy a cambiarme.
En cuanto pusieron un pie dentro comenzaron a estremecerse.
¿Quieren té?
Creo que sería mejor salir cuanto antes.
Los dejé en salón, mirando inquietos los vasos y las tazas acumuladas, los libros dispersos, apilados de cualquier manera en muebles, butacas, sillones, el mismo suelo, en torreones inestables y zigurats, el auricular del teléfono colgando del cable en la mesita junto a la ventana, y me atavié para el frío menos crudo del exterior. Justo antes de salir con mi estuche de instrumentos escuché que uno de los patrulleros exclamaba algo y el otro respondía en susurros rápidos.
No se preocupen, dije desde el pasillo. Es el fantasma.
¿El fantasma?
El frío es uno de los inconvenientes de tenerlo en casa.
Uno rió como si bromease y el otro empalideció considerablemente. ¿Ya está listo, detective?
Sí.
Una de las plantas más importantes del Hotel Corona, en pleno centro de la ciudad, había sido desalojada. El lugar estaba lleno de policías y empleados del hotel y huéspedes desorientados a los que tomaban declaración en cualquier parte, en las escaleras, frente a los ascensores. Avendaño estaba soplando un café en un vaso de plástico. Ya no tengo edad para trasnochar, dijo al verme. Estaba de pie frente a un monitor instalado en el pasillo sobre una camarera de comidas junto a un ordenador portátil.
Me gusta tu nuevo despacho, dije. ¿Qué ha pasado?
Una desaparición.
Eso he oído. Una inexplicable.
Bastante.
¿Quién es el desaparecido?
Quiénes, dijo Avendaño. Aunque todo este follón sólo es por uno de ellos.
Le hizo gestos a un técnico que pasaba por allí y señaló el ordenador. El técnico se acercó a la consola y reprodujo un vídeo en el monitor. La recepción del hotel. Un trío, dos mujeres y un hombre, se acercaban al recepcionista, recibían una llave, caminaban hacia los ascensores. Una de las mujeres era muy alta y rubia y llevaba un vestido de noche. La otra era muy vieja, vestía de negro y tenía el pelo blanco y larguísimo.
¿Lo reconoces?
¿A él? Me suena.
Tienes que reconocerlo.
Miré e hice memoria. Un hombre de unos sesenta años, con gafas, bien vestido.
Empresario de la construcción, dije. Propietario de un equipo de fútbol. Con aspiraciones políticas.
Avendaño asintió.
¿Ella es famosa? La rubia. Parece modelo o algo.
Prostituta. Rusa.
¿Y la vieja?
Buena pregunta, dijo Avendaño. No tenemos ni idea.
¿Crees que alguien podría subirme un té?
No. Llegaron cerca de las diez de la noche. La suite había sido reservada esa misma mañana.
Ajá.
¿Quieres ver la suite?
¿Es la Imperial? Aquí se aloja mi padre cuando viene de visita.
Avendaño me miró muy serio. Como vistes como un pordiosero siempre se me olvida que eres millonario, dijo. Sí, es la Imperial. ¿Quieres saber lo que pasó?
Cuenta, dije, pero ya me estoy imaginando cosas.
Gritos, dijo Avendaño. Aullidos, lloros, lamentos. Tras la puerta la suite comenzó a sonar como una cámara de torturas.
Pasadas las doce de la noche, dije. Miré el reloj. Hace cuatro horas.
Exacto.
La seguridad del hotel entró en la suite, dije.
Sí.
Y la encontraron vacía.
¿Cómo lo sabes?
Adivino, dije. Estoy aquí así que lo que ha pasado tiene que ser rarísimo, tanto que no puede esperar a la mañana.
¿Quieres seguir adivinando?
Vamos a mirar la habitación.
La suite era espaciosa, con diversas estancias, y estaba llena de hombres y mujeres enfundados en plástico peinando todas las superficies, todos los pliegues de la moqueta, en busca de cosas microscópicas inaventurables. Los de seguridad registraron la habitación, dijo Avendaño. Sin encontrar a nadie, como suponías. Las ventanas están aseguradas contra los suicidas y ninguna estaba rota ni forzada. Pasados unos minutos no sabían qué hacer. Por los gritos esperaban encontrarse un asesinato múltiple. Así que salieron de la suite y cerraron la puerta a su espalda. Los gritos comenzaron de nuevo al instante. Entraron y se hizo el silencio. Seguía vacía. Salieron de nuevo y al cerrar la puerta, imagina.
Gritos y más gritos. ¿Sigue pasando?
Sí. Pasó la última vez que lo comprobamos. Es bastante desagradable.
Me gustaría oírlo.
Avendaño negó con la cabeza. Te aseguro que no te gustará. Eh, dijo a los policías. Todo el mundo fuera. Vamos a cerrar la puerta.
