Ver es admitir la posibilidad de que aquello que ves, efectivamente, ocurra tal como lo ves. Un modo cualquiera de escribir acerca de lo real, porque es en la realidad donde se condensan todas las fuerzas que dotan de sentido a mis palabras. En la mirada se detiene lo real para mostrarse, y para mostrarse tal cual es.

Ver para creer. Tal cual es parece que se muestra la Iglesia católica estos días. Y va más allá incluso de la propia realidad material de sus actos para convertirse en realidad virtual, de circo mediático. Hay algo de gratuito en el espectáculo que acaban de servirnos que lo transforma, mostrando la verdadera dimensión de las cosas tras la cortina de lo sagrado: la religión ha salido de la esfera de lo privado para invadir los espacios públicos y manifestarse en la desmesura. Tal cual es se muestra al mundo, y con todo el mundo a su alrededor parece más real si cabe.

Tras esa astucia se esconde, sin embargo, una manera de estar en el mundo ajena por completo a lo real. Porque presupone que el ojo que ve está más allá de la realidad, escondido tras la pantalla del televisor, agazapado tras una pizza esperando acontecimientos, admitiendo sin dudar cuanto allí ocurra entre anuncios de Coca-cola y consolas de Nintendo.

Ritos que son recordatorios que reproducen sucesos de antaño. Palabras sagradas que abren tumbas para depositar cadáveres. Indiferencia de cuanto nos rodea sumido en la ignorancia, ésta sí sagrada. Más sagrada incluso que las propias palabras labradas en la inocencia de las cosas, donde la vida discurre sin ton ni son, sin necesidad de metáforas, sin la perversión a la que el nombre les condena.

Feliz se desayuna la mañana en primavera, pese a sentirse rodeada de extrañas prosodias.