Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Que no nos engañen: ninguna guerra se inicia por motivos religiosos. Estos acuden luego para arropar las ideas que se labraron al margen, normalmente en el ámbito de la economía y la geopolítica. Pero cuando visten al santo y bendicen sus arrebatos, las religiones se levantan en armas y se unen a la contienda con una fiereza sin par. Las religiones hunden sus raíces en la yugular de nuestros genes, allí donde menos razón queda para razonar, donde se buscan excusas para disfrazar de legítima una pelea que nadie sabe cómo ni cuándo empezó.
Hay un elemento de discordia previo a la celebración de cualquier rito religioso. Es el desgarro del origen, la inmediatez de una pregunta que nos hunde en una sima carente de respuestas. Nuestras religiones son producto de un cisma entre aquello que preguntamos y aquello que nadie se atreve a contestar. El lago interior en el que se oculta nuestra ingravidez se disfraza de mito y nos empuja hacia el abismo inventado por la sinrazón. Sólo entonces la fe llega a ser ciega. Y se hace inmune a cualquier atisbo de racionalidad, asumiendo sin rechistar sus verdades mientras llena el zurrón del guerrero con argumentos espuela, con delicadas sentencias que afianzan la certeza y consolidan su decisión de atacar a todo aquel que intente negar sus evidencias.
Albas teñidas de sangre elevada a los altares. Sacrificios enlutados. Estatuas al soldado desconocido. Todos ellos son espacios litúrgicos, todos ellos son argumentos que arropan la vileza del asesino que nos acecha con la muerte. Cuanto más virulento es el ataque a nuestras creencias enraizadas, las mismas que sirven de excusa al embaucador, más y mejor fe profesamos. Y es que la religión es una excusa tan vieja como el dolor que yace bajo su manto de negritud. Decrepitud.