La fotografía no ha muerto, sólo ha cambiado de formato. Sus valores y normas tampoco han desaparecido, sino que se han actualizado y nos obligan a mirar el mundo de otra manera. En Profundidad de Campo, cada día 23 repasaremos su evolución en un intento por demostrar que las dudas que origina son similares tanto cuando hablamos de megapíxeles y Photoshop como cuando hablamos de daguerrotipos y granos de plata, y explicaremos cómo interpretar un arte y oficio que, a su vez, interpreta el mundo para nosotros.
Acabada la misa del peregrino, confirmado que habrá botafumeiro, dos empleados de seguridad emergen de los laterales y empiezan a hacer aspavientos que nos indican a todos los asistentes que, ahora sí, está permitido y se anima a hacer fotos. Al estar situado al final de la bancada principal, soy testigo de cómo toda la multitud de peregrinos se levanta y alza cámaras, dispositivos móviles y tablets para registrar los vaivenes del botafumeiro. Esos mismos empleados habían pasado los cuarenta y cinco minutos que duró la misa asegurándose de manera implacable que nadie hacía fotos o grababa en vídeo la ceremonia.
Fuera, a pocos metros de la catedral, un turista alza su iPad frente a un artista callejero que posa sobra un pedestal representando al apóstol Santiago. Sabiendo que le van a hacer una fotografía, el artista gira el Códice Calixtino de pega que lleva en las manos mostrando al dorso un cartelito que reza claramente “NO € = NO PHOTO”. El turista hace caso omiso. El centro de Santiago es una marea de turistas que fotografían calles, edificios, comida, todo lo que les parezca curioso. “Esta para Instagram; luego otra para enviársela a tu madre”, escucho a una pareja que se fotografía tras la catedral. Poco después, de vuelta al Obradoiro, un peregrino gira sobre sí mismo en el centro de la plaza haciendo una panorámica de la misma.
Tres días antes, muchos de los que llegan al albergue de Pontevedra preguntan dónde pueden cargar el móvil y si hay wi-fi. Buena parte de los albergues de este camino portugués han procurado adaptarse a los tiempos y disponen de varias regletas de enchufes para los peregrinos. A la rutina de ocupar la cama, ducharse, lavar la ropa y curarse los pies se une el proceso de seleccionar las imágenes hechas a lo largo de la etapa y compartirlas en redes sociales.
En esas etapas, andándolas con el resto de los peregrinos, observo la gran ventaja que ha supuesto la fotografía móvil cuando cien gramos de más en la maleta pueden significar un infierno diario. Pese a todo, algunos han conseguido hacer espacio para réflex digitales. De vez en cuando, algún pelotón de ciclistas haciendo también el camino nos adelanta. Veo más de una cámara GoPro en el casco o en el manillar de alguno.
Durante todo el camino he hecho un puñado de fotos con el móvil, con el propósito de ir haciendo un pequeño diario online al final de cada etapa. Pero el verdadero e íntimo reportaje fotográfico que he querido hacer de esta experiencia lo tengo a punto de escanear en la mesa de mi estudio: cinco carretes tirados en una Olympus de bolsillo que parte en dos el negativo de 35mm y te permite hacer más de setenta fotos por rollo… Probablemente la mayor cantidad de fotos que he hecho en un viaje o en algún otro proyecto personal. Con esa cámara me he permitido encuadrar a mi ritmo, adaptarme a ella y a sus limitaciones, ajustar mi visión a sus características. Podría haberme limitado a llevar mi teléfono, marcarme otro ritmo con él y ahorrarme el bulto de la cámara y los carretes, pero he preferido hacerlo así.
Ya de vuelta, me preguntan cómo ha ido, qué tal lo he pasado, si he tenido alguna ampolla. Como me conocen, saben que vengo con un buen número de fotos. Intento explicar lo que he visto en los pequeños pueblos gallegos o en los bosques que he atravesado, un amigo me dice: “Ya lo vi, lo colgaste en Facebook”. En Facebook, mis fotos comparten línea temporal con las de mis compañeros de camino. Una semana después, otro amigo se va a Alemania para comprarse una moto y volver con ella haciendo más de tres mil kilómetros, foto a foto, enseñándonos su viaje a medida que lo hace.
Nos hemos adaptado a un mundo repleto de imágenes. Nos comunicamos y conectamos con ellas, reemplazamos un lenguaje por otro: ya no le comentamos a un amigo el cartel tan gracioso que hemos visto en la calle hace un rato, lo fotografiamos y enviamos al instante, por ejemplo. Y dentro de ese nuevo lenguaje de imágenes existen múltiples variables, algunas incluso que creíamos arcaicas, que siguen vigentes. Somos nosotros los que elegimos este lenguaje y cuándo queremos utilizarlo.
Cinco días después de salir de Valença do Minho entramos en Santiago, giramos una esquina y nos encontramos en la plaza del Obradoiro. Tras abrazar a mis compañeros y mientras disfruto la sensación de haber superado este pequeño reto, saco mi móvil, le hago una foto a la fachada de la catedral y se la envío a mi hermana, de la misma manera que ella hizo conmigo en 2010. Comparto la foto en otros sitios, la envío a otros amigos y familiares, y en ninguno de esos momentos acompaño la imagen con palabras. Dejo que sea la propia foto la que hable.