Mondo Píxel PG supone, como el Parental Guidance de su título indica, un punto de vista alternativo y guiado acerca de los videojuegos. Cada viernes, John Tones y Javi Sánchez, miembros del hervidero de visiones con seso sobre lo interactivo Mondo Píxel, contarán en LdN cómo se ha convertido el ocio electrónico en una volcánica explosión de inquietudes pop. Sus ramificaciones en cine, tebeos y música, su influencia en nuestra vida diaria, su futuro como forma de ocio y olla a presión cultural. Cada semana en Mondo Píxel PG.
Tim Rogers, el único periodista gonzo del mundillo del videojuego, escribía hace poco sobre una máquina recreativa japonesa: The Happy Button. El artefacto de Taito es fascinante: consiste en un botón y un marcador tipo pantalla de calculadora, con dos números. Cualquiera puede jugar y, además, es gratuito. La mecánica reside en pulsar el botón —que emite un ruidito de videojuego arcaico— el mayor número de veces en 10 segundos. Al terminar los diez segundos, aparecen dos cifras en los marcadores. La primera, claro, es el número de veces que se ha pulsado el botón en el tiempo previsto. La segunda, el puesto que ocupa el jugador en el listado anónimo —nada de iniciales o apodos de tres letras, como en los recres de antaño— de los que le precedieron. Nada más.
Los desarrolladores del cacharro insisten en que la felicidad que da nombre al juego proviene de dos factores: saber que eres mejor que otros —anónimos, insisto, tan virtualizados que ni siquiera aparece su puntuación o su puesto, sólo el propio resultado— y que puedes llegar a ser todavía mejor con un poco de esfuerzo gratuito. Y resulta que el juego, tan banal en apariencia —tan conceptual, por otro lado: no deja de ser un reflejo de un jugador clásico de videojuegos si le quitas la pantalla y sus píxeles con forma de navecitas o atletas— desarrolló su propia mitología de rumores sobre secretos escondidos: qué pasa cuando quedas primero; qué sucede si se pulsa el botón 100 veces en el tiempo dado (se acercan a los 300); dónde está la felicidad prometida. En la cabeza del jugador.
Los marcadores de The Happy Button reflejan, también, el modelo de juego de nuestros días de redes sociales, agricultura de mentira y acumulación sin freno: el compararse con los otros, con la granja de Facebook, Farmville, como máximo representante. Suponemos que conocerán la simulación de Zynga, un no—juego (es imposible perder, para empezar, porque tampoco se puede ganar) con dos elementos ciertamente puñeteros: el reloj en tiempo real y la necesidad de amigos. Hay que conectarse en determinados momentos para que la granja prospere (simbiosis que da la felicidad al menos a dos de las partes implicadas: a Zynga y a Facebook) y hace falta un número creciente de amigos para que la cosa vaya a más.
Y ahí está el quid que a los jugadores de largo recorrido nos ha dejado estupefactos: los 82 millones de usuarios de la granja ven a sus compinches como un objeto, con la misma mirada golosa con la que nosotros miramos a la seta cuando nos ponemos el avatar de Super Mario. O peor aún: como una puntuación.
Comentábamos en otro ámbito que todo esto del Twitter y del Facebook está llevando a un metajuego curiosísimo, que los jugadores de Xbox 360 ya sufrieron hace unos años con la aparición de los logros: metapuntuaciones absurdas que se suman a nuestra tarjeta de jugador social según se van consumiendo títulos y que permiten ver, hablando claro, quién la tiene más larga como jugador o, hablando más claro aún, a quién le gustan menos los juegos y la vida real, al mismo tiempo, en directa relación. En este metajuego es habitual ver a gente que sólo quiere acumular seguidores en twitter en busca de cifras redondas y elevadas, conocidos que exclaman “me faltan cuatro amigos para llegar a los 700, o “hoy llego a los 6.000 tweets”. Y se nos levanta otra vez la ceja: esa exclamación tiene el tono, el ansia y la furia del jugador de antaño en busca del hi-score, la máxima puntuación, la gloria efímera y estúpida del jugador de recreativo.
Con la socialización del todo en la que nos estamos enredando, la mecánica de The Happy Button, tan carente de aplicación, se extiende en busca de sentido hasta objetizar cada parcela de nuestras vidas. Hemos empezado con los conocidos, monedas de cambio para adquirir terrenos virtuales (por no hablar de la fenecida puntuación de Tumblr, la inextricable tumblrity, que tanta leña daba a nuestros egos virtuales en virtud de nuestro atractivo posteador). Seguimos por nuestras propias reflexiones y sus lectores hipotéticos. Y ahora llegan las curvas (ahí está el Spotify social, que tantas horas ha hecho perder adecentando cual granja o casita de Sim nuestras listas antes de enseñarlas): las redes sociales de cuántas pelis, libros, música hemos consumido, el siguiente paso que nos dejó caer recientemente Noel Ceballos. Que esto tiene pinta de convertirse en una carrera de competidores del ocio y la cultura capaces de exclamar, como un niño amorrado a la Nintendo primigenia, que han visto cuatro pelis más que fulanito, que han leído más libros que menganito… Y, ¡eh! Hay una puntuación para demostrarlo, con la felicidad que da seguir pulsando el botón de cualquier cosa, a ciegas, sin control ni inmersión ni poso ni historia. Para que luego digan del videojuego tradicional.
2010-05-14 16:25
Al final las conductas humanas se repiten, sólo cambia el contexto, el escenario donde se representan.
Las inseguridades se manifiestan, desplegamos nuestros plumajes, berreamos más fuerte, nos golpeamos el pecho con violencia… está en nuestros genes.
Parece que cuando nos desenvolvemos en lugares ya conocidos, con reglas sociales establecidas, seamos más civilizados. Pero cuando descubrimos nuevas playas y no tenemos a quién imitar, tiramos de la memoria genética y de los comportamiento atávicos.
Es lógico, somos humanos… por ahora.
2010-05-14 16:52
¡ah! por cierto, lo olvidé… suerte con la nueva columna!
2010-05-14 23:18
Genial este análisis. Va link el domingo en Lo mejor de la quincena.
2011-07-11 00:53
me gusta mucho toda esta información, la innovación en videojuegos es maravillosa, no hay límites, cada día observamos más opciones sorprendentes.