La fotografía no ha muerto, sólo ha cambiado de formato. Sus valores y normas tampoco han desaparecido, sino que se han actualizado y nos obligan a mirar el mundo de otra manera. En Profundidad de Campo, cada día 23 repasaremos su evolución en un intento por demostrar que las dudas que origina son similares tanto cuando hablamos de megapíxeles y Photoshop como cuando hablamos de daguerrotipos y granos de plata, y explicaremos cómo interpretar un arte y oficio que, a su vez, interpreta el mundo para nosotros.
Puede que sea porque últimamente un servidor está alejado de los mentideros fotográficos de internet, pero la última entrega de los premios World Press Photo no ha venido acompañada de mucha polémica. Eso pensaba yo hasta hace dos o tres días, elaborando esta columna que están ustedes leyendo, cuando me topé con una argumentación elaborada sobre los males del postproceso y lo irreal que parecía la foto ganadora.
Cierto es que la foto, a primera vista, puede confundir un poco. Mirando a las figuras del primer plano cuesta interpretar de dónde viene la luz al estar repartida de manera tan uniforme. Es todo tan perfecto que chirría un poco, pero de ahí a llamarla irreal queda un trecho largo. La foto, sin embargo, ha generado polémica, aunque de manera un poco más soterrada por tratarse del enésimo enfrentamiento entre el purismo sobre el retoque fotográfico y la relativización de métodos que no hacen sino sustituir a otros más antiguos. Porque no hay foto que ustedes no hayan visto antes o después de la revolución digital que no tenga correcciones de iluminación o de equilibrio de color. Porque toda foto requiere un postproceso.
La comparación que acaban de ver pertenece a un usuario de Flickr que tuvo la amabilidad de subirla a internet. La versión de abajo procede de una publicación hecha antes de que se fallaran los premios; la de arriba, la misma foto premiada. Si observan los comentarios, todo el mundo toma la versión de abajo como la imagen original, más contrastada, de luz más dura y que el autor parece haber decidido rebajar un poco para el premio. Sólo un usuario deja caer que lo que creemos original puede ser también una versión retocada del original. De hecho, lo habitual a la hora de añadir dramatismo a una imagen es contrastarla y obligar al ojo a fijarse en ella, mientras que aquí Paul Hansen (el fotógrafo ganador) parece haber hecho lo contrario: desaturar.
Lo que nos lleva a la foto. Hay una discusión paralela al eterno dilema de la ética del postproceso fotográfico que intenta desviar la atención para alegar que, de todas maneras, la foto en sí tampoco es demasiado original ni fidedigna con los hechos ni alejada de la tónica habitual de los premios. Soy consciente de que desde esta columna yo he dicho que a veces cansa la insistencia del jurado en premiar imágenes más relacionadas con la actualidad que con la propia fuerza de la imagen. Pero normalmente de esto tiene la culpa el jurado, no el fotógrafo. El problema de una foto no puede ser su contexto sino su propia capacidad para representarlo. Hay veces que no funciona, y otras veces que sí. En el caso de la foto de Paul Hansen, creo que lo consigue.
A primera vista la foto presenta un escenario fácilmente reconocible. Todos hemos visto esos muros y esos rostros en fotografías, noticias, películas, series y hasta videojuegos. También podemos decir que hemos visto escenas como esta miles de veces en los telediarios: habitantes de una región llorando y clamando por unas víctimas de un conflicto determinado. Pero da igual el conflicto, y da igual el lugar. La fotografía de Paul Hansen muestra con mucho respeto y bastante crudeza el resultado más devastador de un conflicto: las bajas, inevitables pero no por ello menos dolorosas, de los que menos lo merecen.
Las mejores fotos son aquellas que trascienden su propio contexto histórico o geográfico y nos muestran una realidad no tan alejada de nosotros mismos. La icónica fotografía del miliciano muerto de Robert Capa lo es no por reflejar la crudeza de la guerra civil española sino por encapsular en un instante al soldado anónimo cayendo abatido por un disparo. Las imágenes de James Nachtwey de diversos escenarios asolados por la guerra o la enfermedad no son impactantes por mostrarnos las consecuencias de una determinada situación, sino por enseñarnos lo que ocurre cuando una guerra o una enfermedad asolan una región. La foto de Paul Hansen funciona en los mismos parámetros.
La multitud que vemos en la imagen no lleva símbolo alguno, salvo uno de los protagonistas que viste una sudadera de la selección argentina de fútbol. Se puede intuir que el chico que tiene a su izquierda lleva una del Barça. No hay símbolos religiosos ni políticos, no hay enseñas nacionales que intenten apropiarse de la muerte de esos dos chiquillos. No hay ni siquiera un arma alzada al cielo, imagen a la que estamos muy acostumbrados y que solemos interpretar como una intención de vengarse o tomar represalias por la muerte de los niños y de uno de los padres, cuyo cuerpo amortajado se adivina un poco más atrás. La fotografía no muestra nada más que la tristeza, la frustración y la desesperación de una comunidad sobre un par de víctimas inocentes. Podríamos añadir que la desaturación que el fotógrafo realiza sobre ella no pretende tanto hacer la imagen más bonita como restarle violencia y añadirle desolación.
La imagen viene acompañada de un pequeño texto que nos informa de la nacionalidad de las víctimas y del origen y procedencia de su muerte. En otras fotografías, no es hasta que nos ofrecen esta píldora de información que entendemos del todo la foto. En la imagen del Paul Hansen poco nos importa que unos sean israelíes y otros palestinos. Es una imagen que habla y funciona a otros niveles por encima de la noticia o de la actualidad, y eso es lo que la hace grande.