El fútbol sobrevive a los cálculos. Aunque cuando el fútbol se ahoga, lo primero de lo que se echa mano es de un cuaderno rayado. Pero el fútbol aguanta. Respira con golpes como el derechazo de Saviola, un desahuciado que, durante unos minutos, sostuvo en el campo al Barça. El gol del empate fue un suceso tan absurdo como que él siga jugando en el equipo de Rijkaard, que lo ha despreciado desde el comienzo, como una anomalía en la estructura perfecta. Pero es en esas imperfecciones donde muy a menudo se agarran los partidos: sobre los requiebros de lo inesperado se construyen algunas leyendas.
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Saviola tumbó al imposible Kameni y a su imposible temporada con un único disparo. Durante los cinco minutos siguientes debió de pensar algo parecido a eso. Hasta que Tamudo planeó en plancha entre el punto de penalti y el área pequeña, medio metro sobre el suelo, y colocó el balón con la cabeza en una esquina que Víctor Valdés no tuvo tiempo de imaginar. Flotaba Tamudo hacia el pase de Sergio Sánchez del mismo modo que el Espanyol flotaba sobre el Barça, un gigante pesado atascado en el fango. Flotaba Tamudo como un trazo perfecto. Como si no fuera a caer. Y en ese preciso instante del vuelo, incluso antes del gol, Saviola regresó al olvido de su lucha inútil.
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Después del vuelo, destrozadas sus cuentas de nuevo, Rijkaard reventó un cristal del banquillo, como si así pudiera conseguir que todo terminara. Del otro lado, el Espanyol se movía en una de esas tardes perfectas en las que el deseo casi se corresponde con lo que hacen los pies, una de esas tardes en las que se aprietan los dientes cada vez que el balón sale fuera, para contener el miedo de que suene el silbato y el encantamiento se acabe. Aguantaron todavía otra jugada de precisión, un pase con la delicadeza de la cámara lenta que Rufete terminó empujando a gol.
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En el Bernabéu, Capello se reservó el brazo hasta que le confirmaron que había ganado 1-0 al Zaragoza. Entonces, después de meses persiguiendo fantasmas por todas partes, creyó identificarlos en dos señores que desde el principio de la temporada se sientan detrás de su banquillo, y les disparó un dedo en dos peinetas rabiosas.
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Antes de lo del dedo, Capello había buscado en otros lugares. Había encontrado a Ronaldo desnudo en la ducha, y allí mismo le había soltado un broncazo. Había amenazado con colocar sobre la báscula a todo el mundo después de las navidades. Había prohibido a Cassano jugar un partidillo de entrenamiento. Había mandado a Helguera con los juveniles. Había prohibido la entrada del público a los entrenamientos. Había vigilado los bares madrileños. Pero el fútbol no estaba allí, y los dos tipos sentados detrás de su banquillo debían de estar carcajeándose mientras Capello lo buscaba. Hasta que sucedió. Contra todos sus planes, pero sucedió.
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A cualquiera en el Bernabéu debe de haberle dejado entre el pasmo y la indignación ver a Baptista enchufarle cuatro golazos al Liverpool en una sola tarde. En Anfield. Y eso que falló un penalti.
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La llegada de Beckham a Los Ángeles se anuncia en páginas completas de The New York Times: “Verano de 2007, Beckham viene a América”, como si se fuera a estrenar su película. Aunque quizá…
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Mira uno a Beckham en ese palco, junto a su madre, fascinado por esa especie de resurrección que todos vieron en el gol de Van Nistelrooy, y no será capaz de encontrar a un futbolista. ¿Dónde esconde el deseo de permanecer, de un gol como el de Zidane en la final de Glasgow? Hay lugares en los que no se pueden escribir historias como aquélla, y Los Ángeles es uno de ellos.