Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Cuando un poeta muere, el tiempo se detiene un instante. Un breve y preciso instante en el que el mundo se queda quieto, y la palabra con él. El hueco que deja ya nadie podrá llenarlo, y nos vence la certeza de que tampoco regresará. Quedarán sus versos, y con sus versos las horas compondrán poemas en boca de quienes se presten a recitarlos. Es la vida como un rito que se sucede sin espasmos, es la luz de quien alguna vez fue en toda su plenitud, pero que nunca más será. Misterio insondable que nos pierde más allá de lo cognoscible. Poetas que perduran en nuestros anhelos cotidianos, en nuestras estériles disputas, en los escondites más olvidados.
Hace quince días nos dejó, como en un sueño, Antonio Fernández Molina. Y como en un sueño, sigo pensando que mañana vendrá a desayunar envuelto en un dulce aroma de galletas. Se forman sombras chinescas en la cocina mientras un caracol come lechuga. Los músicos redoblan sus quejidos por las esquinas y se suceden sólos de trompeta como por arte de birlibirloque. Hay una sopa de letras humeante en el fogón, y con un largo cucharón de madera Antonio da vueltas y más vueltas para impedir que se agarren al fondo. Es su parecer que las letras deben vagar sueltas y cocinarse sin grandes enredos. Que en la sencillez reside el secreto de las recetas más apetitosas.
Poeta del tiempo ya sin tiempo para decir, postista para siempre jamás, que no doblen las campanas. Hagamos con ellas caperuzas de colores y salgamos a la calle a celebrar alguna fiesta, que cada día hay alguna que celebrar. La travesura de un niño bien vale un poema con el que dar de comer una sopa calentita en las noches de invierno. Domador de letras, hoy por fin reposan contigo y forman tu nombre redondo como una noria, y con tu cuello cercenado ya nadie cantará victoria, amargo como es el alpiste en la palma de la mano, esa misma sobre la que un día se cerró la madeja del viento para no volver a abrirse jamás.