¿Pueden acaso cobrar vida las palabras? La íntima conexión que une al lenguaje con el mundo se altera cuando la palabra cobra vida propia. Sí, ¡claro que pueden! Pero sólo allí donde la acción devuelva al mundo lo que la mirada retuvo, podrán los nombres cobrarle —¿robarle?— la vida a las cosas. Sólo en la desnudez de la metáfora se mostrará el mundo al límite de su ser. Y en el estruendo de la bomba, la palabra saldrá hecha añicos. ¿Qué nos quedará entonces? Ese mismo silencio en el que la madre mece el sueño de quien mañana será cadáver, espejo de un sueño que se sueña en la vigilia.
Deseamos aquello mismo que nos alimenta el deseo. Pero nada peor que la soledad no elegida para ser comparada con quien, queriéndola, la tuvo. Palabras, palabras, palabras. Con ellas, la poesía se descuelga de las ramas y cae a tierra, atraída por el plasma, donde las palabras se debaten y saltan y bailan y van de mano en mano como de voz en voz aligerando de eslabones la cadena, o tal vez sentadas a la sombra de un árbol milenario que no necesita victorias para sobrevivir en medio del páramo. Cíclicos como las tormentas, somos con ellas hijos de un mismo espasmo. Cuando los ojos decidieron cerrarse ajenos por completo al mundo, justo en ese momento el cielo se encogió de hombros, y llegaron esposados los primeros augurios. Al abrirlos, comprobamos que hay un perfil esquivo en el que las cosas se detienen con una sedentaria perfección. Ajenas por completo al devenir de nuestras miradas, son ellas quienes impertérritas nos observan. Palabras, palabras, palabras.
Santa quietud la de la piedra que nada dice y todo lo absorbe, hasta la metralla. Subidos al muro, decimos lo que decimos sin la convicción necesaria para asegurar que detrás de lo que decimos realmente haya algo. Pero ni somos lo que decimos ni decimos lo que somos. ¿A quién queremos convencer con nuestros salmos? ¿Qué oración será capaz de sustituir mi muerte? ¿Acaso valen lo que valen las palabras sagradas del chamán? Yo no soy yo ni las cosas son ya las cosas. Bebe la vid el vino que darán sus uvas, y a escondidas se emborracha. Nada es ya lo que parece.
Somos con-fabuladores de lo real. A nada ni a nadie debemos lo que somos, sino al azar. Somos, con el resto de las cosas que son, una pieza insustituible y sin embargo prescindible (contra-dicciones: dicciones en guerra). Somos sobre una duda que, a la vez que nos corroe, nos alimenta. Espejo por el que las cosas regresan para ser otras, nuestros diccionarios esconden en su seno un resplandor de laberinto inacabado que segrega tinta por los costados. Palabras, palabras, palabras. El mundo sabe, y nosotros con él, que lo estamos engañando. Soy como la pesadilla de un rostro ajeno que pretende ser yo, agazapado entre la necesidad y el azar. Al albur de los días, el nombre de este mar que es todos los mares se multiplica y me vence. Nada queda por esperar. Han pasado los años y sigo remando. Ni yo mismo sé cuántas vueltas he dado al mundo. Envuelto en un mar de palabras, dejo apuntadas unas cuantas al abrigo del libro de notas. Retales que unidos a otros harán que de nuevo se escuchen sonar los telares. Palabras, palabras, palabras. Escondidas en los archivos y escogidas al azar, nos asombran nos alumbran nos deslumbran nos acogen nos repiten nos inventan nos reconcilian nos interrogan nos desbordan nos responden nos asustan nos sorprenden nos encuentran nos acercan nos abruman nos desencuentran nos arriman nos acarician nos abrazan nos avisan nos odian nos saludan nos increpan nos insultan nos besan nos adulan nos aman nos elevan nos hunden nos aprietan nos recitan. Y cada mañana, nos dan los buenos días. Gracias, LdN, por albergarlas.
]]>Como por arte de birlibirloque, el lector se transforma en el autor de las palabras que él mismo lee. Magia del alquimista que todo lo habita, el lenguaje es un don que hace al hombre, su creador, más hombre. Camina con él por el mundo como por el jardín de Ariadna, mientras sigue el hilo que le llevará a descubrir minotauros, unicornios y otros seres fantásticos. Pero también construye monstruos. Y constituciones, y tratados, y leyes, y apotegmas. Lástima que se consuma tan rápido en las llamas del poder, siempre henchido de lenguaje vaporoso. Pues ese mismo poder que apoya en la palabra sus cimientos, le teme: sabe que la palabra es revolucionaria. Ahí reside su grandeza: en que es capaz de hacer del lector –de siempre anónimo, pasivo, aletargado– el autor de su propia lectura. De su propia historia, en definitiva.
