Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Las casas donde vivimos nos sirven para inventar los rincones. Sus paredes nos moldean la piel y la cubren con aromas y sonidos cotidianos. Huelen a tortilla y a salsa de tomate, a tostadas con miel y café recién molido. También saben a zumo de naranja, y dejan un poso entre pardo y azulado cuando cae la tarde.
Las casas donde vivimos nos sirven para alzar los pies y descansar cuando el mundo más nos escuece. Se ofrecen como refugio frente a la extrañeza que a veces provoca el asfalto. Nómadas en un desierto de corredores con aceras, acudimos sin embargo a la llamada de la cueva, y a ella siempre regresamos.
Las casas donde vivimos nos sirven para acariciar la soledad junto a la mesa camilla. Ausentes del mundo, levitamos encogidos en una siesta de siglos, y con la cabeza replegada sobre el sillón orejero logramos incubar nuevas ideas acerca de viejas ideas que son las mismas ideas de siempre.
Las casas donde vivimos nos sirven para llorar o reír, para encoger el ánimo o para invitar a los amigos, para comer o para vomitar, para emborracharse o para dormir, para soñar, para hablar, para callar, para leer, para ver, para decir, para no decir, para amar, para susurrar, para gritar, para dibujar, para escribir, para pensar, para estudiar, para jugar, para merendar.
Las casas donde vivimos huelen a colonia fresca por las mañanas. Por las noches, sin embargo, dejan aparcados los olores y se acurrucan con nosotros en la cama. Y es que las casas donde vivimos no forman parte de nuestras vidas: ellas mismas son nuestras vidas. Algo de nosotros se queda en ellas cuando nos mudamos a una nueva. Algo de ellas se queda en nosotros cuando son ellas las que desaparecen, y más cuando se hunden comidas por un socavón.
La gente del barrio del Carmel de Barcelona vaga sin casa y sin la mitad de sus vidas y no escuchan sino las sandeces que otros les dicen desde los sillones de sus casas. No entienden nada de lo que les dicen. Yo, tampoco (o quizás sí: pero es tan mezquino lo que escuchan, que sobreviven mejor con las orejas tapadas).