Es extraña la atracción que nos provoca el agua cuando la observamos desde lo alto del acantilado. En el espejo abierto del horizonte vemos reflejados los rostros de todos aquellos que intentaron ir más allá. Más allá del azar en el que se resumía su desconocimiento y el nuestro, su curiosidad excesiva, demasiado potente como para negarse a indagar. ¿Qué hay detrás de las olas? ¿Cómo navegar y hacia dónde? La tierra siempre se asomó al océano con ademán inquieto, preguntándose por aquellos que partieron para no volver jamás. Nos ata a la isla el ancla de la certeza, la verdad cultivada en tierra firme, la sabiduría del alquimista que ideó la matemática. Pero en la oscuridad de la noche, al sonido de las olas que rompen sobre las rocas, nos preguntamos por la ubicuidad y la incerteza, por el sabor a sal del misterio que se esconde en el regazo de las sirenas, por la extraña sensación de que hay algo oculto tras la precisión con la que resolvemos una suma.
Volvemos atrás la mirada y regresamos a la cueva cabizbajos. Nos decimos que nada sabremos si no somos capaces de embarcar. Que necesitamos sentir por una vez al menos el empuje feroz del oleaje, la indomable palpitación del océano, la cercanía de la muerte descarnada que se oculta bajo la quilla. Por una vez al menos la vida debería enfrentarse al límite, y siempre el límite está más allá del océano. Si logras traspasarlo, dicen que ya nada será igual en tu mirada, y que ya nada detendrá tus pasos, ni siquiera la quietud del vaivén imperceptible del barco anclado en la rada.
La tierra y el mar trazan nuestras fronteras, dibujan los espacios donde habitar. No busquemos más allá de ellos. No hay más allá. Quizás los límites estén en el interior de nuestras mentes, y los desafíos no sean sino meras especulaciones desplegadas sobe un mapa virtual. Quizás.