Hoy me detengo en un punto y aparte hasta no se sabe bien cuándo ni dónde. Creo llegado el momento de dejarlo. Durante estos años han acudido a mi llamada gentes y temas muy diversos, pequeñas elucubraciones y algún que otro retruécano intrascendente. Pero ahora desisto. Fue hermosa la pantalla que me daba vida mientras me hacía dudar de mi existencia. A ella ligué mis acentos. De ella me desprendo –espero– un poco más sabio que antes.
Tan sólo me queda por agradecer a los editores de la Revista Almacén y del Libro de Notas, y en especial a Marcos Taracido y Roger Colom, la oportunidad que ahora hace seis años me ofrecieron. Vaya para ambos mi amistad y mi reconocimiento. Y por supuesto a todos vosotros, que al leerlos, disteis vida a mis escritos.
]]>O que ocupa ese mismo espacio que aturde al pronunciarlo: el vacío. Somos presa fácil de un lenguaje que a menudo comulga con realidades embrionarias. Palabras que nos indican por dónde pueden ir las cosas que nombramos, pero que nada nos dicen acerca de las cosas mismas. Yacemos en una ignorancia que cabría tachar de negligente y supina. Y lo peor es que lo ignoramos.
La ciencia, amada literatura, es un relato que trata de asir el mundo por las ramas que tú misma fabricaste. Bañada de lógica quizás, pero narrada, la ciencia se descuelga por el lugar más inhóspito de la razón, aquél en el que las cosas se mezclan con sus nombres, y al mezclarse la delatan. Férrea la razón, se adhiere al mundo como prueba irrefutable de su existencia. Pero en su soberbia, ¡cuántas verdades encubre!
Todavía no hemos salido del mito y ya estamos pensando en volver. En nuestra peregrinación hacia el logos, aparecen y desaparecen multitud de caminos, como si al hallarlos se desdoblaran para llevarnos de nuevo a la fantasía del origen. La vida, esa temeraria ficción, es la que en verdad nos dice.
]]>Es tanta la melancolía que anda al acecho que me niego a reconocerla y a adorarla. Su compañera la nostalgia me visita casi a diario, y al asomar sus fauces por el balcón, a tiempo la espanto. No puedo menos que reconocer la dudosa aportación de sus secuelas a la historia universal. Prefiero huir de la añoranza al galope, sin espacios para la compasión.
Soy tan diminuto que sin embargo soy. Y mis palabras nadie nunca podrá arrebatármelas. No llenaré enciclopedias, pero me daré al hartazgo. Vivo a diario en escondites que labro con las garras de la indolencia. Huellas virtuales que me hacen ser lo que no soy me indican la llave.
Ya disiento. Ya me voy. Ya procuro bajar el telón de tanto yo. Hoy hice una excepción.
]]>Época que recuerda extrañamente a otras cuyo declive fue igual de certero, quizás no tan veloz. Las fotografías que nos muestra el telescopio Hubble enseñan formas caprichosas, como si en ellas reconociéramos los rasgos de nuestras propias pesadillas. Arcos retorcidos, luces engañosas, sombras que se expanden formando complejas nebulosas, estrellas en formación que nos devuelven el rastro de lo que tal vez algún día pudimos ser.
Vivimos presos de una percepción incompleta de lo que nos rodea. Abocados al misterio y al temor. En silencio. En el límite de lo inconmensurable, cualquier señal que denote inmensidad nos aturde. Qué lástima que estemos tan cerca de inmolarnos en la satisfacción suprema de nuestros deseos y sin embargo intuyamos la pequeñez como escondite. Nos reconocemos como habitantes de un espacio diminuto, rodeado de extrañas formas que se miden por la distancia que recorre la luz en un año de segundos. Pero a la vez nos rebelamos frente a tanta certeza: ¿no somos acaso parte de ellas? ¿No lanzamos al exterior nubes inmensas de formas aleatorias, combinadas al azar de nuestros sueños? ¿No devolvemos al universo esa misma realidad que nos escupen sus entrañas? ¿No somos parte acaso de esas mismas entrañas que tratamos de desvelar?
