El equilibrio que procura el derecho se rompe cuando el poder hace uso de la fuerza. La recuperación del empleo cotidiano de las normas jurídicas debería enseñarnos que la costumbre ha regido la supervivencia de los pueblos más allá de sus diferencias puntuales. El individuo percibe que una relación es justa cuando atiende sus necesidades sin desatender las ajenas. Quien adquiere una barra de pan considera justo pagar su precio, y en ese acto cotidiano de ir al horno a comprar el pan se condensa una concepción pacífica del derecho. Noción tan básica subyace también en el comportamiento de quien se detiene frente a un semáforo rojo. No es el temor a la multa. Más bien es el temor a ser atropellado o a sufrir un accidente el que mueve al conductor del vehículo a detenerse. Lejos de la concepción weberiana, que ligaba la ley a la fuerza, el derecho se mueve en la esfera primaria de la vida que se desdobla en una comunidad de interés: la mutua supervivencia.

La complejidad de las modernas técnicas jurídicas responde a ese principio básico: huir del juez, como rostro de ese Leviatán omniprotector de implacable ira, es la primera cláusula que deben negociar los abogados de las compañías mercantiles para alcanzar un acuerdo. Liberalismo y acracia se unen curiosamente allí donde la necesidad individual apunta a la supervivencia: para qué el poder del juez, si ha de limitar la sagrada voluntad que nace de mi autonomía. El reconocimiento del fracaso que supone ceder a un tercero la resolución de sus conflictos mueve al individuo a buscar soluciones alternativas que eviten el yugo de la ley. Esa ficción disfrazada de justicia, que blande una espada con la que cortar cabezas sobre el fiel de una balanza, tiene los ojos vendados precisamente para hacernos ver que su fuerza es una fuerza sin rostro, que mueve sus resortes implacables como si de un autómata se tratara. Pero detrás de la máscara, que no nos engañen, siguen respirando unos pulmones.

Reconducir la norma jurídica al lugar preciso que le corresponde (esto es: abstenerse de hacer más leyes escritas) debería ser la tarea de los parlamentos europeos durante este siglo. Sin embargo, sumidos en una incesante diarrea legislativa, parecen no tener freno en sus ansias por regular hasta el último rincón de nuestras vidas. Es curiosa la delantera que en este asunto lleva el derecho anglosajón sobre el continental. Si en las islas tomaron el relevo del derecho romano, basado en el uso y la costumbre, en el continente nos refocilamos desde que construimos la ingente codificación napoleónica: hacemos y deshacemos leyes respaldadas con el poder del Estado y creemos solucionados los problemas, sin darnos cuenta que es precisamente al hacerlas cuando esos mismos problemas se multiplican.