Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
En un contundente y muy juicioso texto para Games Industry titulado Deja de hablar de dinero y hazlo sobre juegos, Rob Fahey ha hablado largo y tendido acerca de los problemas del free-to-play, el modelo que se está imponiendo en la industria a todas las escalas posibles y del que muchos hablan como la solución económica contra la que la piratería se va a ver incapaz de combatir (por no hablar de los pingües beneficios que otorga a sus practicantes). Esencialmente, el free-to-play es un eufemismo nominativo para juegos de distribución primordialmente digital que no cobran al jugador al ser descargados, pero sí a cambio de material adicional. Entra ahí la picardía del desarrollador (y un poco la honestidad también), que exigirá al jugador micropagos para mejorar el rendimiento del juego o para adquirir detalles accesorios que enriquecen la experiencia lúdica, pero que no la mejoran de forma sustanciosa. El primer caso de free-to-play demoniaco y de alcance masivo fue Farmville y sus derivados, la versión-papilla de Sim City para Facebook en el que los micropagos hacían que el soporífero juego fuera algo más divertido, permitiendo que el jugador llevara a cabo más acciones en menos tiempo. Es decir, mejoraba la experiencia de juego en sí, lo que no termina de ser una buena idea: el free-to-play, a pesar de su popularidad, ha terminado convertido por mero desgaste en sinónimo de sacacuartos barato.
En cualquier caso, el modelo se ha ampliado a todo tipo de producciones, no solo las de presupuesto modesto, y grandes corporaciones ponen en pie superproducciones free-to-play con la intención de cargar sustanciosos cargos a los jugadores por mejoras en el juego, por una configuración mínima que hace no tanto se daba por sentado o por prolongaciones de un juego nuclear a todas luces insuficiente. El modelo queda así, si no pervertido (su abierta intención desde el primer momento fue la de búsqueda de nuevas vías de explotación comercial para juegos minúsculos a los que no les bastaba con ser versiones baratas de los blockbusters), sí sometido a las leyes de la industria, que fagocitan, banalizan y desvirtúan los toques de ingenuidad y honesta generosidad que podían tener algunos de los primeros ejemplos de free-to-play.
De eso habla (entre otras cosas) la columna de Fahey: cómo, una vez pasada la fiebre inicial, una vez convertido el free-to-play en una convención industrial más a la que, simplemente, puedes acogerte o no con tu juego (grande o no), los autores deberían ser conscientes de que la etiqueta ha pasado de ser una serie de condicionantes que configuran un juego a otra definición de libro de relaciones públicas. Y, por tanto, los autores deberían volver a centrarse en lo suyo: la creación pura y dura, que de vender la moto ya se encargarán quienes cobran por ello. La caída en la percepción a ojos del público que ha tenido el modelo no beneficia a un programador que se empeña en defender esa opción en entrevistas, porque rebaja su condición de creador a mercachifle.
Es inevitable pensar en un modelo no equivalente, pero sí paralelo, que lleva unos años germinando en el cine: el low-cost. Las películas de bajo presupuesto han existido desde siempre (aunque sus modos han mutado desde las películas de serie B originales, producciones de presupuesto reducido que se hacían para reciclar equipo y decorados en turnos de noche), y han tenido sus iconos referenciales (de Roger Corman a Robert Rodríguez) y sus géneros-tipo (como la ciencia-ficción de los cincuenta o el horror directo a vídeo de hace alrededor de una década). Pero es ahora cuando el low-cost se está convirtiendo en un discurso de autor, y en uno capaz de dar dividendos. Ya se están alzando en España (por no irnos más lejos y porque en Estados Unidos ya tuvieron un movidote mumblecore que no nos llegó aquí más que de modo testimonial) voces críticas dentro del propio movimiento low-cost y que entroncan, significativamente, con el mensaje de la columna de Fahey: que el medio y sus limitaciones (autoimpuestas o no) no se conviertan en el discurso ni en el eslogan. Un posicionamiento muy sensato que no debería estar muy lejos del que deberían a empezar a adquirir los desarrolladores más implicados con sus creaciones, a riesgo de acabar siendo confundidos con unos Zynga cualquiera.
Todo eso dando por sentado que siga existiendo alguien en este negocio a quien el apartado creativo del proceso de desarrollo de un videojuego le siga importando una mierda, claro. Pero así somos nosotros. Siempre con la ilusión por delante.