]]>Hasta aquí, nada nuevo. Es una vieja norma que rige el devenir de la industria publicitaria, y el político profesional conoce bien los mecanismos del mercado. Pero lo que rompe los esquemas de quien discurre en la sombra y pergeña las arengas, es la excesiva facilidad con la que a menudo son engullidas las proclamas de su líder. De tan zafios, los discursos pueden llegar a ser mal digeridos. Y nada peor que una indigestión de adrenalina para espantar indecisos.
Es lo que debió pensar más de un asesor de Mariano Rajoy cuando escucharon su discurso del pasado día 15. ¡Qué barbaridad!, debieron decirse. Se nos pasó el arroz. Aún resuenan por las esquinas los ecos de tanta maledicencia. El corte grosero levanta la moral del adepto incondicional, pero retrasa el convencimiento de quien no sabe o no quiere saber todavía qué producto comprar. Más aún cuando parece notar cierta sobreactuación inconfensable en el vendedor.
Ante semejantes espectáculos, el dilema que se le plantea a toda persona sensata es radical: o participa en la comedia o se aparta del sistema. Cada vez hay menos espacio para dilucidar. Cada vez hay más razones para apagar las luces de un escenario dominado por la verborrea insultante del que reclama lo que al parecer siempre fue suyo, el humo de un poder que se refocila blandiendo complejas telarañas de interés.
]]>En nuestro aliento se conjuga a menudo una necesidad que llamamos vital, una pulsión escondida que nos advierte de la fluidez inabarcable del mundo. A su vera nos batimos sin pudor, y despojados de toda vestimenta asimos con valentía la espada. Pero otras veces somos como peces escondidos tras la roca que dibujaran un signo de extrañeza en sus bocas, siempre el mismo sonido y siempre la misma sílaba, acorde infinito de una letanía que dura ya demasiados siglos.
La vida se enaltece y se disipa, se lanza campo a través y se oculta tras la roca, se siembra y se destruye. Razona Margulis que no podemos hablar de ella como si estuviera quieta. Certera su mirada al nudo donde se debate el verbo y se actúa. Sólo en la encrucijada se cuece la historia viva. Sólo allí donde la acción devuelve al mundo lo que la mirada retuvo podrán los sustantivos cobrar vida.
]]>Y cuando no las reclamo, también. Acuden como pequeñas vaciedades que llenaran huecos, palabras acuciadas en la vorágine del exceso, perdidas en esta época que pide sin cesar y sin cesar consume. Son esas horas en las que derrochamos los usos escorados del lenguaje, liturgias que cubren de escamas una realidad que muerde.
Vientre de palabra. Descanso mi mejilla en la delicadeza sutil de tus pliegues. En ellos mudo mi piel y abandono las escamas. En la desnudez de la metáfora se muestra el mundo al límite de su ser. Y me muestra la dilación como arma. En la inmensidad de la llanura, no hay razones para correr.
]]>Somos como volutas de humo que escapan de una boca enfurecida. Espejos volátiles que se pretenden sabios relatando la tristeza de un escombro herido. Y a su sombra crecemos como espasmos de dolor enlatado.
No hay daño que soporte un relato. Esquiva la piel, se esconde cuando llega la onda expansiva y se retuerce sobre sí misma, quebrada de tanta llaga. Miserables los dueños del ruido y de la llama. Escuecen sus gestos ladinos buscando rincones donde esparcir la rabia. No me reconozco en la mano que activa la bomba. No soy de su misma especie. No podría sentir ni pena. En sus dedos se atrofia cualquier intento de caricia.
Hay palabras que por ser universales deberían zanjar toda disputa. En torno a ellas parecen reunirse nuestras lenguas. Pero no. En el estruendo de la bomba la palabra sale hecha añicos, y entre sus restos crece el hedor de la malicia. Su arqueología se descubre anclada en la estupidez del que se siente dueño de la vida ajena, espanto que al traducirse en palabras abre más aún la herida de su víctima. Y es que su llanto merece el respeto que sólo el silencio labra.
Ese mismo silencio en el que la madre mece el sueño de quien mañana será cadáver, en el que logra tejer la oración de quien sufriendo logra mantenerse en vida. En su pesadilla se dibujan malos tiempos de muertes prematuras, estrépitos que levantan la roca y la hacen añicos y la esconden en los surcos de una tierra malherida.
Somos parte de la bomba. Somos piezas inescrutables de un abismo previo, el abismo que se levanta sobre la nada hecha escombros de nuestra existencia.
