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Retales por Agustín Ijalba

Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.

Certezas inestables

La estabilidad nos proporciona certeza, una perspectiva capaz de acreditar la veracidad de nuestras observaciones. Intuimos que la quietud es una condición necesaria para constatar la presencia de cosas en el mundo. No apoyamos un telescopio sobre una superficie maleable, ni nos detenemos a mirar hacia arriba cuando se mueve el suelo bajo nuestros pies. Antes bien, salimos huyendo. Escapar de todo cuanto se moviera más allá de lo asumible por nuestra apacible condición sedentaria: ese parece haber sido durante siglos uno de nuestros instintos más primarios, sobre el que se asentaba nuestra supervivencia. No somos capaces de soportar grandes oleajes, ni vientos huracanados, ni temblores de tierra. Pedimos a la naturaleza serenidad, paz, equilibrio. Y a cambio le damos nombre a las cosas. Somos así de sublimes.

En condiciones de normalidad, lo sensato es considerar que el estado natural de las cosas es el de reposo. Tuvo que enunciarse la ley de la inercia para entender que las cosas sucedían precisamente al revés de como intuíamos. La normalidad se había desarrollado en un medio dominado por el movimiento. Nada era, nada es lo que parece. El hombre no es el centro del universo, y éste no responde a un arquetipo divino. Las cosas cambian y nosotros con ellas. Nuestras sociedades no son reflejo de ningún orden. Forman parte de un desorden que nos es consustancial. Incluso hablar de sustancialidades empezó a ser considerado un recurso al escapismo. El caos rige nuestro mundo, el mismo cuyo sustrato final trata de descifrar la ciencia, el mismo que una y otra vez se resiste a ser desentrañado. La médula que guarda el secreto, la llave del conocimiento, es una quimera. Y en su seno nos debatimos en una noria sin fin, escapando de nosotros mismos hacia el interior de nuestras conciencias.

Pasar de ocupar el centro del universo a ser una diminuta porción de su inmensidad inasible tuvo que suponer un trauma. Intuyo que aún no hemos salido de él. Alguien dijo que la naturaleza pasó de ser madre a madrastra. Y que en ella y por ella nos sentimos huérfanos, abandonados a nuestra suerte. La desorientación nos obliga a buscar asideros, espacios donde volvernos a encontrar tal como éramos Tal como imaginamos que alguna vez pudimos haber sido. Y retornamos al origen. Participamos en orgías identitarias y construimos espirales ombliguistas. En semejante danza, las religiones basadas en el localismo nacionalista encuentran abono a sus esfuerzos, dibujan puertas con un trazo cada vez más grueso. Vivimos tiempos de nostalgia, y ya se sabe: la nostalgia inmoviliza los miembros y atrofia las gargantas.

Incluso la ciencia parece llevada de un afán que le debería ser ajeno, y que desprende cierto regusto antiguo. El mismo que nos delataba en la búsqueda estéril de una verdad universal que explicara de un modo cabal nuestra existencia, el mundo en el que vivimos. Esa causa completa capaz de explicar por qué ahora escribo lo que escribo es una falacia semejante al rito del verbo hecho carne, el santo grial de una modernidad que vuelve a alimentar los mismos fantasmas que creíamos olvidados.

Y mientras, perdidos en ese diminuto planeta e igual de soberbios que hace un siglo nos viera Nietzsche, no somos capaces ni siquiera de levantar la cabeza para mirar las cosas a su misma altura. Insensata especie que se cree todavía llamada a ser la salvadora de un mundo que, ahora sí a causa de ella, agoniza.

Agustín Ijalba | 29 de mayo de 2006

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