Coincidiendo con que ya ha pasado un cuarto de siglo de las Malvinas, Maradona prueba una nueva manera de matarse. Esta vez cambió el truco, y en lugar de recurrir al inflado humano simplemente agarró un vaso de whisky, que es algo que se ha visto mucho más. De ahí el menor éxito de público a las puertas de la clínica. Desprovisto ya de las botas de tacos, Maradona decidió seguir su carrera de ilusionista fuera del césped, pero se ha convertido en una especie de David Blaine al revés: agotado lo más difícil ya hace años, se dedica a rebajar la dificultad. Del gol al trago.
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A pesar de todo, Maradona conserva el dominio sobre espacios de la memoria inalcanzables para nadie más. Messi, ese niño autista que se convierte en bestia al calzarse la camiseta del Barça, ampliaba esta semana los terrenos del asombro al preguntar quién es Arrigo Sacchi: “Lo siento, no sigo mucho el fútbol”, dijo. Sólo oír Maradona le saca un gesto de saber de qué le hablan. Pero a Maradona le incomoda habitar recuerdos, y parece que no encuentra la puerta de salida.
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Harto de disputar con Eto’o, Ronaldinho ha vuelto a la fantasía. Propietario ya de los sueños y del balón, reparte goles como si jugara con una varita mágica y no se le fueran a terminar.
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En Vigo, conscientes de la imposibilidad de explicar científicamente la capacidad del Madrid para seguir flotando, se dedicaron a reunir amuletos y cabezas de ajo para debilitar a Capello, el nuevo Drácula. Pero el italiano sigue sorbiendo el fútbol de otros y llevándose el premio.
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Las cosas van quedando más claras en el Madrid y el domingo sólo Casillas pudo vestir una camiseta blanca. De ahí también el desconcierto cuando Robinho, después de un rebote en otro partido nefasto del equipo, coló la pelota en la portería y descubrió la camiseta blanca que llevaba bajo la negra. Fingiendo celebrar el gol, los otros le rodearon y le obligaron a cubrirse otra vez. Como si hubieran recuperado el respeto por ese color.