Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
Fable III es un juego frustrante y contradictorio para el jugador habitual. Está bien, suponemos, que sea así: si hemos entendido en qué se han convertido los Fable, son juegos de rol para gente que juega a Los Sims, un poco lo que la propia EA ha planteado en el reciente —y bastante interesante para una saga monolítica— Los Sims: Medieval. Para empezar, Fable III presenta una doble aventura épica. En la primera parte, el hermano —o hermana— de un rey déspota tiene que convencer a los habitantes de su tierra de que él no va a ser tan cabroncete para que se unan a su revolución. Una de verdad, con hostias y sangre y derrocamiento del poder establecido, sin reiki ni comisión de espiritualidad. Cumplido el objetivo, la segunda parte trata de gestionar el reino ante una amenaza mala malísima —la oscuridad encarnada, ni más ni menos: no busquen subtexto en los Fable— intentando mantener el amor de los ciudadanos. Muy blandito y accesible todo.
Para conseguir esta lealtad, nuestro príncipe recurre a su homólogo de Maquiavelo: que nos amen o nos teman, pero es más fácil que nos teman, etcétera. Que sobre el papel está muy bien, pero luego se convierte en una excusa para que los espadazos, tiroteos y hechizos con los que contamos generen menos “puntuación” que ponerse a jugar a las palmitas con la plebe. Cosa que sí, miren, aquí enlaza directamente con lo que los utópicos de Sol tratan de hacer desde su acampada. Tampoco es que esto sea nuevo en la saga, porque su creador Peter Molyneux lleva desde hace varios juegos intentando convencernos de dos cosas: una, que bailar con desconocidos hace que se enamoren de nosotros, o que nos teman si nos tiramos pedos en su cara —en vez de llamar a las autoridades o pegarnos una paliza en cualquiera de los dos casos—; dos, que los juegos son mejores cuanta menos interfaz tengan.
Fable III convierte en mantra —muy tramposo— esto último: todo lo que vemos en el juego es el propio mundo del juego siempre. Casi siempre. Los marcadores sólo aparecen cuando son necesarios; los objetos que podemos usar sólo se muestran cuando es necesario usarlos; nuestras armas cambian de forma para indicar que son más brutas, cuando lo normal es mostrar un numerajo que indique cuánta furia hay en nuestro espadazo; y, lo mejor, en vez de usar menús para gestionar nuestra equipación y posesiones, Molyneux decidió que eso no era orgánico, que era mucho mejor tener que acudir a distintas habitaciones para cambiarnos de ropa… (Por cierto, el sintagma anterior lo ha escrito Sánchez utilizando un teclado especial que tiene para dar puñetazos a las letras en vez de teclear, para que se hagan una idea de lo que disfrutó esa decisión orgánica del probador y la armería.)
El sistema lo único que consigue es ocultar información. Pretende ser abierto y accesible a todos, pero se olvida de que es útil saber cuánto daño hace una bola de fuego, si la ropa que nos ponemos tiene algún efecto, que si tenemos más músculos o brillamos como si estuvieramos hasta las tetillas de magicaína para qué nos sirve. Lo divertido —porque Fable III pretende (dentro de su universo, cuidado) ser divertido a la par que revolucionario, aunque sin jaimas ni asambleas—, es que el juego dedica su misión más brillante a defender estas ideas. El príncipe entra en casa de unos magos, que le proponen rescatar a una princesa en otra dimensión. Las voces de los magos empiezan a narrar los hechos vividos, con un tono familiar a medio camino para cualquiera que haya jugado a rol. De hecho, ponen voces a los personajes que encontramos. De hecho, esos personajes son figuritas de cartoné sobre una peana. De hecho, los magos no nos han enviado a otra dimensión: nos han reducido de tamaño para jugar su partida de rol, con su escaso diseño, su pésima escritura y unos cuantos metachistes destinados a reflejar que el rol tradicional es una mierda comparado con este sublime juego de tirarse pedos en la cara de la gente, porque es la revolución.