]]>En la configuración del rito molestan las preguntas idiotas. O se cree o no se cree. Ir más allá es una invitación a marcharse. Por eso, cada vez que se desean buenos augurios para el año entrante, se está renovando una querencia antigua, se renombra un vínculo que nos liga al espacio callado de la llanura, nos convertimos en espejos de un sueño que se sueña en la vigilia.
Hacemos que los años por venir sean como grandes frutos imaginarios que endulzan un espacio virgen, sabedores de la brevedad de una tregua que nos esconde por momentos de la terca realidad que nos circunda. Ya se resolverán en ella los años con toda su pesadez, que mientras tanto seguiremos dando rienda suelta a nuestro imaginario, seguiremos soñando que el año próximo será, cómo no, mejor que el que acaba de pasar.
Que la dicha os acompañe, y con ella la salud y la fortuna.
]]>Mi deseo se hincha y no sabe de qué ni por qué. Hay en él como un desaire que mira de soslayo hacia abajo, porque al hincharse se eleva, y al elevarse cobra distancia y crece su vértigo. A medida que se hace más alto, empequeñece más y más la felicidad. Y es que solemos desear aquello mismo que nos alimenta el deseo, y en esa espiral acabamos por morderle la cola a la pescadilla, quise decir pesadilla. Pesadilla que alcanza el grado superior de la inconsistencia cuando nos acercamos a un gran almacén para dejarnos guiar por los gurús de la satisfacción, ellos sí, felices vendiendo pedazos de felicidad envuelta en papel de celofán.
]]>Sobre la mesa camilla, un vaso con la marca del café seco y rancio espera la mano que lo aproxime a los labios, pero los labios no llegarán jamás. Junto al sillón desvencijado una rata repasa las noticias amarillentas del periódico. Los restos de una mano yacen bajo la escuálida luz que asoma entre la podredumbre, apoyada sin rechistar sobre el regazo, como queriendo resucitar de tanta mugre.
En la danza del asfalto se renueva el hedor de las alcantarillas. Algo en esa muerte es nuestro. Algo que nos induce a llamar a alguien que dicen que dijo, pero que nadie supo jamás. Escondemos tras su nombre la humillación del hastío, la sublevación de la carne cocida en soledad, la barbaridad de una muerte que jamás quiso emular al filósofo. Doblar la cerviz y mirar dos mil años atrás es ignorar lo que de frente te escupe la realidad en crudo. Nada peor que la soledad no elegida para ser comparada con quien, queriéndola, la tuvo. Nuestra sutil delicadeza cubre la evidencia con los acordes de una metáfora ingeniosa. Y con ella disipamos la fetidez, hasta hacerse olvido.
]]>Algarabía poética. Este será el título. La poesía se descuelga de las ramas y cae a tierra, atraída por el plasma. Hay un estado marmóreo, una súplica abisal que nos descoloca tras la lectura del Libro del frío. Pero que no te deja impasible. Imposible. ¿Qué es eso de la objetividad, caramba? Objetivo viene de objeto, de cosa, de materia, de mundo. Pero las cosas que en el mundo son y están y lo conforman no parece que tengan espacio para el libre albedrío…hasta que llega la poesía y les concede el don de la libertad. Una metáfora es un soplo de aire fresco que renueva el hastío de la piedra. Déjala pasar.
En ese mundo de objetos, el poeta es como un mueble. Recibe polvo, pasa desapercibido, hace bulto, estorba, guarda objetos inútiles, se aja, envejece, lo recolocan, lo cubren con una sábana, lo esconden en la buhardilla, lo recuperan, lo tapizan, lo dejan en el salón aburrido…la poesía se resuelve en los pequeños detalles, en los hallazgos casuales. El poeta siempre saldrá a tu encuentro. De ti depende que te dejes encontrar.
Lo que me lleva de nuevo a la plaza pública, al callejón y a la esquina sorpresiva, donde las palabras se debaten y saltan y compran y van de mano en mano como de voz en voz aligerando de eslabones la cadena. La palabra poética desciende hasta lo más elemental y dice lo que queda. En ese poso último descansa nuestra esperanza y se condensa el futuro. Ahí queda.
]]>La figura del perdedor suele ir acompañada de un hálito de romanticismo, e incluso su perfil se ha visto cantado y narrado por multitudes, pero nuestra querencia por el personaje huye cuando la realidad nos azota, cuando convertimos en cruda verdad lo que de soñado tuvo la canción, cuando palpamos el dolor en nuestra propia piel, convertidos en personajes ajenos a toda ficción. E inquirimos entonces al mundo, y a todo cuanto nos rodea, y nos hacemos la pregunta clave, la pregunta madre de todas las preguntas y de todas las batallas: ¿por qué? ¿qué razones tuve para iniciar esta guerra?
