La fotografía no ha muerto, sólo ha cambiado de formato. Sus valores y normas tampoco han desaparecido, sino que se han actualizado y nos obligan a mirar el mundo de otra manera. En Profundidad de Campo, cada día 23 repasaremos su evolución en un intento por demostrar que las dudas que origina son similares tanto cuando hablamos de megapíxeles y Photoshop como cuando hablamos de daguerrotipos y granos de plata, y explicaremos cómo interpretar un arte y oficio que, a su vez, interpreta el mundo para nosotros.
Como todo buen arte que se precie, la fotografía ha muerto varias veces a lo largo de su historia, no sólo como indicábamos el mes pasado acerca de la fotografía documental: en los varios momentos en los que su evolución ha abierto un nuevo abanico de posibilidades, el sector tradicionalista de turno no ha tardado en condenarlo y señalarlo como un certificado de defunción inapelable. Sucedió cuando Eastman Kodak sacó al mercado la mítica cámara Brownie, poniendo la fotografía al alcance del pueblo, y los miembros de las sociedades fotográficas se revolvieron en sus sillones clamando al cielo y rasgándose las vestiduras. Algo parecido ocurrió cuando el formato de 35mm hizo su aparición, ofreciendo una fotografía más intuitiva que Cartier-Bresson y su Leica no tardaron en convertir en una revolución, y cuando la película a color empezó a reivindicarse como una opción más que válida para la fotografía documental fue el propio Cartier-Bresson el que renegó de ella.
El último gran terremoto que ha sufrido, y aparentemente el que peor parece estar sobrellevando, es el de la aparición de la tecnología digital. Llevamos ya más de una década con ella y su teórica victoria aplastante sobre el método tradicional analógico sigue suscitando debates, cada vez menos tremendistas a medida que todo se va asentando y la revolución va convirtiéndose en evolución. Si bien grandes marcas clásicas han tenido que cerrar el negocio o modificarlo sustancialmente para sobrevivir en un nuevo mundo comercial, y el usuario de película ha visto cómo poco a poco se dejaban de fabricar y vender ciertos tipos de emulsiones, lo analógico sigue estando muy presente tanto en el sector profesional como el amateur, siendo este último uno de los impulsores, aunque sea por puro movimiento de rechazo a los megapíxeles y el HDR, de la recuperación de viejos usos y aparatos, merced a un mercado de segunda mano abarrotado de material e iniciativas ampliamente aceptadas como la recuperación de Polaroid o la Sociedad Lomográfica, un recurso para los amantes del low-fi, aunque sea por razones equivocadas y de las que ya hablaremos aquí otro día.
Lo que resulta innegable es que la tecnología digital ha alterado nuestro consumo de fotografía, nuestra perspectiva sobre ella y las expectativas sobre su alcance. Sus aplicaciones en la tecnología móvil han conseguido lo que Eastman Kodak intentó en 1900 con la ya mencionada cámara Brownie: hoy en día es difícil imaginar que alguien no posea una cámara de fotos, sin importar sus especificaciones o el uso que se le dé; las redes sociales nos permiten comunicarnos mediante fotografías, creando vínculos y testimonios directos de nuestra vida y de aquellos con las que la vivimos, expuestos al mundo entero pulsando un simple botón; sin embargo, las herramientas de edición digital combinadas con las redes wi-fi y 3G, la posibilidad de que una imagen nuestra sacada en plena calle pueda aparecer horas después en Internet por cualquier razón ajena a nuestros intereses nos ha hecho blindarnos, sentirnos desprotegidos en nuestra intimidad y sospechar de una herramienta antaño considerada de una manera positiva, en el peor de los casos como algo inofensivo.
El terremoto no acaba aquí. Los avances cada vez mayores y más inmediatos de la fotografía nos hacen preguntarnos muchas cosas: ¿Qué es lo que puedo fotografiar? ¿Hasta dónde puedo llegar para conseguir la imagen que busco? ¿Cuál es mi límite ético y legal a la hora de llegar a ella? ¿Cuál es el límite de imágenes, de perspectivas posibles, que se le puede sacar a un mismo sujeto o motivo?
De Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) ya hemos hablado por aquí hace un par de meses. El pasado septiembre sacó a la luz su último proyecto en el que reflexionaba sobre los efectos de lo digital e internet sobre la fotografía y la aparente necesidad de redefinir este arte desde sus cimientos. Dicho proyecto, llamado A través del espejo, se compone de un grupo de fotografías de las que él no ha hecho ninguna: se trata de una edición de autorretratos sobre superficies reflectantes sacadas directamente de internet, obtenidas a partir de los miles de usuarios que las han subido a través de las redes sociales y los blogs para ser observadas por todo el mundo. Podríamos decir que son robadas, pero al igual que con sus anteriores Googlegramas (imágenes construidas a partir de la unión mediante un algoritmo de varios cientos de imágenes extraídas de la búsqueda de una palabra concreta en Google), se trata de imágenes que los autores han puesto en internet con el ánimo de compartirlas y, en muchas ocasiones, sin tener verdadera consciencia de su verdadera propiedad sobre ellas al hacerlo mediante determinados medios de internet.
El trabajo de Fontcuberta no es sólo una propuesta a reflexionar sobre el concepto de autoría y difusión tal y como lo conocemos. También pretende hacernos revisar el concepto de fotografía al ser un elemento que rara vez puede descubrirnos algo, dado que la proliferación de cámaras fotográficas ha devenido en una masificación de sujetos fotografiados. ¿Cuántas fotografías necesitamos de la Sagrada Familia, del Empire State, de la Giralda de Sevilla? ¿Hemos agotado la posibilidad de encontrar una nueva perspectiva para el mundo que fotografiamos? ¿Debería el fotógrafo concentrarse más en editar el trabajo existente y de autoría cada vez más difusa, en vez de producir más imágenes incapaces de aportar nada más debido a la saturación?
Un ejemplo de este tipo de fotógrafo es Joachim Schmid, un artista que ha basado su trabajo en recopilar fotografías que la gente desecha o ignora y que para él constituyen una mina a nivel documental y comunicativo. En su propia página web asume no preocuparse demasiado del dilema de estar “robando” imágenes a sus legítimos autores ni de utilizarlas para su propio beneficio, alegando que en estos casos la gente es muy descuidada y no es del todo consciente de dónde está dejando sus imágenes y al servicio de quién o qué lo está haciendo. Schmid trabajó recientemente en un proyecto similar con Martin Parr en el que se pedía permiso a los autores para utilizar su foto y se les regalaba el libro editado como agradecimiento al compartir su trabajo.
Concluyendo, estamos siendo testigos de la evolución de un medio anteriormente delimitado y definido por sus propios usuarios a un concepto más global en el que todos somos fotógrafos, sujetos y espectadores. Es obvio que la fotografía tal y como la conocemos ha roto sus propias barreras debido a la incapacidad de mantener sus viejos códigos frente a las nuevas tecnologías. ¿Estamos hablando de una verdadera muerte de la fotografía, no ya por la falta de película fotosensible en las tiendas, o por la aparente facilidad que proporciona Photoshop, sino por la saturación de sus nuevos elementos? ¿Hemos acabado con las posibilidades gráficas, conceptuales, del medio, o es un nuevo paso hacia otra manera de enfocar la fotografía?
2010-10-23 21:29
Es cierto que a veces resulta abrumadora la cantidad de imágenes que se ponen ante nuestros ojos cada día. Sin embargo, creo que sigue siendo posible discernir entre el grano y la paja. La fotografía de calidad, y la masa informe de nadas fotográficas.
Por otra parte, más fotógrafos significa también más competencia, y, necesariamente evolución. Este terremoto, finalmente verá surgir mejores fotógrafos que nunca, creo yo (http://www.puratura.com/blog/archives/la-nostalgia-del-dinosaurio.html)