Molyneux es un extremista en horas bajas, que ha desarrollado un sistema de comunicación basado en ponerse literalmente de rodillas delante de la prensa, pedir perdón por su juego anterior, y pasar a contarnos las maravillas de su siguiente título. No sólo sigue vendiendo, sino que Microsoft le nombró hace tiempo jefazo de todo lo que tiene que ver con diseñar videojuegos para Kinect, plataforma tan exitosa entre los estudios que tiene que defender el verano con un Brain Training y un juego de natación en tu salón, en cuya promoción hemos notado que Michael Phelps aún no ha superado su tropiezo con la marihuana. Pero, ¿y si tiene razón? Al fin y al cabo, cualquier juego deportivo hace mucho tiempo que no tiene interfaz durante los partidos, sólo a los deportistas, y el resto de menús deja ver que maneja más estadísticas y variables que gran parte del resto de títulos.
Los videojuegos deben muchísimo a los juegos de rol, que no son más que un conjunto de reglas para interpretar, evitando el problema de cuando éramos pequeños y nos negábamos a morir jugando a policías y ladrones. La naturaleza etérea del rol de lápiz y papel necesita ese set de reglas para no perderse. Los videojuegos también, pero basta con que las sepa la máquina. Las interfaces que tanto asustan a los no jugadores —“aquí está tu barra de vida, ésa es la de magia, detrás tienes la munición, al lado de las galletas que te quedan, encima de la barra de supercombo y…”— son una herencia de un pasado menos potente tecnológicamente, al igual que nuestros téclados son una rémora de tiempos en los que escribir muy deprisa atrancaba las teclas en el carrete de la mecanográfica. La pasión de Molyneux por lo insustancial chorra hace que sus buenas ideas se pierdan en su universo de casitas utópicas, corazoncitos y bailes estúpidos. Pero, ¿y si debajo de todo eso tiene razón? Da que pensar, pero tardaremos en saberlo, mientras él siga gritando que está haciendo la revolución y el resto de la gente sólo vea un juego de tirarse pedos y bailar en la plaza pública.
2011-05-27 11:36
No, no tiene razón. Un juego no es una herramienta informática de gestión o control de una fábrica (por decir algo) para minimizar las posibilidades de que el usuario la cague. Curiosamente, en el mundo de “lo serio” funciona de puto culo lo que en los videojuegos va a las mil maravillas, yo creo que a este y a unos cuantos como él habría que reubicarlos en el departamento de sistemas de automatización de Siemens, o así, para hacer más feliz a la gente de Oriente Medio y reconciliarnos con Irán a base de dotarlos de unos sistemas de control para centrales nucleares monísimos.
Gracias por vuestros artículos, lleváis meses casi-consiguiendo que me reconcilie con el mundo de los videojuegos, pero es que lo tenéis tan difícil…
2011-05-28 06:15
A mí eso si que me parece interesante, aunque en realidad es totalmente intrascendente.
Molyneux usa poca interfaz por lo mismo que Miyamoto no le pone voz a Link: para generar un vínculo más potente con el jugador. De ahí el problema: es en tercera persona. Pero vamos a ver, que alguien me explique por favor qué sentido tiene poner poca interfaz en un juego en tercera persona con la intención de un vínculo entre jugador y juego. Por que yo no lo entiendo. Igual el tonto soy yo, que este señor es muy exitoso y evidentemente uno no se hace rico en esto si no tiene algo de idea sobre cómo ganar clientes. Pero es que en los últimos juegos… bueno, digamos que su siguiente idea orgánica en esta cuestión podría ser perfectamente el Fable IV en primera persona. Un vínculo cojonudo con el espectador.
