Con sigilo y premeditación, grababa el nuevo CD que pasaría a formar parte de su flamante audioteca; había oído hablar de una cierta polémica, no demasiado aireada, todo hay que decirlo, sobre diferentes interpretaciones jurídicas respecto a lo que era o no considerado piratería y por lo tanto delito. Pero no acababa de descifrar aquel galimatías.

¿Era o no era legal hacer copia de su música preferida?

Le había dedicado algo de tiempo a sopesarlo, y no encontró nada realmente razonable para desistir de su idea original: copiar en su ordenador aquellas canciones que ya sabía querría seguir escuchando. Al fin y al cabo, era su elección sobre el uso privado de su tiempo y de la propiedad privada que su amiga le había cedido temporalmente; así que, a nadie más le incumbía. Siempre sería más cómodo quedarse con esa copia que pedirle a su amiga el CD cada vez que le apeteciese escucharlo. ¿Dónde estaba pues el problema?

Pensó por un momento en las declaraciones que había escuchado por la radio: brigadas antipiratería y agentes itinerantes que conminaban a la gente a pagar nosequé cuota por el derecho a reproducir “trabajos de autoría”.

Volvió a pensar en ello

Y entonces cayó en la cuenta, que de ser esto cierto, su gran afición a la cocina con la que deleitaba a sus amistades en las comidas invernales, tendría los días contados. Sería difícil seguir compartiendo el resultado de su experimentación al reproducir y manipular las sabrosas recetas que encontraba en sus libros de cocina. Pensó en la última caldereta de cordero, y una vez más se dio cuenta de que no entendía nada.