La competencia por llegar antes y elevarse por encima de los demás, la insociable sociabilidad del hombre que tantas veces le leímos a Kant, ese bosque que crece gracias a que cada árbol se lanza a la búsqueda incesante de luz, se ha elevado a la enésima potencia en nuestra época. Hoy todo vale con tal de triunfar. Pero sólo uno llega, y siembra su victoria sobre las huellas que la derrota marcó en las espaldas de los otros, ignorando que mañana será la suya la que soporte otras victorias.
Desde la distancia que nos ofrecen los ratos cada más escasos de armonía, sentados a la sombra de un árbol milenario que no necesita victorias para sobrevivir en medio del páramo, contemplamos un mundo casi detenido, en paz consigo mismo, y nos preguntamos con grave perplejidad por esa extraña pulsión que nos acecha cuando nos lanzamos a la contienda, consumidos por una luz que nos ciega sin remisión.
]]>¿Qué necesidad nos mueve a recuperar lo perdido? Algo que va más allá de su mera formulación filosófica, sin duda. Una pulsión vital que nos retuerce el cuello y nos obliga a mirar donde ya no hay nada, donde sólo los fantasmas aparecen como intrusos, donde la piedra escapa de la mano para no llegar a ser jamás.
Vernos anclados en nuestro pasado es más que una metáfora bastarda. Es una rémora que nos impide avanzar sobre la inmensidad de un futuro que nos aguarda incólume. En ciertos estados de ánimo, admitimos que un impulso ciego nos empuja a seguir, volcados en saciar el hambre de nuevas experiencias. Pero tras la vorágine del envite, recreamos la digestión con pequeñas evocaciones del viaje, y volvemos a vernos con la panza llena y sin ganas. Cíclicos como las tormentas, somos hijos de un mismo espasmo.
Calla el viento en el seno de la cueva, esperando la visita de quien puede ver más allá de sus sombras. Sólo quien estuvo de paso pudo dejar, tras la hoguera, huellas de sí mismo. Pero que no espere ir más allá de ellas. En su huida volcó las cenizas y con ellas su memoria se dispersó, huyendo por las rendijas del tiempo.
Ciertamente, hay estados de amnesia que reconfortan.
]]>De esa cadena de sensaciones, me interesa sobre todo ese estado de vigilia previa, ese soplo insignificante que sucede inmediatamente antes de sucumbir, esa fracción de segundo en la que eres consciente de que vas a dejar de serlo en apenas unos instantes…en esos momentos se han fabricado las mejores teorías, se han apuntado hipótesis certeras, se han intuido hallazgos sorprendentes. La voz de la razón se esconde en los lugares más extraños, y la antesala del sueño al parecer es uno de ellos, donde con más asiduidad nos visita. Eso sí: a ráfagas.
No es descabellado pensar, según tales observaciones, que en sus celadas la razón se asemeja a un laberinto sin fin, y que en su ingenio descansamos a menudo de la sinrazón más abyecta, la que se guía por el permanente estado de vigilia de quien sólo se siente vivo cuando tiene los ojos bien abiertos. Tal vez algún día, o alguna noche, descubramos que fue Dionisio, y no Apolo, el padre de la geometría. Y nos daremos entonces la vuelta sobre nosotros mismos, como en un mal sueño, para seguir durmiendo.
]]>El drama se vive en el otro lado. Junto a los cuellos cercenados (gracias, Antonio, por tu libro). No tuvieron tiempo de gritar, ya sin gargantas. No les dejaron. El cielo se encogió de hombros, y llegaron esposados los primeros augurios. Sangre, dolor, daños colaterales, adjetivos que hicieron de sus muertes un cruel sarcasmo. Los que más corrieron huyeron espantados, pero al limbo. Los que se quedaron, murieron encogidos en una lágrima.
Y dicen que no les fue bien. Caramba. Y yo que pensaba que las guerras las ganaba el fuerte. Jaque al disparate. Canción quejumbrosa de la avispa que perdió su aguijón, pero sobrevive. Sin saber cómo ni por qué, se les han ido de las manos tantas vidas que en su bando empiezan a preocuparse de los hijos y hermanos. Rescato de mi archivo personal una frase premonitoria de quien ya no es Secretario de Defensa de USA: no hay nada gratis para ningún país ni, en realidad, para ninguna persona. Por eso el mundo civilizado tiene que estar a la ofensiva (El País, 8-9-2004). Le costó la poltrona. Pero tiene tantas…
]]>La íntima conexión que une al lenguaje con el mundo se altera cuando la palabra cobra vida propia y muestra el equívoco de la equidistancia: el mundo forma parte del lenguaje tanto como el lenguaje forma parte del mundo, y en el rico e inconstante trasiego de la fantasía tan pronto surge una palabra dispuesta a refrendar las precisas reglas de la lógica, como a renglón seguido se esconde detrás de la piedra para decirse a sí misma, como uno más de los objetos que pueblan la soledad de un mundo innombrado, carente de signaturas, sin anclajes.
