La vejez es un estado de tránsito hacia la nada. En sus arrugas se muestra la crudeza de un abismo cada vez más vasto. Mientras la medicina se ha propuesto alargar el trecho y ampliar las esperanzas de vida, la decrepitud de los cuerpos muestra la evidencia sangrante de la muerte ralentizada. El viejo es sabio, y su sabiduría le hace ver a menudo la inutilidad del esfuerzo. Las esperanzas que amplía el médico son, si acaso, las de una muerte que no por lejana se hace menos segura.

La tristeza de ver que tu cuerpo no sigue los dictados de tu voluntad te provoca una impotencia rabiosa, una frustración difícil de soportar, y te empuja a la rebeldía. Ser viejo es ser una ventana hacia el dolor de saber que ya no podrás llegar jamás, es saber que en la próxima esquina te esperas a ti mismo en la encrucijada fatal. La vida es un baile que te mantiene en la pista mientras le des lo que te pide: más vida. Pero la vida es aire, y aire es precisamente lo que le falta al viejo, cansado ya de volar.

¿Por qué esa pulsión de vida nos desata del lecho en un último suspiro de esperanza? ¿Por qué el hombre se desgañita buscando el elixir de la eterna juventud? ¿Cómo aún hoy pretendemos asir y detener el tiempo, si es el tiempo el que anida en los pliegues de nuestra piel, quien invita a la renuncia, quien empuja a todo ser vivo a buscar la muerte dulce y escondida, bajo un árbol, tras una cerca, a los pies de la colina? Seamos sensatos y dejémonos morir en paz, antes que atados a una tumba.