Y luego ya cuando uno se empieza a plantear el juego, es cuando se quitan las ganas de comprarlo. Vamos a ver, evidenetemente Molyneux sabe perfectamente que hay juegos de navegador en los que participan personas de verdad, lo cual a priori lo hace más interesante (a priori, por que luego se acaban fragmentando en grupos previsibles y se jode la cosa), y por lo tanto crear una experiencia guiada con moraleja y una idiosincrasia tan marcados carece de interés creativo por que, al fin y al cabo, bueno… eso de crear un mundo entero para cambiarlo y para la epifanía de los cojones pierde el sentido cuando pillas el mundo y lo pintas de dos colores. Y esto lo digo por las declaraciones del propio Molyneux, ojo, que ha insinuado que pretende, digamos, poner en duda algunos valores anteriores al juego. Nos quiere joder los prejuicios o bien ponernos frente al espejo, vamos. Pero eso no es posible, por que como antes he dicho, no vas a poner en duda a nadie creando un mundo con reglas que todos ya conocen. Si vas a ponerlos en duda por lo menos los insultas, les gritas, les provocas, le pides ayuda a Zaratustra… que si, que si les das a todos lo que quieren te piden más y entonces el ser humano es insaciable. Bueno, esto es un valor personal, pero Sid Meier al menos no te toca todos los tópicos de pe a pa. Y ahí va otra: Sim City le da vueltas a todos los juegos de Molyneux en complejidad.
Pasando directamente al dilema del creador, igual no hay que anunciar que uno cuenta algo importante. Igual lo importante sale a la luz por sí mismo.
Todo esto me lleva a la siguiente cuestión: ¿Qué piensa un creador de juegos? Seamos sinceros, si leemos a esta gente semana tras semana es por que al menos una vez en la vida lo hemos pensado. Estoy seguro de que hay hojas y libretas llenas de personajes y escenarios. Y eso me lleva a preguntar a todos cómo se imaginan creando un juego, por que yo siempre he empezado por la mecánica. Siempre he intentado imaginarme la forma de unir la mecánica con lo que quiero expresar, pero es que entonces me doy cuenta de que eso en realidad no es relevante, por que mis juegos preferidos no dicen nada en sí mismo (mi juego preferido es Metroid Prime) y termino por imaginarme el juego más pajero que se me ocurre. Y se parece mucho al Duke Nukem. Bueno, no soy original. Y precisamente como mi juego favorito es Metroid y lo más mejor del asunto es la soledad y el ambiente, y mi otro juego favorito es el Zelda… entonces, no se, esto me lleva a plantearme mi situación como jugador interesado en el desarrollo. Y tras unos minutos de mirar el mando (esto es un fetichismo pajero, pero es que los mandos de consola tienen un nosequé de guay, me gusta la estética) concluyo que el juego parece transcurrir mejor que nunca después de jugado. Es algo que apasiona. Bueno, es gente un poco entusiasta, pero yo he oído a tíos apasionados hablando de la batalla de Halo, de ese momento colectivo de intimidad, extremadamente generacional, cuando Zelda se descubre como Sheik, o la ciudad equilibrada que nunca conseguí construir; las asociaciones que se hacen entre el ancla y el concepto (la soledad y el escenario de Metroid contra los bichos TO GUAPOS que se petan y la estética tecno, la historia standard de Zelda y su inefable trascendencia, los juicios cívicos de cada uno y sus soluciones inevitablemente fallidas en el Sim City) se distancian por millas y millas, y hay muy pocos que se plantean los juegos como un relato. Los juegos son una experiencia que incluso las personas como Molyneux, con todo el éxito, no pueden desentrañar del todo. Menos aún con las mismas ideas durante tanto tiempo.
Así que yo solo tengo dudas, ninguna respuesta, no tengo ni idea, y no sé, las escribo aquí por que igual a alguien le da por desenmarañar el embrollo que he escrito.
Saludos
2011-06-02 02:02
Nunca me ha gustado Molyneux y no he jugado a ningún Fable, pero este artículo es genial…