Veleidades de la razón cuando se retuerce para comprenderse a sí misma. Parece como si vagáramos en un mundo virtual, carente de referencialidad. Incluso la expresión que usé dos párrafos más arriba muestra la indisoluble contradicción del lenguaje que trata de asir lo real. Al unir el siempre con el jamás parece que damos la bienvenida al sinsentido. Pero no. Lejos de ello, cobra mayor trascendencia ese jamás que cierra con indisimulada iracundia una frase que bien pudo ser dicha en una noche beoda, cuando las estrellas campaban lejos de la necesaria armonía universal.
Hay fogonazos que nos muestran las veleidades de un mundo cansino, como si llevara dos siglos de inusitados esfuerzos por desaparecer. Y el lenguaje con él.
]]>Pero las cosas nunca se detienen a tiempo. Lo conforman de modo que siempre haya lugar para el espanto. Ser una más con ellas muestra la longevidad de la sorpresa, la imperturbable sensación de que todo vale en un universo a la deriva. La ética del asombro invita a doblar esquinas, a convivir con un desliz afortunado, a rebelarse frente al agobio amortiguado de las horas. Pese al desmayo inicial, la tarea bien merece la pena. En cada esfuerzo por escapar resopla el aliento y se ensancha el mediodía, regresan los colores a pigmentar el ánimo, vuelven a percibirse los espasmos que escondidos acechan el pulso de las cosas.
La seducción del nómada descansa en su mirada, ajena al ademán cansino del que todo reposo place. Hay una vieja querencia por la estancia que se abre para dejar la espalda a buen recaudo, esa que todos gozamos cuando al apagarse el día volvemos la mirada a la lumbre, la misma que hace más de dos mil años mostró las sombras escondidas de la caverna. Desde entonces parecemos aturdidos espectadores de una realidad que nos es por completo ajena. Vil destrozo el de las ideas. Dejaron presa nuestra indisimulada querencia por la incertidumbre y la sorpresa.
]]>Hay un elemento de discordia previo a la celebración de cualquier rito religioso. Es el desgarro del origen, la inmediatez de una pregunta que nos hunde en una sima carente de respuestas. Nuestras religiones son producto de un cisma entre aquello que preguntamos y aquello que nadie se atreve a contestar. El lago interior en el que se oculta nuestra ingravidez se disfraza de mito y nos empuja hacia el abismo inventado por la sinrazón. Sólo entonces la fe llega a ser ciega. Y se hace inmune a cualquier atisbo de racionalidad, asumiendo sin rechistar sus verdades mientras llena el zurrón del guerrero con argumentos espuela, con delicadas sentencias que afianzan la certeza y consolidan su decisión de atacar a todo aquel que intente negar sus evidencias.
Albas teñidas de sangre elevada a los altares. Sacrificios enlutados. Estatuas al soldado desconocido. Todos ellos son espacios litúrgicos, todos ellos son argumentos que arropan la vileza del asesino que nos acecha con la muerte. Cuanto más virulento es el ataque a nuestras creencias enraizadas, las mismas que sirven de excusa al embaucador, más y mejor fe profesamos. Y es que la religión es una excusa tan vieja como el dolor que yace bajo su manto de negritud. Decrepitud.
]]>Sorprende ver en nuestros días los resortes de que dispone el discurso político para doblar la cerviz de las cosas y darles la vuelta hasta hacerlas aparecer ante el público como algo diametralmente opuesto a lo que en realidad son. Los discursos del poder en nuestros días llevan tras de sí la algarabía del espectáculo como garante del éxito inmediato. Le bastan dos o tres frases apenas, dos o tres ideas rodando cuesta abajo hasta hacerse demoledoras cual aludes léxicos que arrasan con todo lo que encuentran por delante. Hasta la sensatez más asentada duda de su apoyatura cuando repasa con indisimulado estupor la insistencia en la retórica manipuladora y falaz.