Los forenses salieron deprisa, alguno demudado de manera evidente. Cuando estuvieron todos fuera Avendaño asió el pomo de la puerta y dijo: ¿Preparado?
Comenzaron a taparse los oídos. Sí, dije.
Aquello era la banda sonora del infierno, una cacofonía en la que las voces eran indistinguibles en número o género, lamentos de un dolor y espanto inimaginables, surgidos de gargantas convulsionadas, retorcidas, estrechadas por la agonía hasta ser finas como una brizna de hierba y dilatadas por el aullido hasta quebrarse y sangrar, un dolor que evocaba al mismo tiempo un tormento físico pero también espiritual, una soledad absoluta, bambú bajo las uñas, la traición de la persona amada, hierros candentes en los ojos, la mutilación, la locura, espuma de vómito en la comisura de los labios, una lengua podrida en la boca, la extenuación de una larga e incurable enfermedad.
Avendaño abrió la puerta y los gritos fueron sustituidos por un suspiro de alivio colectivo. Las manos plastificadas se retiraron de las orejas.
¿Qué te parece, dijo.
Este asunto no hace más que empeorar, inspector.
¿Alguna idea más concreta?
Déjeme echar un vistazo dentro.
Los forenses se quedaron fuera. No había mucho que ver, los desaparecidos no habían dejado más rastro que una copa de vino con rastros de carmín y un vaso de whisky aguado sobre el mueble bar.
Ella no tomó nada, dije.
¿Quién?
Ella. La vieja.
En la sala principal de la suite había una mesa baja de madera oscura, las patas muy ornamentadas. En su superficie una serie de complicados dibujos con polvo blanco.
¿Eso es lo que parece?
Cocaína, diría yo, dijo Avendaño. Han llevado una muestra al laboratorio, pero no quería borrar los dibujos hasta que los vieras. Una cosa más. En la declaración del recepcionista describió a una mujer por completo diferente a la vieja. Pelo negro, unos cuarenta años, atractiva. Cuando le enseñamos el vídeo de la cámara de seguridad los ojos casi se le salen de la cara. Decía que esa no era la mujer que había atendido.
Suspiré.
¿Qué pasa?
¿Quieres que te lo diga?
Por favor.
Brujas.
Brujas.
Por lo menos una. Odio a las brujas. Odio todo lo relacionado con brujas, magos, hechiceros…
Brujas, volvió a decir Avendaño. ¿Eso es lo que tengo que poner en el informe? ¿Brujas?
Me encogí de hombros. Te aseguro que a mí me gusta todavía menos que a ti este asunto, dije. ¿Alguien se ha quedado dentro de la habitación? Con la puerta cerrada, quiero decir.
No, dijo Avendaño. Los empleados del hotel estaba demasiado asustados y yo no iba a pedírselo a nadie de mi gente mientras no hablase contigo.
Inspector, dije.
Qué.
De verdad, ¿no podría alguien conseguirme un té?
Avendaño se pasó la mano por la barba. Veré lo que puedo hacer. Ahora bien, ¿me vas a explicar lo que pasa aquí?
¿Cómo de esotérico te sientes hoy?, dije. Ha sido una invocación que ha salido mal.
Invocación.
Tu informe se va a llenar de palabras divertidas.
Invocar a qué y para qué.
Yo qué sé, dije. Desde luego algo que no podían controlar. Él es un hombre poderoso con ambiciones desmedidas, ella es una conseguidora, una embaucadora, que le convence de que puede saciar sus ansias.
¿Y la prostituta?
El sacrificio, la ofrenda.
¿No se utilizaban vírgenes para eso?
Ni siquiera tienes que utilizar personas, dije. Aunque la sangre al final es lo más valioso. Te aseguro que esa cocaína de ahí tendrá una pureza casi absoluta, la más cara del mercado, solo para trazar unos símbolos. Ella era una mujer hermosa, con un valor establecido por ella misma, imagino que en varios miles de euros por noche. Creo que es la única inocente de todo este asunto, la única que no sabía lo que iba a pasar.
Así que invocan a algo y ese algo… ¿Qué?
Crea una infernalia. Una pequeña fracción del infierno contenida en nuestro mundo.
Avendaño silabeó la palabra de manera inaudible, quizá cansado de repetir todo lo que le decía. Por dios, detective.
En serio, ¿qué pasa con ese té?
Cállate. Avendaño paseó por la estancia, mirando la moqueta. ¿Estás seguro?
No, pero es una teoría sólida.
¿Qué hacemos ahora?
¿Tú? Nada. Yo voy a entrar para ver si queda algo que rescatar de ellos.
¿Y cómo vas a hacer eso?
De la manera más sencilla que se me ocurre, dije. Yo me quedo aquí y tú sales y cierras la puerta a tu espalda. ¿Qué te parece?