Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Hay un perfil esquivo en el que las cosas se detienen con una sedentaria perfección. Ajenas por completo al devenir de nuestras miradas, son ellas quienes impertérritas nos observan. Toda quietud es contagiosa. El reposo amortigua el ánimo y lo conjuga en la monotonía, en la escasez del instante que se detiene para recoger un salmo, en la fijeza extrañamente invisible que acompaña el turno de las auroras, todas iguales a ninguna.
Pero las cosas nunca se detienen a tiempo. Lo conforman de modo que siempre haya lugar para el espanto. Ser una más con ellas muestra la longevidad de la sorpresa, la imperturbable sensación de que todo vale en un universo a la deriva. La ética del asombro invita a doblar esquinas, a convivir con un desliz afortunado, a rebelarse frente al agobio amortiguado de las horas. Pese al desmayo inicial, la tarea bien merece la pena. En cada esfuerzo por escapar resopla el aliento y se ensancha el mediodía, regresan los colores a pigmentar el ánimo, vuelven a percibirse los espasmos que escondidos acechan el pulso de las cosas.
La seducción del nómada descansa en su mirada, ajena al ademán cansino del que todo reposo place. Hay una vieja querencia por la estancia que se abre para dejar la espalda a buen recaudo, esa que todos gozamos cuando al apagarse el día volvemos la mirada a la lumbre, la misma que hace más de dos mil años mostró las sombras escondidas de la caverna. Desde entonces parecemos aturdidos espectadores de una realidad que nos es por completo ajena. Vil destrozo el de las ideas. Dejaron presa nuestra indisimulada querencia por la incertidumbre y la sorpresa.