Ramiro Cabana es comentarista de radio y televisión. Tele por un tubo dejó de actualizarse en agosto del 2006.
Hola mis guapas. He perdido la fe, estoy depre. Todas esas infirmezas mentales de los curas y las mujeres después de parir. Bueno, respectivamente. Quiero decir que los curas no paren. A menos que lo hayan mantenido en secreto durante años. Cosa que tampoco parece tan descabellada, ¿no? Con lo ávidos que están de pasta siempre, y con el premio ese del millón de dólares al primer hombre que geste y para, seguro que tienen laboratorios secretos en algún monasterio ajeno la realidad donde hacen sus experimentos, celibato en mano.
En fin, os decía, queridas, que estoy acuitado. Sé que estáis preocupadas, así que os diré el motivo de una vez: la tele ya no es lo que era. Antes, hace todavía un par de años, la tele era insuperable. Por su maldad, por su mal rollo, por su buen rollo, por su absoluta falta de elegancia. Justo cuando salí a la calle gritando, “¡La tele es tan mala que es insuperable, me encanta!”, va y resulta que es verdad. Pero ya no me encanta.
Todos los programas del corazón nos traen la misma caquita en bocadillo de pan integral (integral cual desnudo octogenario); toda la programación matutina para amas de casa nos trae los mismos escandalillos, los mismos consejos de moda y maquillaje, los mismos belfos malpintados, la misma ideologicilla trasnochada, trastarareada, y con zapatillas de esas que llevan la parte del talón doblada para adentro, las mismas sonrisas apologéticas que parecen decir “Lo siento, Cabana, no se nos ocurre nada peor.”
Ya sabéis que yo le hablo a la tele, mis queridas, y ella me habla personalmente a mí, como un dios protestante. Pero hace tiempo que nos siento, a la tele y a mí, distanciados. Como si yo ya no le interesara. Como si el alma de la Milà se hubiera dispersado en miles de ceros y unos por culpa de una transmisión digital mal programada, y se hubiera convertido en humo de tabaco para siempre. Como si mi gran heroína, la Campos, anunciara que se jubila, y se perdiera para siempre la posibilidad de que me invite a su programa a hablar mal de todo el mundo. Como si Boris estuviera buscando que se le respete (así de pesada es la nueva cadena). Como si se hubieran acabado por fin y para siempre aquellos telefilmes de sobremesa tan tontos que con sólo ver los anuncios uno ya sabía lo que iba a pasar.
¡Oh, mis queridas y guapas personas lectoras! ¿Me comprendéis? ¿Dónde está toda la telebasura que antaño nos dio tantas alegrías, que nos proporcionó escandalillos tan escandalosillos que hacían que la sangre se nos coagulara en las mismísimas órbitas oculares? ¿Que no veis que si la tele carece de novedad, la tele muere? ¿Dónde está la nueva mierda? ¿Sobre qué superficie inmunda nos hemos de restregar ahora para descubrir de qué conho estáis hechas de verdad, vosotras, las verdaderas víctimas de toda esta debacle de la cutrez del espíritu?
Por la noche me abrazo a mi chavala, llorando a gritos, porque la tele ya no emite excrementos que, como miembro de alguna sociedad tribal perdida en el tiempo, pueda yo embadurnarme en la parte alta del cráneo, y así se me pongan los pelos de punta. Borja, el mejor perro salchicha del orbe, y Tigre, su feroz chihuahua compinche, me ven de esta manera y corren de la capilla, donde tenemos la tele de plasma, a otra habitación del palacete, para lamerse los cojones, a veces mutuamente, fuera de mi vista.
Sin nueva telebasura, mis guapas, ¿qué hago yo delante de la caja lista? ¿Qué hacéis vosotras? ¿De qué sustancia oleaginosa y maloliente destilaréis el preciado elixir, el incuestionable maná estiercoláceo del que hasta no hace mucho os habíais alimentado espiritualmente?
¿De los telediarios?
Chao