Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Batía palmas de frío en la mañana del domingo. Tras subir las escaleras del metro, miró a un lado y a otro, se enrolló la bufanda y apretó las manos en el interior de los bolsillos de su gabán, viejo y gastado como sus mejillas. Con todo el espacio de la ciudad a su disposición comenzó a andar, atento a los extraños gestos que la vida pudiera hacerle en las esquinas.
Las calles estaban completamente vacías, las multitudes habían emigrado huyendo de sí mismas hacia ninguna parte: volverían al cabo de unos días a pisar de nuevo las aceras, entretenidas en el vaivén puntual de las oficinas y los comercios. Sacó de su bolsillo derecho un trozo de cigarrillo y una caja de cerillas. Se acercó a un rincón a encender la lumbre y fumó con parsimonia las cinco o seis caladas permitidas por la escasez.
El frío era matador. Sus guantes apenas calentaban de tan raídos, pero hacía coveta con sus manos para aplicarse el aliento una o dos veces por minuto. Buscó el mismo banco en el que algunas mañanas aprovechaba el calor de los primeros rayos de sol, pero ese día no había ni sol ni banco; casi no había ni mañana: el cielo era gris y estaba cerrado, la luz era escasa y mortecina. Amenazaba lluvia.
¿Qué hacemos todos sino tratar de sobrevivir a la miseria? ¿A qué viene tanto interés en el diseño de nuestros objetivos, en la búsqueda de las mejores estrategias para lograr alcanzarlos? ¿Por qué nos detenemos a mirar la fuente cuando en la fuente ya no hay nada, sólo el reflejo enigmático de un rostro famélico y enfermo? ¿No vemos acaso la tristeza enmarcada en la mugre del asfalto?
Pero él no se niega a verla. La mira de frente, cara a cara, clava sus ojos en su mirada y siempre la vence. Con ella se debate todas las mañanas en el filo de una navaja oxidada por los años, y todas las mañanas la misma expresión de gozo le empuja a hurgar en la primera papelera buscando restos de comida. ¿Y qué importa? La misma pregunta se retuerce sobre sus goznes para preguntarse: ¿para qué los interrogantes? ¿Sirven para comer, quizás? ¿Me darán cobijo esta noche, los interrogantes? La vida empuja sin precio. No hay más que dejarse llevar hasta el infierno.