Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
El mundo de los placeres culpables es una mierda. John Tones ya habló un rato largo de ellos por allá, viniendo a decir que cuando uno tiene cierta madurez cultural desarrollada con el paso de los años y el consumo, obligado o voluntario, de mucha, muchísima basura, no tiene que recurrir al manido tópico de los placeres culpables, de “es mala pero te ríes” y del “ya sé que es una mierda, pero si tienes el día tonto…”, procesos críticos propios de gente con muy poco amor propio. Lo que sí es indiscutible, y de eso sabemos quienes hemos consumido productos culturales de muchas categorías, pero sobre todo de categoría infrahumana —producciones de serie B, segunda categoría y baja estofa—, es que hay cosas que nos gustan no gracias a sus virtudes, sino a sus hipnóticos defectos. Y nos gustan más que aquello abierta e indiscutiblemente virtuoso.
Centrándonos en los videojuegos, ejemplos tenemos a carretadas, al menos entre los favoritos de los abajo firmantes. John Tones, por ejemplo, adora la saga de juegos de lucha Mortal Kombat, inaugurada en 1992, y siendo muy consciente de que a un nivel meramente técnico y jugable, su coetáneo Street Fighter II es infinitamente superior. Pero en Mortal Kombat, determinadas aberraciones técnicas y de gameplay son capaces de convertir notorios defectos de forma en celebraciones del error, en una experiencia distinta pero complementaria a los perfectos, fluidos e inmortales combates de Street Fighter II. En resumen, hablamos de juegos imperfectos, a veces insultantemente desviados de la norma, pero que por eso mismo, como el punk barriobajero, los comics porno centroeuropeos o el cine de monstruos casero, acaricia sensibilidades con las que la cultura mainstream no puede ni soñar.
Eso en cuanto al “por qué”, pero por una vez también está bien que nos preguntemos el “y a mí qué”. No nos desviemos de los videojuegos, porque su naturaleza los hace distintos: un videojuego se despliega ante el jugador según este lo va recorriendo. Eso los diferencia de un libro, una película o una canción, de los que podríamos decir, poniéndonos metafísicos, que existen independientemente de que haya un receptor o no. Un videojuego no: sin jugador que lo desentrañe, directamente el videojuego no se genera. Es una sucesión de datos sin sentido hasta que un jugador decide tirar del hilo. Y todos los videojuegos, en todos sus géneros, comparten cierta estructura de puzzle, de acertijo, de reglas que hay que seguir, obstáculos que sortear y cuestiones que desentrañar. Una mecánica que todos los que jugamos tenemos más que asumida, pero coloquen a alguien completamente ajeno al medio a jugar a un sencillo shooter de naves y no entenderá cosas tan asumidas por el jugador medio como la perspectiva bidimensional, las distintas formas de disparo o incluso el propio concepto de “vidas” o “energía”.
Asumida la naturaleza laberíntica, desentrañable de un videojuego, sumémoslo a la atracción por lo defectuoso, al magnetismo de lo erróneo que cualquier forma cultural de clase B ejerce sobre nosotros y nos encontraremos… un laberinto sin salida. Juegos de lucha en los que la detección de los golpes es defectuosa. El mítico nivel 256 de Pac-Man, una lluvia de caracteres que destruía el laberinto por culpa de un problema con la memoria del juego. Mecánicas de juego corruptas, revenidas, como la repetición sistemática de acciones simples en los juegos tipo World of Warcraft para conseguir puntos de experiencia por métodos… que no tienen nada que ver con la experiencia. Coches que, en juegos de conducción, caen en bugs que contradicen la física terrestre. Trampas, zonas seguras o inmortalidades ocasionales descubiertas por el jugador de forma fortuita y que los programadores no habían previsto. Juegos de acción de mecánica repetitiva cuyo mayor atractivo está, a veces, en detalles melancólicos de ambientación o en ocasionales momentos de paz, de no-juego. Y ahí está el quid de la cuestión: como un videojuego es desentrañado, desarrollado, vivido en definitiva por el jugador, sus errores son también errores del jugador, los bugs pasan a convertirse en parte fisiológica de quien lleva el control, que encuentra muros invisibles, físicas corruptas y bugs vitales aplicados a su avatar y, por extensión, a él. Piénsenlo: el magnetismo por el error ajeno se convierte en la contemplación atónita de la propia persona. Y así se pasa de mirar a una película y reirse de la cremallera en el traje de goma del monstruo, a mirarse el estómago… y descubrir que ya no hay ombligo.