El agua que falta no es obstáculo para seguir construyendo grandes extensiones de viviendas de primera, segunda o tercera residencia con piscina y campo de golf anexo. El agua que falta no impide seguir adelante sin pudor con una política excesivamente dependiente del agua, curiosamente ajena al esperpento. Al político que gobierna le basta con añadir en su discurso unas gotitas del agua que falta por culpa de la indisimulada propensión del gobierno central a dañar todo lo que huela a progreso y riqueza de nuestra tierra. Y mientras el consumidor teleadicto se apresta a sentir su orgullo herido por semejante afrenta, se palpa la cartera para averiguar si también se la han birlado, estos de la capital ya se sabe.
El robo del agua y de la cartera. Esa es la grave afrenta que soporta el ciudadano de a pie que se cree sin rechistar las bazofias que le entregan a plazos desde el púlpito del poder. Y mientras, el agua que falta huye por las cañerías buscando algo de racionalidad y buen hacer. No hay salida. La sequía se extiende sin remedio por un barrizal de neuronas putrefactas, hinchadas de tanta humedad visceral. Y repletas de votos por doquier.
]]>Santa quietud la de la piedra que nada dice y todo lo absorbe, hasta la metralla. En el silencio agrio del mediodía, incluso el viento calla.
Quien derrama lágrimas sobre un muro no sabe que del otro lado las usan para servirse el té de las cinco.
Ver un muro es verse reflejado, pero los espejos siempre ocultan su lado oscuro, el otro lado.
Virgen impoluta, la guadaña siembra despojos como cimientos donde los muros se alzan. La sangre derramada ya no sirve ni como excusa.
Mil kilómetros no son nada. Cuando nos crezcan alas en los omoplatos, esa será la distancia que abarcará mi risa.
No hay muro que impida decir y reír y gritar y soñar y amar y pensar. La gesta del hombre suburbial se crece cuando le construyen muros, y gasta sus ingenios diseñando túneles, pértigas, escaleras y altazores.
]]>Hay una verdad oficial que tiñe de gris la mañana de los lunes, cuando miles de manos acarician la almohada antes de despertar de nuevo para hundirse en la pesadilla o el espejismo. Hoy, como cada principio de semana, toca soñar con la rebelión de los despertadores. Hoy, ya como cada día, toca encender el ánimo con nuevas sobredosis de vitalidad inducida a golpe de fármacos, hasta provocarnos la desazón y el hastío.
No hay vida que soporte tantas hipotecas. Bancarias y metafóricas. Pero hete aquí que unos a otros nos descubrimos cual héroes, gladiadores de una verdad inhóspita que nos han vendido sutilmente desde el púlpito del deseo. Vivimos instalados en la vorágine irresistible de la apetencia súbita. Bocas siempre hambrientas, paladares insatisfechos, nos sentimos desalojados en los arrabales de un sistema que nos vende aquello que jamás lograremos alcanzar. Nos reconocemos en el esfuerzo cada vez más agreste e inútil de nuestras vidas, mientras el banquero realiza beneficios anclado a nuestras espaldas como una sanguijuela.
Ningún discurso resulta entonces tan quimérico como aquél que trata de discernir acerca de una libertad que nada vende. La trama de quienes así nos conducen es simple. No hay vida que soporte el síndrome de abstinencia: mientras nuestro deseo es la cuerda que estira de un extremo, en el otro el dueño del resorte para satisfacerlo nos tiene presos.
]]>He aquí una proeza al alcance de pocos: si pretendo subvertir lo real debo dejarme embaucar primero por aquello que parece ser lo que en verdad no es. Debo dejarme guiar a ciegas por mi mente. Sólo así podré captar algo parecido a la imagen que de mí conciben los otros. ¿Pero qué imagen es esa? Lo ignoro. Pero sé que es en esa ignorancia donde radica la dificultad y el reto. La máquina del lenguaje no se detiene jamás. Por ella y para ella vivimos. Y en su recorrido sé que los otros captan de mí algo parecido a lo que yo capto de ellos. Esa imagen de los otros que transporto en mis sienes me hace pensar muy seriamente en la posibilidad de largarme y dejarlos ahí tirados, en medio de una realidad que me es ajena. Porque los otros no me pertenecen…¿Cómo debo interpretar las palabras que me dirigen aquellos que, siendo imágenes mías, pretenden ser otros, aquellos que anidan en mis sienes y me atenazan el habla?
