Cuanto más gritan, más les delatan los ecos de su derrota. Utilizan los mismos argumentos de siempre, los que sirvieron a sus ancestros para defender la nación católica, una y grande. La derecha no perdona. Se siente ultrajada cuando pierde una parcela de su poder –el político– y la desalojan de los ministerios.

¿No mantienen, sin embargo, otras riendas que hacen que su poder sea más determinante? Conservan, sin duda, el económico, el de los Consejos de Administración de los bancos. Y también el religioso, pues dictan normas de moral desde los púlpitos. ¿Por qué, entonces, arman tanta bulla? Parecen perros escaldados. Sienten que el poder les pertenece por naturaleza, que son ellos los llamados por la historia para gobernarnos, y que sólo sus estructuras son capaces de dictar las normas necesarias para el desarrollo pacífico de nuestra convivencia.

El error de perspectiva no les duele. Saber que un día se equivocaron no torcerá sus decisiones. Hacen como que no ven. Y siguen colgados del mismo argumento, mal les pese a sus conciencias –si es que alguna les queda. ¿Por qué, si no, esa perseverancia de Aznar en demostrar que hubo una conspiración urdida para expulsar a su partido político del poder?

Hay un sentimiento muy extendido en los cuadros de poder de los partidos de izquierda: el error de pensar, cuando les ha tocado gobernar, que deben justificar su victoria. Cuando es bien cierto que no necesitan justificarse. La suerte democrática deja poco margen a la duda. Basta con ponerse manos a la obra. Y dar paso a la acción. Vale decir: cuanto más irritadas y afónicas sean las voces de quienes alaban las bonanzas de los que ya no están, más seguros habría que estar de la oportunidad y corrección de las propuestas de gobierno que se plantean.