Agustín Ijalba es escritor. Durante dos años mantuvo la columna de análisis de la realidad Por arte de birlibirloque En este espacio publicará Retales todos los lunes. Retales dejó de actualizarse en febrero de 2007.
Las fronteras se desentienden de aquellos que alguna vez lucharon por crearlas y cobran vida propia, incluso más allá de quienes dieron su vida por defenderlas del invasor. No hay frontera que no encierre en sus cercados alguna justificación. Como tampoco hay biografías carentes de sentido. La historia de una nación es una suma de sentidos que parecen reunirse en la lejanía de los tiempos, allí donde nada ni nadie podrá ya contradecir las verdades del chamán, los mitos de la tribu levantados sobre la espesura de un pasado apenas perceptible.
Arden los símbolos levantados sobre piras de papeles y telas de variados colores. Sonámbulos pactamos constituciones y suscribimos tratados, construimos instituciones con afán de longevidad y nos deleitamos en las proezas de la razón. Pero asentimos la tradición cabizbajos. Sin mucha convicción asumimos su legado y apenas lanzamos preguntas. Las respuestas están escritas y basta con volver la mirada hacia el papel en caso de duda. Es en esa aparente simplicidad de la terapia donde se oculta nuestra desventura: las grandes civilizaciones parecen destinadas a morir de éxito, aletargadas sobre sí mismas, retorcidas sobre el diván de sus perversiones.
Ya nada nos queda sino las fronteras. Fronteras para decir y para mandar callar, para salir y para impedir entrar, para vivir en la abundancia y para condenar a la miseria. Vistas de un lado, las fronteras son de espino. Del otro, se visten del terciopelo perfumado de la razón. ¿Dudamos de nuestra identidad? Basta con saber de qué lado estamos. Dicen que hoy las fronteras son intangibles, pero a cambio son mucho más reales: hemos pasado de la garita con guardia civil a la cuenta de resultados.