Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
Haciendo recuento, Mass Effect 3 debe de ser el juego sobre el que más han escrito y hablado los autores de esta columna desde que empezó 2012. ¿Tanto les gusta? No, no tanto. Ya contábamos la semana pasada que lo que ha hecho más importante al juego de Bioware ha sido el ruido externo provocado por un final que a Sánchez cada día le gusta más. Un ruido que llegó a la locura de recaudar dinero para la organización Child’s Play (que proporciona consolas y juegos a niños hospitalizados) para llamar la atención de la compañía. Para que cambien el final de un puto juego.
Imaginamos que no hace falta indicar lo perverso que resulta ese movimiento y menos después de que el Dr. Zito pariera esta semana este estupendo texto sobre la propia perversión de la caridad moderna El caso es que ayer Ray Muzyka, co-fundador de la compañía, voz autorizada que aún disfruta de cierto crédito entre los jugadores de callo, “ey, es el de Baldur’s Gate”, etcétera, salió a la palestra diciendo que sí, que ha sacado el látigo y ha puesto a trabajar al pobre director de la saga, Casey Hudson, en algo místico y futuro que modificará el final (y por tanto el juego y por tanto la saga entera) y mostrándose como el emperador desnudo pero además sabiendo que lo está. Una cosa muy triste, de taparse la cara con las manos y renegar de todo esto.
Por supuesto, la página de donar dinero para que los niños jodidos puedan disfrutar de videojuegos ha desaparecido: a Child’s Play se le ha entregado un cheque por 80.000 dólares, dos palmaditas y que le den por culo a los guajes con cáncer, que lo que importa es que les van a coser un final a medida a esos “donantes a pesar de”; esa especie que presume de tener tan buen discernimiento que sabe que la única historia buena es la que ellos quieren tener; que les da igual que el juego entero fuera una pira funeraria, destinada a cerrar lo único que importa: los vínculos que el protagonista ha creado durante las sesenta horas de las dos entregas anteriores.
Ya saben, no hablen de Ítacas a gente que es capaz de pagarle una Xbox 360 a un infante terminal por despecho hacia unos autores que se han limitado a hacer lo que creían mejor para su obra. Pero el problema no son ellos: el problema es Bioware. Que existe gente idiota que suple la razón con el griterío ni es nuevo ni, en realidad, importa demasiado. Pero que una compañía que lleva década y algo esforzándose por crear vidas ficticias hinque la rodilla e ize el culo para que le destrocen muy dentro muy fuerte uno de sus mejores trabajos de los últimos años (que ésa es otra: Bioware se enfangó hace poco en, posiblemente, su peor título hasta la fecha: Dragon Age 2 una cosa de llorar de lo mala que era, y a nadie se le ocurrió esa toma inversa de rehenes que es regalar Super Marios a pre gente que los va a disfrutar)…
El nombre de Bioware viene porque sus fundadores, Ray Muzyka y Greg Zeschuk (y Augustine Yip) son médicos. Los primeros trabajos de Bioware no fueron videojuegos, aunque a los tres socios les unía su pasión por los mismos, sino programas de simulación de pacientes para investigación. Luego surgió la oportunidad de hacer un juego y el resto es blablablá. Hasta hoy: Mass Effect 3 debe rondar los ciento y pico millones de dólares en ventas, como mínimo, ahora mismo. Es una piedra angular del gigante EA, que renombra estudios como “Bioware Algo” los días alternos para que se contagien del respeto que genera.
Y, precisamente, era la carta del respeto la que deberían haber jugado: al no caer en la trampa de la caridad coercitiva, lo máximo que podría haber logrado Bioware (aparte de un pequeño soplo de mala pseudoprensa), es que más niños de suerte dickensiana tuvieran videojuego. Pero no, en su lugar han quedado como una panda de algo que va más allá del pagafantismo: pringaos que ceden ante las amenazas de un puñadito de infraseres que se han leído la wiki de Gandhi, Teresa de Calcuta, Luther King o similar empanada conceptual y han decidido atacar con un blitz de limosnas.
Pero olviden todo esto: aparte de nuestro cabreo padre, hay una conclusión bastante más tortuosa. Desde esta columna hemos remachado siempre que los problemas culturales del mañana ya suceden en el videojuego de hoy, que para eso es hijo de su tiempo en vez de cosa pasada que a todo llega tarde. Y, dejando aparte la mugre generada al manipular una ONG muy chachi para fines de quinceañera zaherida, lo que vemos es atroz: cabecillas de equipos creativos que dicen, “vale, es vuestra obra, ahora la cambiamos”. A posteriori. Hacerse un George Lucas, pero no por megalomanía, sino por puritito miedo. Y con la naturaleza memética de Internet y nuestro pesimismo nato, se pueden imaginar los apocalipsis culturales que salen de nuestras reducciones al absurdo: ¡DVDs con el montaje del público de una de las salas! ¡Segundas ediciones para los cuatro que se quejaron de la novela en el formspring del autor! ¡Regrabaciones con guitarra eléctrica porque cien tuiteros le dieron un céntimo al pobre de la iglesia porque no les gusta el folk! En resumen, un mundo aún más de mierda o, tanto da, más miedoso.