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Mondo Píxel PG por John Tones y Javi Sánchez

Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.

Regreso al locurón

Si Joaquín Sabina hubiera dedicado menos lírica a las chorradas y más a las cosas importantes, tendría una canción titulada El Bulevar de los Juegos Rotos, y sería un homenaje a todos aquellos títulos que a pesar de nacer mutilados, a menudo impracticables, se hacen un hueco en nuestros corazones de un modo u otro. Es el caso, por ejemplo, de Eat Lead, que decidió seguir la atrevida senda de parodiar los juegos de acción que son una mierda haciendo un juego de acción que era una mierda. Hay que reconocerle el cuajo a los diseñadores, que cuando se les preguntaba por qué su juego era monótono, aburrido y genérico, respondían que así eran también los juegos que le servían de modelo. Algo similar ocurre con Duke Nukem Forever, mítica última entrega de la paradignática saga de shooters en primera persona y que hace de haber estado más de una década en el limbo del desarrollo y funcionar como guiño a esos-títulos-descarados-y-rumbosos-que-ya-no-se-hacen su mejor excusa para justificar que, técnicamente, el juego podría pertenecer a los años noventa.

El último juego en entrar en este nutrido populacho de juegos fallidos pero que por algún motivo funcionan (desvergüenza, actitud o genuinos logros en aspectos paralelos a los técnicos) es Alice – Madness Returns, secuela de American McGee’s Alice, un juego para PC del año 2000 que se anticipó a la moda de las reformulaciones tétricas de los cuentos de hadas clásicos y que durante un tiempo se rumoreó que iba a adaptar a la gran pantalla Wes Craven y, cómo no, Tim Burton. Este, al final, terminó por acaparar toda la autoría en su propia adaptación, con los escalofriantes resultados que todos los admiradores del libro de Lewis Carroll recordamos entre espasmos.

La cuestión es que American McGee’s Alice no era un juego técnicamente muy avanzado, más bien al contrario: una mecánica de acción en tercera persona absolutamente pedrestre convirtieron al juego en un mito a nivel icónico (Tones exhibe orgulloso, en la entrada de su casa, sendas figura de acción de Alice y del gato de Cheshire procedentes del juego), pero solo eso. Pero con menos, juegos mediocres han disfrutado de secuelas, y por eso es extraño que Madness Returns haya tardado en llegar. Pero lo ha hecho, y lo que nos encontramos es un juego absolutamente idéntico a nivel de mecánica que su precedente (y que ya dejaba mucho que desear hace doce años), pero que gracias a la tecnología consolera actual, ofrece unos diseños de escenarios y personajes increíblemente cuidados… y penosamente ejecutados.

Jugar con Madness Returns es darse un tripazo en el túnel del tiempo para padecer tics que creíamos muertos y enterrados: niveles confusamente lineales que nadie se ha esforzado en disimular, muros invisibles, bugs gráficos de primero de betatester, niveles default a lo Ubi Soft de principios de los ochenta (¡la lava! ¡el hielo! ¡la jungla!), fases de plataformeo con un personaje de manejo muy impreciso, un sistema de combate burdo y perezoso… y sin embargo, Alice – Madness Returns funciona, precisamente, gracias a su rotura, gracias a sus defectos.

Estamos hablando del País de las Maravillas, recuerden.

El libro de Lewis Carroll es tan indómito, sugerente y caótico, que ni siquiera un funcionario de la imaginación tan gris como Tim Burton ha sido capaz de domar su salvaje y algo amargo subtexto (recuerden: un montón de adultos persiguen a una niña con la intención de dañarla, tocarla, poseerla o amputarla; sumen a eso las vicisitudes biográficas de Carroll y tendrán el mejor manual de la mente de alguien que puedan adquirir en la sección infantil de una librería de barrio). Y es ese caos y ese desorden el que, traducido al lenguaje virtual, se transforma en bugs y en soluciones de diseño arbitrarias. Las paredes invisibles, intolerables con los medios técnicos actuales, se convierten en un recurso inesperadamente apropiado para el País de las Maravillas (por ahí no puedes pasar PORQUE NO). Los comportamientos erráticos, con una inteligencia artificial inexistente, de los enemigos, encajan al dedillo con la fauna que concibió Carroll para Wonderland. Los comportamientos agresivos, psicóticos, de adultos al límite, que en otros juegos suponen soluciones de guión ramplonas, aquí son puro delirio victoriano. Algo de gusto e iconoclastia en el diseño (la introducción de la estética steampunk, por ejemplo, excepcionalmente bien traída), y el resultado es un juego que difícilmente habría podido agradar a Lewis Carroll, pero al que vemos en consonancia con su árido subconsciente.

Y por eso funciona Madness Returns, en términos estrictos muy lejos de ser un buen juego, pero que ha escogido la base perfecta para su perezoso desarrollo: un mundo nacido de una imaginación fracturada. ¿Moraleja? Si las próximas secuelas de Sonic se inspiraran en el universo de ficción del Marqués de Sade, Sega oiría menos quejas.

Al menos, desde esta columna.

John Tones y Javi Sánchez | 01 de julio de 2011

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