No encuentro razones para odiar los veranos, porque se dejan amar a todas horas, sobre la arena o sobre el prado. La laxitud favorece los encuentros y se alargan las tardes sobre el respaldo de las mecedoras. Cada año, llegados a estas fechas, me detengo a darle un pequeño homenaje a esa estación tan denostada por el calor, pero tan querida por su hartazgo.

Sedientos acudimos a la fuente de la sed. Cada vez que bebemos de sus horas, hacemos más grande nuestro afán y nos damos de bruces contra el deseo de vivir. Pero a continuación nos consolamos en la lentitud suprema, esa en la que la fijeza llega a ser algo más que momentánea, pese al mono gramático de Paz, y donde los espejismos logran evaporar la tiranía del reloj. Aunque a veces la nostalgia sea capaz de abrir la torre en la que se esconden los fantasmas, las telarañas de otros veranos pasados en semejante estado nos hacen vomitar la idiotez, y logramos así, tumbados a la bartola, sobrevivir sobrados de armonía y placidez. Quizás, sin ese mecanismo primigenio de autodefensa, sin la ayuda del vómito, habríamos perecido hace siglos.

Pereza inmaculada, pereza estelar, pereza sabia, pereza madre de todas las perezas, pereza estival. Amada sensatez de los veranos que me devuelven a la sombra esencial de las higueras, donde el zumbido de las avispas transporta un ritual de cañas, acequias y ambrosías.