Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
La auténtica batalla del perdedor comienza cuando acaba la que perdió. Tuerce el gesto y se pregunta las razones de su derrota. Mira de soslayo y no encuentra respuestas que mitiguen su desazón. La tristeza embarga sutilmente sus ademanes cuando se reconoce en la sombra de lo que pudo ser pero no fue. Le embriaga una sensación de rencor contra sí mismo, un reproche amargo que le envilece las entrañas, una quemazón que le corroe hasta la última de las vísceras. Sabe que el último culpable fue él, sabe que el sabor de su derrota es como la hiel, a modo de única respuesta, rota sobre sus labios y esparciendo la amargura.
La figura del perdedor suele ir acompañada de un hálito de romanticismo, e incluso su perfil se ha visto cantado y narrado por multitudes, pero nuestra querencia por el personaje huye cuando la realidad nos azota, cuando convertimos en cruda verdad lo que de soñado tuvo la canción, cuando palpamos el dolor en nuestra propia piel, convertidos en personajes ajenos a toda ficción. E inquirimos entonces al mundo, y a todo cuanto nos rodea, y nos hacemos la pregunta clave, la pregunta madre de todas las preguntas y de todas las batallas: ¿por qué? ¿qué razones tuve para iniciar esta guerra?
La competencia por llegar antes y elevarse por encima de los demás, la insociable sociabilidad del hombre que tantas veces le leímos a Kant, ese bosque que crece gracias a que cada árbol se lanza a la búsqueda incesante de luz, se ha elevado a la enésima potencia en nuestra época. Hoy todo vale con tal de triunfar. Pero sólo uno llega, y siembra su victoria sobre las huellas que la derrota marcó en las espaldas de los otros, ignorando que mañana será la suya la que soporte otras victorias.
Desde la distancia que nos ofrecen los ratos cada más escasos de armonía, sentados a la sombra de un árbol milenario que no necesita victorias para sobrevivir en medio del páramo, contemplamos un mundo casi detenido, en paz consigo mismo, y nos preguntamos con grave perplejidad por esa extraña pulsión que nos acecha cuando nos lanzamos a la contienda, consumidos por una luz que nos ciega sin remisión.
2006-12-05 13:43
Quizá porque el hombre todo lo percibe por contraste. Si se presenta un estímulo uniforme que abarque todo el campo visual, no se ve nada. Esos ratos de armonía se los debemos a los otros. ¿Se podrían tener sólo momentos de armonía? Me temo que no.
El texto precioso, como casi siempre.
2006-12-23 11:09
CREO QUE SI ,SE PODRIA TENER SOLO MOMENTOS DE ARMONIA,SI NUESTROS ESTADOS DE ANIMOS NO DEPENDIERAN DE LOS OTROS,SERIA CON LOS OTROS ...NO A CAUSA DE …SIN JUZGAR..SOLO OBSERVANDO Y DEJANDO IR..PARTICIPANDO CON PASION Y SIN APEGO..