Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
El urbanismo era otra cosa. Nos lo enseñaron como técnica multidisciplinar, capaz de aglutinar los conocimientos de arquitectos, economistas, sociólogos, geógrafos, abogados y toda una pléyade de gente interesada en estudiar el crecimiento armónico y racional de las ciudades. La tarea, sin duda compleja, consistía en encajar las piezas de la ciudad de modo que todas ellas cobraran sentido en función de su relación con las otras. Se debía estudiar la dimensión precisa de las casas, los parques, las plazas, de modo que fueran habitables; diseñar lugares donde las personas pudieran pasear sin obstáculos; combinar viviendas y comercios, pequeños talleres y tiendas de artesanos (¿por qué los zapateros, relojeros, tapiceros… son hoy especies en peligro de extinción?); construir espacios para vivir, no vivir en función del espacio residual que quedase tras su consumo. El urbanismo era, en cierto modo, una consecuencia lógica de la lucha sin cuartel que el hombre moderno ha planteado frente al uso abusivo del espacio vital, promovido por uno de los mercados más salvajes de todos: el mercado de suelo.
¿Qué ha ocurrido para que, de un tiempo a esta parte, el debate sobre el urbanismo se haya torcido? Sin duda, la voracidad desenfrenada de unos pocos empresarios dedicados a la promoción inmobiliaria. Esa búsqueda inmediata del éxito económico ha provocado que se abriera una carrera en la construcción de grandes complejos llamados a cubrir el ocio de otros, ajenos por completo al devenir de las ciudades (normalmente de tamaño pequeño o muy pequeño) llamadas a albergarlos. El último de ellos, de grandes cifras y no menos grandes millones de metros cuadrados, dice en su propaganda que construirá réplicas a escala de grandes ciudades europeas como París o Venecia, y ofrecerá visitas virtuales a sus atractivos turísticos.
Todo un círculo que se cierra: un territorio, un paisaje, un modo de vida es abierto en canal por una ciudad nueva que le es por completo ajena, y transformado en otra cosa no encuentra lugares de apoyo, hasta el punto de venderse como ciudad virtual. Si un municipio de diez mil habitantes proyecta viviendas para albergar cincuenta mil, es que algo falla en el sistema. La ciudad no necesitaba replicarse para sobrevivir, su desarrollo armónico y racional no precisaba quintuplicarse. Antes al contrario, cualquier estudio sensato te haría ver que dicho crecimiento desmesurado era contraproducente. El urbanista precisamente te diría que estás consumiendo un bien por definición escaso e imposible de producir. Una vez agotado el territorio, ¿qué nos queda? Aunque parezca un contrasentido, queda un vacío inconmensurable, la sensación de que un ciclo de vida se apaga bajo los nuevos altares de hormigón.