Pocos destellos de lucidez mostró quien, situándose más allá de la historia, quiso borrar de un trazo la diferencia entre el verdugo y la víctima. No caben los paños calientes de una supuesta reconciliación entre hermanos antaño enfrentados. La tragedia está en la actualidad del delito, en la presencia tangible del dolor y la barbarie, en el llanto todavía audible de todos aquellos que sufrieron al perder sus vidas por defender la libertad de todos. Ignorarlo es renunciar a la dignidad humana, es comulgar con la espina que dejó clavada en la modernidad el holocausto.

¿Es factible pensar que la humanidad, por la guía de la razón, alcanzará algún día la paz y la concordia? No desde luego si condecoramos a sus asesinos, a aquellos que aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido, siguen ataviados con la cruz gamada del odio. ¿Desde qué perspectiva moral se pretende igualar en el trato al luchador antifranquista y al voluntario nazi? Si hoy somos quienes somos, incluso después de los campos de exterminio, no se lo debemos a la División Azul. ¡Lárguese a su casa con ellos, señor Bono! Invítelos a merendar con el obispo, reconforte sus ratos de ocio con la labia que le excede en su tarea de ministro, pero déjenos en paz con nuestros muertos.