Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
Aquel viajecillo que realizó Tones hace un par de semanas a Londres, aparte de desbaratarle los biorritmos y la planificación general de trabajos a sueldo en una onda expansiva de caos que aún dura y que, unido a la nada desdeñable influencia de ese maelström bípedo que es Sánchez, está haciendo que el Proyecto Mondo Píxel esté a punto de pasar a llamarse Proyecto Mondo Estragos… bueno, pues ese viajecillo a Londres tuvo otra parada de interés para los lectores de esta columna.
Como ya adelantó por aquí, Tones se detuvo en una presentación en pleno Soho de la reciente prolongación de la franquicia Tron en forma de película, con Tron Legacy, y de videojuego, con Tron Evolution. Las características del juego, de momento solo parecen traducirse en un trasunto del Prince of Persia en su versión tridimensional para su versión de un jugador y en un divertido caos futurista lleno de neones y tanques poligonales para su encarnación multijugador. En cualquier caso, estas nuevas iteraciones de Tron confundieron a Tones más de lo esperado.
Como sabemos todos, incluso los que la tienen aparcada en un rinconcito de su memoria porque les parece todo lo icónica que queramos, pero a fin de cuentas y en términos técnicos, un soberano pestuzo, Tron es una película de Disney de 1982 en la que un experto hacker descendía al interior de un ordenador donde programas, sistemas de seguridad e inteligencias artificiales estaban completamente antropomorfizados. La película estaba sumida en un singular ambiente tétrico (posiblemente, el que se vive en el interior de una torre de PC… real) que le dio a la película el tono por el que todos la recuerdan, unos fascinados y otros aburridos: Tron es plomiza, solemne, matemática, calculadora y extremadamente fría. Para bien y para mal.
Lo que es innegable, sean como sean los resultados, es que Tron se adelantó a su tiempo en la representación simbólica de los videojuegos. Las carreras de motos y los lanzamientos de disco fueron el referente durante toda la década de los ochenta de quienes queríamos ver al medio de los videojuegos como algo más que un puñado de píxeles que se movían en un monitor: la épica en miniatura, la muerte con marcha atrás, la acción por las buenas, el angst del Game Over… con su crudeza inhumana, esa que la convirtió en un fracaso de taquilla, Tron simbolizaba perfectamente el mundo de los videojuegos retro: luchas gélidas, bandas sonoras minimales, apenas líneas de diálogo, excusas argumentales paupérrimas y, sobre todo, dinámicas sin más justificación que su propia existencia. ¿Pelea con discos voladores? Pues pelea con discos voladores. ¿Carrera de motos a velocidad absurda? ¿Cómo va esto? Ajá, derecha, izquierda, vale. ¡Ready, go! Tron podía ser espesa y tenebrosa, pero es que durante muchos años, los juegos también lo fueron: como sabemos, detrás del laberinto de Pac-Man no hay nada más que negritud y cintas de Moebius en versión pasillera, y las vigas por las que anda Mario en Donkey Kong cuelgan de la nada más absoluta. Tron lo entendió y lo tradujo en una película que, incapaz de ofrecer interactividad al espectador, solo le mostró un desconcertante paraíso fúnebre de ceros y unos.
Tron Legacy podría decirse que es la malinterpretación de ese concepto inicial. Un buen ejemplo de ello es la aparición de los Recognizer, esa especie de arcos desproporcionados, de largas extremidades y minúscula plataforma superior que servían como naves espaciales y como cárceles para los programas rebeldes. Esos Recognizer, como buen icono estético, son replicados con leves modificaciones en Legacy, pero no hace falta ser muy avispado para percatarse de que algún elemento chirría en la foto: esa estructura desproporcionada, infantil, ridícula desde el punto de vista del realismo sólo tiene sentido como traducción solemne de la estética de la portada de un videojuego de los ochenta, donde el fotorrealismo y el absurdo se daban la mano en versiones cárnicas de los sintéticos Space Invaders o aerografismos con zapaticos de los personajes de ese infierno de punto de cruz digital que era Centipede.
Aunque enfocado desde el mismo punto de vista, Tron Legacy —por lo menos, los ocho minutos que Tones vio de Tron Legacy y el leve tiento que le dio al correspondiente videojuego— son una perfecta traducción a la gran pantalla de los videojuegos… actuales. El Recognizer que aparece en Legacy sobrevuela una ciudad virtual que, lejos del insondable desierto de negritud binaria del primer Tron, recuerda a una versión sintetizada del Los Angeles de Blade Runner (las sospechas se confirman en el videojuego, donde la acción se desarrolla en ciudades llenas de programas / gente de todo tipo). La insensata pulcritud del primer Tron es sustituida por colorines y efectos, por una contundente pero muy poco retro banda sonora de Daft Punk y por justificación argumental para las carreras de motos y los lanzamientos de disco. Es decir, independientemente de sus valores técnicos (que los tendrá) y artísticos (que si no los tiene, ya nos los inventaremos, porque la mitología de Tron nos gusta y nos excita), Tron Legacy obedece al signo de los tiempos, también en los videojuegos: justifica todo, explica todo, mastica todo, no dejes que el espectador / jugador se sienta desvalido o aterrorizado en ningún momento. Es decir, convierte el arte provocativo en arte masajeador.