Ciertamente, el problema de los otros termina por aturdir cualquier amago idealista…
]]>Decimos lo que decimos sin la convicción necesaria para asegurar que detrás de lo que decimos realmente haya algo. Ni siquiera nuestras voces nos siguen. Autónomas, se desplazan por las esquinas pidiendo a gritos un lugar para el reposo. No hay descanso. El fluir sin tregua del habla desbarata los términos de la ecuación cuando se presta a ser resuelta. No hay resquicio para el halago. Ni siquiera para sentirse alma en pena. El regate corto del lenguaje nos abruma y nos eleva escuálidos por encima de las cosas para transformarnos, ahora sí, en otras cosas distintas a las que incrédulos nombramos.
Quizás la pesadilla de nuestros desvelos la provoque precisamente la palabra que más nos debe: el nombre. Las signaturas dejaron su sitio en el atlas y se convirtieron en una pieza más, en un extraño fragmento de ese puzzle universal que se afana por explicarnos el lugar que ocupan las cosas. Pero las cosas no ocupan ningún lugar. Nos engañaron. El magma espeso de la realidad innombrada nos ata la lengua en el momento preciso, y nos impide desvelarla. Son sus nombres, y los nombres de sus nombres, los que nos embaucaron. ¡Qué extravío universal!: es en la glotis donde se oculta la piedra angular de tanta desavenencia. Ni somos lo que decimos ni decimos lo que somos. ¿A quién queremos convencer con nuestros salmos? ¿Qué oración será capaz de sustituir mi muerte? ¿Acaso valen lo que valen las palabras sagradas del chamán? ¿Qué libertad es esa que se mece entre finas capas de prosodia constitucional? Yo no soy yo ni las cosas son ya las cosas. Vencido mi primer impulso por callar, mi verborrea me deja seco y sin fuerzas, frente a frente con una realidad que no tiene cabeza (vale decir: que no tiene delante ni detrás, ni frentes que enfrentar…).
]]>Hay un límite en el que la realidad se vuelve oscura, espesa, impenetrable. Pese a todo, mis dedos no pierden su condición de dedos y responden a mis órdenes, y teclean sin descanso las letras y los espacios para que mi lenguaje se conforme con un sentido al que ellos sí son por completo ajenos. Lo que ahora digo acerca de la composición de mis dedos no podrá sustituir jamás lo que ellos son o dejan de ser realmente. Porque el sentido de mis actos excede totalmente la composición química de la materia que los conforman, puedo afirmar que no necesitan de mi lenguaje para subsistir. Viven ajenos a mí.
Pero mis dedos responden fielmente a las órdenes que les dicto. Acarician pieles y pellizcan y sienten frío y saludan y hasta recuerdan tactos y sensaciones. Hay una conexión entre el sentido de mis actos y la sensibilidad de mi dedo que no puede hacerme dudar. De otro modo, no alcanzaría a escribir lo que ahora mismo escribo. Tras bucear por las regiones cercanas al límite y volver a la superficie, recupero la sensación de libertad y pertenencia, recupero la noción de mis miembros y vuelvo a ser uno con ellos. Me identifico y constato la inescindible realidad que nos conforma. Y pienso que quizás todo sea producido por un instinto innato de supervivencia: es esa realidad y no otra la que percibimos a la altura de nuestras necesidades, porque es ella la que nos permite seguir vivos. Y antes que perdernos en lo inconmensurable, optamos por ignorarlo en la cotidianidad de nuestras vidas.
]]>Hay una pulsión que invita al gritón a rodearse de gritones, y en ella sobran los argumentos, las ideas, los pensamientos que ayuden a despejar la duda y la incerteza. Sale de muy adentro ese grito estomacal que usa la palabra como mero vehículo para su exteriorización. Si pudiéramos visualizar esos amagos de diálogo en una lengua que nos fuera completamente ajena, constataríamos la universalización del método: la lengua que se habla a gritos es una mera excusa para la manifestación primigenia de una necesidad gutural que nos une a todos los seres humanos, la de hacer sentir nuestra presencia al otro y marcar el volumen al que deberá ascender quien ose entrar en la pelea.
Por eso quien calla ante semejante desvarío sabe que usa la razón como medida, y en ella se escuda para abrir cuantas puertas y ventanas sean necesarias para lograr que se esfumen los ecos de tanto vozarrón desmedido. Sólo quien sepa escuchar invitará al uso de la palabra a su contertulio, quizás porque en su convencimiento se halle la verdad misma de todo diálogo: la de lograr que entre las voces se alce enriquecida la palabra que dota de sentido la línea que une mi tímpano y tu garganta.
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