Ramiro Cabana es comentarista de radio y televisión. Tele por un tubo dejó de actualizarse en agosto del 2006.
Sí, queridas, el acto de ver la tele. Ese es el tema de la lección de hoy. Bien. El acto de ver la tele puede cometerse en cualquier momento del día o de la noche, sobretodo si no echan nada. ¿Os habéis fijado? Si uno, o una en vuestro caso, está interesadísima en el programa que le echan, dice: estoy viendo mi programa favorito, La noche loca de la señorita Pepis. O cualquier otra chorrada que os teledicten desde la caja lista. Si no le echan nada a una pero está delante del televisor y va saltando de canal en canal como un perro que mea de arbolillo en arbolillo para marcar su territorio y enviar mensajes secretos a los demás perros, entonces dice: estoy viendo la tele.
¿Estamos de acuerdo, queridas personas lectoras, de que ver un programa y ver la tele, aunque físicamente sean dos actividades idénticas, psicosexualmente no lo son? Vale. Normalmente, lo que ocurre en el palacete es que acudimos a la capilla, donde está nuestra enorme y carísima tele de plasma, para ver algo en particular. De vez en cuando, vuestro noble defensor acude a dicho lugar de culto a ver la tele. De estas segundas sesiones suelen salir las brillantes columnas que con tan bonita asiduidad seguís, oh mis queridas. Aunque debo admitir que no ha habido muchas sesiones de televidencia en los últimos meses, debido a que he estado tan atareado administrando la hacienda de mis ancestros, especulando con terrenos y tramando el advenimiento del agua a Valencia. Pero sí que vemos, mi chavala et moi, alguna cosita, algún programa favorito, etc.
Sin embargo, esta semana, mi chavala me ha obligado a poner un aparato televisor en la alcoba, frente al lecho sagrado de nuestro matrimonio, donde también dormimos. Y eso es terrible queridas amigas. Porque vuestro héroe puede quedarse dormido a la hora de la siesta y roncar a pierna suelta en el sofá con cualquier chorrada que echen. Pero encuentra imposible conciliar el sueño de los justos cuando tiene en su propia alcoba el griterío de Crónicas marcianas. Anoche mismo le dije a mi chavala: ¿Para esto, o chavala mía, he gastado el patrimonio de mis antepasados, para que puedas oír gritar a esta gente y no me dejes dormir? Y ella, con toda la nobleza que la caracteriza, apagó la tele, se dio la vuelta y se abrazó a un servidor, consolándolo ante tanta tristeza como provocan los gritos de toda esa gente para el olvido.
No sé si os habréis fijado, pero en toda la insigne historia de TELEPORUNTUBO, jamás, JAMÁS, he reseñado ese programa. Y no es porque tenga nada en contra de sus contenidos, peores cosas he discutido aquí. Es que no soporto los gritos, algo tan anti telegénico, que la gente en su odio hacia lo bueno, ha convertido en su programa favorito durante años. Y es que los gritos convierten el acto de ver la tele en el acto de ver una pelea de barrio, con la salvedad de que uno no puede intervenir en el jolgorio general llamando a la policía. Uno sólo puede quedarse postrado mirando al altísimo techo de su dormitorio, intentando recordar dónde coño estarán los tapones para los oídos, y pensando que no ha sido buena idea acceder a esta petición de su chavala, la de instalar un televisor en la cámara sagrada. Así que ya lo sabéis, queridas amigas personas lectoras: tele en la habitación, no. Tele en otro sitio, vale.
Y eso ha sido todo por hoy, queridas. Bueno, quizá os interese saber que nos han regalado un perrillo nuevo. Un bebé de marca chihuahua al que le hemos puesto por nombre, Tigre. Extrañamente, y contra todo pronóstico, Borja lo ha adoptado. Sospecho que el mejor perro salchicha del mundo ha visto a aquella piltrafilla pequeñaja y temblorosa y ha pensado: Hostia, cuando crezca lo matamos y lo echamos a la paella. Borja, igual que yo, es casi humano.
Chao.