Duele el tiempo cuando se detiene justo al doblar la esquina. Nadie es inmortal. Llegados a cierta edad, aprendemos a convivir con la enfermedad como algo cotidiano, y con un leve saludo de asentimiento ventilamos el problema y resolvemos seguir o no, pero en cualquier caso torcemos el gesto y enrabietados pensamos en el por qué de las cosas.

La enfermedad nos enfrenta a los límites de la vida. Se muestra crudamente en el rostro de los familiares más próximos, a los que por ley de vida te correspondería enterrar. Son normalmente los padres que pasan a ser abuelos los que sufren al levantarse del sillón de sus hijos, los que se retrasan un mundo para hacer o para deshacer, los que andan siempre pendientes de la pastilla o simplemente de tomar aliento para continuar al frente. Hasta que un día dicen basta y se rebelan frente a todos, pidiendo a gritos que los dejen morir en paz.

Pero al día siguiente se levantan, sí, y piensan que todavía hay un abrazo esperando en el asiento de atrás del próximo coche que pare en la alameda. Porque saben que el sueño que se deja querer regresa siempre y cubre las espaldas del mendigo. Y no merece la pena hacerle esperar.

Hay algo en la vejez que la hace misteriosa y distante, firme al desaliento pero a la vez simple y miserable. Cubre sus arrugas con la última mirada, la misma que te alcanza de soslayo tras leer los poemas de la consumación de Aleixandre.