Está claro que hay un tema que nos obsesiona a los periodistas de videojuegos que ven en el medio algo más allá que una maratón tecnológica o una manera de matar tardes tontas: la consideración de los videojuegos como arte. Es un tema que en la docena de columnas que llevamos de Mondo Píxel PG ya hemos tratado, y posiblemente volvamos a él por la sencilla razón de que entre líneas es una forma de hablar de algo que nos preocupa sobre los videojuegos: cómo tenemos un medio audiovisual que en la actualidad es potencialmente más fértil que otros cuya creatividad se estancó hace décadas, pero él mismo, sus creadores y sus consumidores se empeñan en cortarle las alas.

El último ejemplo viene de la mano de David Jaffe, creador de los multimillonarios God of War para Sony. En su blog, postea acerca de lo que él cree que son Asunciones periodísticas, desvelando una especie de involuntaria agenda oculta de los opinadores profesionales. Pero su texto nos sirve para contemplar de forma cristalina cómo están colocados los resortes de sus propios prejuicios culturales, y sobre todo para darnos cuenta de cómo los problemas de este medio están a menudo en su propia base.

Jaffe cree que los periodistas insisten demasiado en que los videojuegos deberían ser arte, y que la falta de ambición artística de los creadores es lo que impide que el medio crezca y madure. ¿Pero y si (se pregunta Jaffe), y si él quiere ser Jerry Bruckheimer y no Orson Welles? ¿Y si él quiere que sus creaciones sean ruido excitante y ensordecedor, y no maduras historias de sensaciones profundas? ¿Por qué no puede haber sitio para los dos tipos de juego? Bueno, posiblemente, la respuesta es que hay dos tipos de ruido excitante y ensordecedor. Y uno de ellos es artístico. Lo que le pasa a Jaffe es que está cometiendo el mismo error que los periodistas que dicen que Bayonetta es una explotación descerebrada porque la protagonista es una bruja tetuda que soluciona los problemas a taconazos y no con diálogos de película europea.

En el tercer volumen de Mondo Píxel, de inminente aparición, el 50% inteligente de los autores de esta misma columna saca a colación en un extraordinario texto llamado Doble vida la tercera entrega de la saga Burnout. Es una serie de juegos de conducción que huye de la emulación fotorrealista, al estilo de Gran Turismo o los simuladores de Formula 1, en pos de la emoción y el riesgo en un estado lo más químicamente puro posible: vehículos (¡vacíos!), circulando por entornos urbanos sin espectadores a velocidades de espanto obtienen recompensas cuando consiguen que un contrincante se estrelle. Y de qué manera. Los golpes, a cámara lenta, se muestran al espectador con todo lujo de detalles chatarreros, metal doblado y olor a gasolina derramada. El texto compara a este juego, que no posee el menor atisbo de justificación argumental, con el mismísimo J. G. Ballard y la poética del desguace post-industrial que discurrió el director David Cronenberg en su extraordinaria adaptación de la novela de Ballard Crash. No estamos hablando del productor de Piratas del Caribe. Estamos hablando de un escritor con un mundo interior tan rico e influyente que se le dedican exposiciones monográficas en museos. Y de un narrador cinematográfico que puede presumir, junto a los hermanos Coen, Lars Von Trier y muy pocos nombres propios más, del calificativo de “autor” en el cada vez menos autoral mundo del cine. Es decir, estamos hablando de arte, el equivalente al arte de los museos y los suplementos culturales, a propósito de un juego que no tiene guión ni ofrece nada más allá de velocidad y choques.

Eso sí: son choques que, gracias a la capacidad del medio, permiten que el jugador interactúe con una violencia abstracta y desnuda de justificación argumental, y posiblemente no son el tipo de arte con el que, en el fondo, le gustaría a Jaffe que se compararan sus juegos (para qué, si no, tanto culebrón grecorromano). Pero sí ese arte que sólo emana de los videojuegos. El que genera y consume simultáneamente el jugador. Un arte que Jaffe, con sus piques tan de café-concierto del siglo pasado, está muy lejos de husmear.